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180 años de la Facultad de Derecho

Cuando la sed por el conocimiento y la pasión por la justicia desembocan en el servicio a los demás

A sus 90 años, Walter Antillón Montealegre sigue nutriendo su intelecto y compartiendo sus conocimientos ‘ad honorem’ con las nuevas generaciones de estudiantes
31 ago 2023

Primer plano de Walter Antillón Montealegre sentado en una mecedora, atrás se aprecia un estante …

A lo largo de 61 años de docencia, don Walter ha visto pasar miles de jóvenes estudiantes por sus aulas, quienes, a la vuelta de los años, terminaron sirviendo al país en muchísimos cargos, tanto en el ámbito privado como en el público, entre los que se destacan presidentes de los tres Poderes de la República.

Foto: Laura Rodríguez Rodríguez.

“¡Jamás, jamás! Todos los días estudio”. Así de categórico es Walter Antillón cuando se le pregunta si ha logrado saciar su sed de conocimiento luego de nueve décadas de vida. Esa incansable búsqueda lo llevó a tener una biblioteca con cerca de 20 000 libros que empezó a reunir cuando, a sus dieciséis años, compró el primero de ellos: “Los caminos de la libertad” de Bertrand Russell, en 3 colones con 50 céntimos, en la desaparecida Librería Vagel, sobre el Paseo de los Estudiantes, cuando regresaba a su casa de su querido Liceo de Costa Rica.

Fue ahí, en el Liceo, donde consolidó su afición por la lectura como forma de acceder al conocimiento, se tornó un fanático de la historia, dominó el francés y amplió sus horizontes de la mano de profesores que eran verdaderas luminarias, como Teodoro Olarte, Carlos Monge Alfaro, León Pacheco, Isaac Felipe Azofeifa y Rafael Lucas Rodríguez, entre otros. Sin embargo, más allá de las ciencias, el arte y las letras, Antillón aprendió el carácter democrático que siempre debe encarnar la educación.

“El Liceo era para todos. Yo era de San José, de una familia más o menos acomodada, pero tenía compañeros muy ricos y tenía compañeros muy pobres también. Tenía compañeros que venían de Aserrí todos los días caminando desde la madrugada descalzos, con los zapatos al hombro, y se los ponían 200 metros antes de llegar al Liceo para no gastarles las suelas. Pero esa gente se metía en la clase con los Rorhmoser, con los Lachner”, recuerda Antillón.

De los 20 000 libros de este jurista, la mayoría ahora se encuentran en la Biblioteca Arturo Agüero Chaves, de la Sede de Occidente de la Universidad de Costa Rica, gracias a una generosa donación que realizó recientemente. Él se quedó con poco menos de 2 000 libros en su casa para seguir sintiendo la cercanía de quienes considera sus amigos, y se muestra complacido al saber que muchos de ellos ahora le están haciendo compañía a la comunidad estudiantil de la sede de la UCR en San Ramón, donde el mismo Antillón se mantiene impartiendo los cursos de Teoría del Proceso, Derecho Romano e Historia del Derecho, una actividad que realiza ad honorem desde su jubilación, hace más de un cuarto de siglo.

“Un buen libro te sitúa en el mundo, te coloca en una posición estratégica para apreciar todo mejor, ni te das cuenta, simplemente el libro lo hace.”

Walter Antillón Montealegre, docente de la Facultad de Derecho

La Facultad en la que se ha desempeñado como docente por más de seis décadas no es la misma que lo vio llegar como estudiante a inicios de la segunda mitad del siglo XX, cuando muchos de sus mejores profesores fueron sustituidos por el simple hecho de ser calderonistas, bando perdedor en la Guerra Civil de 1948. Eso provocó el ingreso de muchos profesionales en Derecho que estaban muy interesados en consolidar su bufete, pero no en desarrollar una vida académica y, mucho menos, una dedicada a la investigación jurídica. Sin embargo, Antillón señala que ese fenómeno ya se venía dando desde mucho antes, cuando la otrora Escuela de Derecho estuvo bajo la tutela del Colegio de Abogados a falta de una universidad que la cobijara.

