En lo que llevamos del año (2024), el Estado reconoce 10 femicidos y 18 muertes violentas de mujeres pendientes de clasificar. Todo consecuencia de una desigualdad estructural, política y económica de género
La conciencia sobre la violencia contra las mujeres crece desde la década de 1970, gracias a la reflexión y acción de los movimientos feministas, y ahora se nombra como un problema social y político que responde a estructuras de poder. De esta forma, se identifica un sistema patriarcal que se sirve de diferentes medios para mantener una jerarquía basada en el género, una opresión que utiliza lo económico, lo político, lo doméstico y lo “privado” para reproducir una violencia sistémica.
Como parte de la reproducción de dicha violencia, el femicidio se torna una herramienta letal de control sobre las mujeres. El mensaje dentro de este contexto de violencia de género y sexual, es: “sálgase de la norma y esto le puede costar la vida” ; y para los hombres “puede matarla y salirse con la suya” (Radford y Russel, 1992). Esta permanente amenaza de la violencia extrema no sólo produce el efecto de control señalado, sino que también debilita la autonomía de las mujeres, produce un miedo generalizado, y con esto se mantiene el dominio sobre la vida y cuerpo de las mujeres.
El año 2022, momento en que el gobierno de Rodrigo Chávez asume el poder, el panorama para las mujeres va a ser uno muchísimo más grave. Fue electo un candidato presidencial que fue sancionado por hostigamiento sexual en su lugar de trabajo. Esto refleja el apoyo hacia figuras masculinas violentas, autoritarias, que a pesar de recibir algún tipo de sanción por sus actos, socialmente lo que prevalece es una popularidad e incluso una identificación con la figura misma. Su gestión presidencial durante los últimos dos años ha evidenciado el desprecio, la burla y el irrespeto manifiesto contra las mujeres. Esto se traduce en un aumento en la violencia política, simbólica y cultural contra las mujeres en el país.
A nivel de política social y económica, el gobierno de Chávez se ha caracterizado por desestabilizar las instituciones públicas del país. Esto se manifiesta en el alto recorte a la inversión social, pasando de un 12% del PIB en el 2020, a un 9,7% en 2024 – según datos de la Controlaría General de la República. Estos recortes afectan a diversas instituciones del Estado que tienen entre sus responsabilidades la prevención y atención a mujeres víctimas de violencia, así como instituciones relacionadas con el acceso a la justicia. Las consecuencias de desfinanciar las instituciones entes en la materia, no sólo recrudece las condiciones que deben de enfrentar las mujeres; sino que se traduce en violencia institucional en tanto hay un incumplimiento en el deber del Estado.
Otra dimensión crucial de análisis es el altísimo aumento de la violencia social en el país. En el 2022 se empezó a “batir récords” en relación con el número de homicidios dolosos en el territorio. El año 2023 cerró con un total de 906 homicidios, de los cuales 830 eran hombres y 72 eran mujeres - 24 más en comparación al 2022 según datos de INFOSEGURA. La coyuntura para el presente año no es muy alentadora, para mediados de junio, se contabilizan ya 380 homicidios en el país.
En este contexto, la vida de las mujeres se encuentra en mayor peligro y amenaza. En el 2020 fue particularmente mortal para las mujeres, en tanto refleja el número más alto de los últimos 12 años con un total de 30 víctimas de femicidio. Siguiendo la tendencia de la violencia social en el país, desde el año 2022 los femicidios también se incrementan. En lo que llevamos del año, el Estado reconoce apenas 10 femicidios y 18 muertes violentas de mujeres pendientes de clasificar.
Sin embargo, desde el mes de abril, los medios de comunicación han revelado una serie de casos donde la violencia de género ha sido el escenario de las muertes violentas de mujeres. Los nombres de Ana, Pamela, Jenny, Johanna, Emilce, Nadia, Marisol, Stephannia, Leslie, María Rafaela, Kimberly, Kiara, Mildroren resuenan en los medios, y quizás tantas otras que no lleguen a ser noticia.
Ante este apabullante aumento, la violencia femicida también se ha exacerbado y ha tomado formas cada vez más extremas, de tortura y ensañamiento. Prácticas que antes se consideraban exclusivas del narcotráfico, las encontramos hoy en las formas en que los hombres deciden acabar con la vida de las mujeres. Este contexto se traduce literalmente en una guerra de baja intensidad contra las mujeres (Falquet, 1997), en donde las mujeres vivimos bajo un estado de permanente de amenaza, terror y miedo. De esta forma, se producen también pedagogías de la crueldad (Segato, 2014), donde a nivel social, cultural y mediático se normaliza cada vez más la violencia y se potencia la función propiamente expresiva de los crímenes, función inherente e indisociable en todos los tipos de violencia de género.
Aunado a lo anterior, es necesario comprender que la impunidad que prevalece en torno a los femicidios se torna un factor clave en la reproducción y sostenimiento de la violencia contra las mujeres. A partir de mi investigación sobre femicidios, planteo que existe un continuum de impunidad que revela distintos estados que pueden iniciar desde el escaso o nulo acceso a servicios y estructuras legales que debería proporcionar el Estado para la atención de mujeres víctimas de violencia; hasta los procedimientos policiales y judiciales que evidencian una falta de implementación del enfoque de género y de los derechos de las víctimas.
Los datos del Poder Judicial revelan esta injusta realidad social. Las tentativas de femicidio han venido en aumento desde el año 2020, y la tendencia es que el número de absolutorias es mayor al de condenas. En el 2022, se obtuvieron 44 absolutorias y apenas 26 condenas. El contexto para los delitos de femicidio es similar. Del año 2007 al 2022 hubo un total de 430 femicidios en el país y apenas 121 condenas. Esto equivale a que aproximadamente 1 de cada 3 o 4 femicidios obtiene finalmente algún tipo de justicia penal.
Tras estos números encontramos problemas estructurales en cuanto al acceso a la justicia. Existen fuertes errores en la recolección de pruebas periciales, se evidencia una falta de implementación del protocolo ante muertes violentas de mujeres, existen una importante falta de recursos económicos y una fuga de personal especializado del Poder Judicial. La impunidad que se deriva envía un poderoso mensaje a los hombres como grupo social: “pueden seguir matando a las mujeres, porque no hay consecuencias”. Esto revela la responsabilidad del Estado en el aumento y exacerbación de la violencia contra las mujeres, especialmente los femicidios.
Este es un escenario sumamente desesperanzador para el país, y particularmente para las mujeres. Sin embargo, ha sido la constante lucha del movimiento feminista, de organizaciones de mujeres y de familiares, la que ha permitido que el país avance en promulgación de legislación y mecanismos de respuesta y protección para las mujeres.
Ahora bien, el aumento en los femicidios de este año demuestra que aún falta mucho por hacer para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres. Como parte de mi investigación llevo un registro de la memoria de luchas contra los femicidios. A junio de este año, se han llevado a cabo al menos 9 acciones colectivas localizadas en distintas provincias del país. Estos datos materializan una de las consignas del movimiento feminista: ¡no hay agresión, sin respuesta! Junto a la movilización social, es urgente que el Estado cumpla con su deber de garantizar una vida libre de violencia para las mujeres.
[1] Mariana Mora. Profesora Asociada en la Escuela de Sociología e investigadora en el CIEM-UCR. Doctora en Sociología y Género por la Universidad de Paris Cité. Enlaces de interés sobre la autora: https://ucr.academia.edu/MarianaRMora, www.cartografiafemicidioscr.com
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