Laura Álvarez Garro, docente de la Escuela de Filosofía e investigadora del Instituto de Investigaciones Filosóficas
Foto: Laura Rodríguez Rodríguez.El lunes 3 de junio el país miró con consternación un asesinato cometido a plena luz del día producto de una riña entre vecinos. El video, tomado por una cámara de seguridad y circulado por redes sociales y medios de comunicación nacional, rápidamente se viralizó. En este, se observa cómo se pasa de un intercambio de puños a una escena de violencia desproporcionada. La víctima, Otoniel Orozco, nicaragüense, recibió catorce tiros, muchos de estos disparados cuando ya se encontraba fuera de acción.
En primera instancia, el caso se presenta como el desenlace trágico de una riña. Luego, emerge todo un trasfondo de acoso, agresiones verbales, intentos de atropello, amenazas con armas y lo que parece ser la causa de fondo, xenofobia. Declaraciones de personas vecinas del condominio describieron cómo la víctima era objeto de insultos, sospechas y ataques, solamente por su condición de nicaragüense.
Este suceso es un ejemplo más que ilustra cómo en los últimos dos años el país ha ingresado en una peligrosa espiral de violencia. Feminicidios, homicidios, ejecuciones múltiples, cuerpos desmembrados, calcinados, disparos a plena luz del día en barrios, residenciales, centros comerciales; asesinatos por sicariato en frente de centros educativos, personas heridas o asesinadas por fuego cruzado, aparecen cada vez con más frecuencia en las secciones de sucesos de los principales medios de comunicación. En redes, es común observar escenas de pleitos en carretera, las cuales pueden ir desde un intercambio verbal hostil, hasta el uso de armas para amenazar a otros transeúntes o conductores. Frente a este estado de cosas, la pregunta que surge es ¿qué está sucediendo a lo interno de nuestras comunidades y con nuestro tejido social, para que la violencia esté a la orden del día?
Si bien las causas de la violencia son multidimensionales y se debe prestar atención específica y urgente a las condiciones socioeconómicas que precipitan a muchas personas a participar del crimen organizado, no se puede negar que el aumento de la violencia no solo es producto de una intensificación del narcotráfico en nuestro país y de la incapacidad del actual gobierno en atender la seguridad pública; también responde a la circulación cada vez más extendida de discursos políticos que utilizan la confrontación, la burla y la violencia como herramientas para el ejercicio del poder. En ese sentido, me interesa establecer que el uso de discursos hostiles por parte de representantes políticos con puestos privilegiados de enunciación habilita y legitima el uso de la violencia como recurso para lidiar con el otro.
Numerosos analistas coinciden en que la victoria de Donald Trump en las elecciones del 2016 abrió paso a un escenario político inédito. Se normalizó el insulto, la burla, la humillación, el menosprecio a los oponentes, rasgos que, si bien han estado presentes en buena parte de la historia política de Occidente, no eran necesariamente expuestos de forma explícita en el espacio público. Por eso se habla de una trumpnización de la política, un estilo de performance político que no solo dio resultados en el país del norte, sino que rápidamente generó imitadores en buena parte de las democracias occidentales.
Bolsonaro, Bukele, Chaves, Milei, son claros ejemplos de este performance. Se posicionan como líderes que abiertamente reivindican la hostilidad y la violencia, generando poderosos efectos identificatorios en poblaciones que han visto que las democracias liberales no han cumplido con sus promesas de vida digna. Su retórica incendiaria y su desprecio por los buenos modales de mesa vehiculizan la frustración y atraen cada vez más votantes, quienes se identifican masivamente con esta forma de expresión a partir de la idea de que “piensan o son como yo”.
Es claro que esta identificación con el líder moviliza pasiones. En esa línea, coincido con el filósofo húngaro Gáspár Miklós Tamás, quien señala en una ponencia dada en el 2016, titulada Fascism without Fascism, que estas propuestas políticas se han percibido por algunos sectores poblaciones como una liberación o, peor aún, una emancipación de la imposición de mandatos morales de autocontención y generosidad. Tamás cita cómo esto debe ser analizado en conjunción con la ausencia de contrapropuestas que permitan tramitar la creciente y obscena desigualdad económica, la crisis climática, el desplazamiento y la migración forzada, en síntesis, abordar la ausencia de garantía de futuro y vida digna para buena parte de los seres humanos del planeta.
A esto habría que sumarle lo que la académica feminista estadounidense Lauren Berlant definió como optimismo cruel: bajo el contexto del neoliberalismo que impone como norma el éxito individual, la esperanza que las personas depositan en objetos de deseo como el trabajo estable, la seguridad económica, la realización personal, que son fundamentalmente inalcanzables bajo las condiciones actuales, genera un profundo malestar. Por un lado, estos deseos crean un sentido de esperanza y propósito, pero por otro, ese mismo sistema económico que lanza la promesa de la felicidad a través del éxito individual, impide a las personas reconocer y confrontar las estructuras opresivas que sostienen esos deseos. Así las cosas, el neoliberalismo con su lógica hiperindividualista transmite la esperanza del éxito alcanzado por el esfuerzo, pero a la vez, no solo introduce muchos obstáculos para el alcance de una vida digna, sino que deposita la culpa del fracaso en el sujeto. Es evidente que esto va a provocar una creciente frustración que debe ser canalizada o puesta en alguna parte para que el sujeto no sea consumido por esta brutalidad.
Esta conjunción de factores ha dado lugar a una tormenta perfecta. Sin lugar hacia donde reclamar, los sujetos precarizados, enojados y frustrados, depositan sus deseos de venganza en contra de sí mismos o los otros, con la ira en la superficie, en tanto no hay ninguna propuesta colectiva de resistencia que permita contener y darle lugar a este sufrimiento. Es en esa brecha de sentido donde estos discursos políticos confrontativos con sus llamados a la venganza encuentran terreno fértil. Antes que apuntar hacia las deficiencias de un sistema económico opresivo que destruye cualquier tipo de propuesta orientada a pensar en común, se desvía la mirada hacia los otros, ya sea migrantes, mujeres, población LGBTI+ o todo lo que entre en la etiqueta de lo “políticamente correcto”. Liberados de las ataduras de lo “políticamente correcto” y legitimados por estas figuras que poseen lugares privilegiados de enunciación, el odio y el deseo de venganza no canalizados se abre paso a la superficie y comienza a poblar nuestra cotidianidad.
Bajo este escenario despiadado y cruel, en el que la exigencia no da tregua, no es casualidad que la violencia se desborde. El asunto de fondo es que, antes de ser vista como un problema, la violencia se celebra. Se asocia con fuerza y afirmación, cuando es todo lo contrario, indicador o síntoma de una comunidad cada vez más rota, más frágil, menos solidaria, menos abocada a construir comunes.
Desde nuestra Universidad nos corresponde reflexionar y tomar acciones concretas en nuestra cotidianidad que reivindiquen el cuido y la ternura como condiciones mínimas para pensar en cómo resistir a esta avalancha de violencia. Sin embargo, tenemos que ir más allá. Debemos preguntarnos por las condiciones de posibilidad que nos han llevado a un escenario en el que sea atractivo para buena parte de la ciudadanía elegir representantes políticos que antes que contener este escenario, parecen sentirse cómodos en ejercer su poder a través del odio y la venganza, habilitando y legitimando la violencia en la ciudadanía.
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