A pesar de ello, señala que la Facultad siempre ha tenido baluartes que se han preocupado por nutrir al estudiantado con el mejor y más actualizado conocimiento. Entre ellos, recuerda a Fernando Baudrit Solera, quien organizaba conferencias en el patio central del viejo edificio de la Facultad, en Barrio González Lahmann, cada vez que alguno de sus connotados amigos juristas estaban de visita por el país. Así fue como la comunidad estudiantil de Derecho logró conocer los postulados de Luis Jiménez de Asúa, penalista español exiliado en Argentina y los de Mario de la Cueva, laboralista mexicano, así como las posturas del español Luis Ricasell, filósofo del Derecho, y las de Sebastián Soler, penalista argentino, quien, posteriormente, contribuyó con la redacción de códigos nacionales aún vigentes.

“La Facultad tenía muy pocos profesores que valían la pena. Uno de ellos era don Pablo Casafont, que era abogado. A don Pablo no lo sacaron de la Facultad porque no era mariachi. Excepcionalmente algunos quedaron, y don Pablo era excelente docente. Como profesor, utilizaba el método socrático, el único que hacía eso en la Facultad. O sea, él dialogaba con los alumnos. La clase de él era así. Era un diálogo tan interesante, tan provocativo, que uno salía de la clase hablando de eso y se iba a recreo con los compañeros discutiendo los temas de la clase. Es el único profesor que tenía esa cualidad”, destacó Antillón.

No obstante, personas como Casafont eran las excepciones en la Facultad de Derecho que le tocó vivir a Antillón como estudiante. Si bien reconoce que había buenos profesores en el sentido de que eran responsables e impartían clases “decentes”, Antillón considera que estaban muy lejos de un verdadero ejercicio académico porque, en su mayoría, eran jueces y abogados sin el tiempo y sin las habilidades lingüísticas básicas para conocer y ahondar en la doctrina extranjera y en las revistas especializadas de la época, producidas en Francia, Italia y Alemania, países que lideraban la producción científico-jurídica de aquel entonces.

Lo que Antillón no logró aprender en la Facultad, lo encontró en los libros que compraba “desaforadamente” mientras combinaba sus estudios con una práctica en el Juzgado Segundo Civil de San José, donde el juez Ulises Odio se convirtió en su guía y contertulio, tanto de textos de jurisprudencia como de buena literatura. De él aprendió el oficio de juez, no solo en la teoría, sino también en la práctica, porque en poco tiempo le empezó a pasar casos para que él hiciera un borrador de la sentencia.

En ese mismo tiempo, otro estudiante trabajaba como escribiente en el Juzgado Tercero Civil. Se trataba de Gonzalo Retana, amigo de Antillón, y un apasionado por leer solo sentencias de casación. Otro tipo de lectura lo consideraba inútil e intrascendente, y así se lo hacía ver a Antillón cada vez que se lo encontraba leyendo alguna novela. A la vuelta de los años, Retana se convirtió en magistrado de la Corte y Antillón en docente de la Escuela de Ciencias Políticas, lugar donde ambos se reencontraron, solo que en una relación diferente: de profesor y estudiante.

“Hombre, qué curioso, ¿cómo estás por aquí?”. Me dice: “Bueno, con el tiempo yo aprendí que no solo las sentencias de casación había que leer”. Y me mostró que estaba leyendo Cien Años de Soledad de García Márquez. O sea, ya después él empezó a leer literatura, lo cual me pareció maravilloso, porque un juez cerrado, que no sabe nada de la literatura del mundo, tiene un horizonte completamente limitado y eso puede hacer mucho daño en el ejercicio de la judicatura”, enfatizó Antillón.

Luego de obtener su título universitario, Antillón se desempeñó por poco tiempo como juez y otros cargos judiciales, porque en 1962 fue llamado por Rogelio Sotela, decano de la Facultad de Derecho, para asumir la cátedra de Teoría del Estado, en sustitución de Alfonso Carro, quien fue nombrado como ministro de Trabajo por Francisco Orlich, electo ese año como presidente de la República.

“Con dos semanas de anticipación yo iba a dar una clase a estudiantes universitarios, era una grandísima irresponsabilidad. Hice lo que pude y estuve trabajando ese tiempo dando esa clase mientras seguía estando en los Tribunales. Ese era el panorama de la Facultad: un montón de profesores que no eran profesores, sino que eran unos señores a quienes habían llamado un poco a la carrera para encargarse de una materia. Eran jueces y abogados muy ocupados en sus cargos que tenían un ratito en las noches para medio preparar las clases. Eso era un desastre porque una universidad no es eso. La universidad tiene una cosa que es fundamental que es la vida académica y ahí no había ninguna vida académica”, criticó el jurista.

Antillón conoció la vida académica universitaria en todo su esplendor en la Universidad de Roma, donde realizó sus estudios de posgrado y trabajó como asistente de la cátedra de Derecho Procesal, gracias a una beca y a las recomendaciones que le extendieron don Fernando Baudrit Solera, presidente de la Corte Suprema de Justicia en ese momento, y algunos amigos de este. Fue ahí donde constató la importancia de que el cuerpo docente dedique la totalidad de su tiempo a la investigación científica y académica, época que la recuerda como “un despertar” para él.

“No es cierto que un buen profesional tiene que trabajar como abogado o como juez para aportar. No. Él aporta como académico y con ese aporte enriquece completamente lo que es el ejercicio de la judicatura o de la abogacía. El enriquecimiento de la abogacía y de la judicatura está en la academia. Si no hay academia, la judicatura y la abogacía son pobres, son deficientes. Es el teórico el que tiene la capacidad de develar los verdaderos problemas, el práctico les pasa por encima, no los ve. Por ejemplo, en Costa Rica hay una falta endémica de capacidad para hacer leyes. ¿Por qué razón? Por nuestra manía de creer que tenemos que producir jueces y abogados. ¿Los jueces y los abogados hacen leyes? Las aplican. Para hacerlas hay que tener la distancia, hay que tener la vista desde arriba, desde la teoría, la vista sobre la situación.”

Walter Antillón Montealegre, docente de la Facultad de Derecho

“Yo regresé de Italia con ese abejón en el buche, con esa gran preocupación, y me puse en contacto inmediatamente con Eduardo Ortiz, un decano de la Facultad muy recordado con toda razón. Eduardo también estuvo unos años antes que yo en Roma. Entonces, los dos conocimos los mismos maestros. Estuvimos en contacto por carta durante el tiempo que yo estaba allá y, entonces, estábamos muy coordinados. Así que, cuando regresé empezamos a pensar cómo hacer para cambiar la Facultad. Carlos José Gutiérrez, que era un poco mayor que nosotros, pero era de la gente joven, era muy receptivo en esto y se metió de lleno. Entonces, cuando él fue decano nos llevó a nosotros a la administración: Eduardo fue su vicedecano y yo su director de docencia”, recordó el profesor.

Desde esos puestos, Antillón y compañía lograron cambiar por completo el programa de estudios de la Facultad de Derecho y establecer convenios con los gobiernos de Francia e Italia y con sus principales universidades. Gracias a estas alianzas, estudiantes nacionales se especializaron en Europa, profesores italianos y franceses impartieron cursos en el país y la biblioteca de la Facultad se nutrió con la más actualizada doctrina de ambas naciones europeas, producto de una generosa donación de libros y de la suscripción a prestigiosas revistas.

“Todo eso cambió a la Facultad. Al cabo de un tiempo ya teníamos de vuelta a un montón de egresados nuestros, posgrados que venían ya contratados por la Universidad. […] Entonces, lo que nunca se había podido hacer porque faltaba plata, se hizo en pocos años y tuvimos 25, 30 tiempos completos, pagados por la Universidad y plata había, sí había la plata. ¿Dónde estaba? Simplemente la plata es la misma, usted la usa en una cosa o la usa en otra”, agregó.

Sin embargo, la reforma soñada por Antillón no duró mucho. La construcción de una vigorosa vida académica quedó truncada cuando los jóvenes becarios que regresaban con su posgrado de Europa se fueron yendo, uno a uno, luego de cumplir con su compromiso de servicio a la Universidad. Incluso, el mismo Antillón renunció a finales de los años setenta con la motivación de trabajar con el flamante Gobierno sandinista en Nicaragua, donde permaneció por ocho años.

“Yo no llegué a pelear en el Frente Sur porque en eso ya ganaron los sandinistas, pero yo estaba muy relacionado con lo que iba a ser la parte intelectual del Gobierno. Entonces, desde antes del triunfo sandinista ya veníamos trabajando en una especie de Constitución, que era una Constitución de dos cabezas: el Estatuto de Derechos de los Nicaragüenses y el Estatuto Fundamental, como quien dice la parte orgánica y la parte dogmática de la Constitución. Con eso empezó a funcionar el Gobierno de Nicaragua. Yo ya estaba muy involucrado con ellos, de modo que cuando triunfa el movimiento sandinista nos mandan a viajar. Yo viajé a Managua el día siguiente al triunfo, el día siguiente de la huida de Somoza y desde entonces me quedé allí”, rememoró.

Y se quedó allí con la plena certeza de que terminaría sus días sirviendo al Gobierno Sandinista y que sus buenos efectos en la sociedad se esparcirían por toda Centroamérica. Por eso renunció como profesor de la Universidad de Costa Rica y se deshizo de todo lo que lo ligaba al país. No obstante, a la vuelta de pocos años, vio cómo la Revolución fue traicionada desde dentro con el apoyo económico y armamentista de los Estados Unidos. A partir de entonces, ha visto cómo las diferencias sociales se han incrementado, así como la pobreza y la represión.

“En este momento, eso ya no es una Revolución, para nada, yo no veo por ninguna parte un desarrollo revolucionario, un desarrollo del pueblo de Nicaragua, veo a un pueblo mayoritariamente opositor oprimido por las armas y un ejercicio del poder absolutamente enloquecido. […] Es una vigilancia y una persecución contra todo el mundo, y las medidas son demenciales: a usted le quitan la nacionalidad y le quitan todos sus bienes y le quitan el ejercicio profesional. Es decir, son las medidas que Hitler toma apenas llega al poder contra los judíos: despojo de la nacionalidad, despojo de la profesión, prohibición de relacionarse con otras personas. Para mí es dolorosísimo porque yo participé en la gran ilusión de lo que sería, en mi criterio, el futuro de América Central, yo pensaba que una revolución socialista democrática podía cundir en América Central. ¡Claro! No contaba con que los gringos no iban a permitir nada semejante y tenían todos los recursos para impedirlo”, manifestó Antillón.

Primer plano de Walter Antillón Montealegre sentado de lado en un sillón, atrás se aprecia un …

Para Walter Antillón Montealegre el objetivo del desarrollo intectual es el servicio a la comunidad.

Foto: Laura Rodríguez Rodríguez.
La afinidad de este docente con las ideas comunistas comenzó desde temprana edad, cuando tomó conciencia de la injusticia que viven las sociedades dominadas por una oligarquía. Sus manifestaciones se convirtieron en un escándalo dentro de su conservadora familia, lo cual no fue obstáculo para que, años más tarde, ingresara al Partido Vanguardia Popular y se rozara con las figuras más emblemáticas de esta corriente política en el país.

A pesar de que sus ideales políticos los compartía con algunos compañeros de universidad, el movimiento estudiantil era muy pasivo y no asumía ninguna lucha como propia. De acuerdo con Antillón, esa característica obedecía a la fuerte represión que se vivió posterior a la Guerra Civil de 1948 y a la proscripción del Partido Comunista por cerca de 25 años. Sin embargo, la energía del estudiantado se acumuló y terminó por estallar en las manifestaciones contra el Proyecto de Ley de Alcoa, en 1970.

Para ese entonces, Antillón ya formaba parte del cuerpo docente de la Facultad. Según recuerda, la relación entre docentes y estudiantes era distante y poco democrática, a diferencia de lo hoy él mismo experimenta sus clases, donde sus alumnos lo tratan con suma confianza y le hablan de “vos”, a pesar de las siete décadas que los separan.

“Lo que yo le digo a los alumnos, en primer lugar, hay una cosa fundamental, que es consustancial con la academia, pero que nuestras organizaciones de enseñanza pasan de lejos, y es tener claro el objetivo. Para mí, desarrollarse intelectualmente, desarrollarse emocionalmente, tiene un objetivo que es servir. Si los alumnos aceptan que su objetivo en la vida es servir a la comunidad es muy fácil montar sobre esa ilusión, montar una buena academia. Pero si el objetivo es servirse a sí mismo, hacerse ricos, acumular cosas absurdas, no hay consejo que valga”, advirtió este docente que ya supera las seis décadas de impartir lecciones.

Desde su experiencia académica y su análisis social, Antillón considera que la Universidad debe ser más beligerante y volver a ser un poder en la sociedad costarricense con el fin de resguardar el Estado social y democrático de derecho ante las constantes arremetidas de los grupos interesados en la privatización de los servicios esenciales en detrimento de la mayoría de la población.

“En tiempos del comienzo de la Universidad, los Gobiernos consultaban a la Universidad sistemáticamente y, en Europa, los proyectos de ley son consultados a las universidades, el Parlamento espera que las universidades dictaminen para conocer el criterio. Eso, aquí, jamás. A la universidad pública se la ningunea. Es decir, esos traidores socialdemócratas de Costa Rica que permitieron la privatización de la enseñanza superior nos han hecho un daño espantoso porque se ha vulgarizado, la enseñanza superior se ha convertido en una parodia, en una caricatura”, se lamentó el jurista.

Luchador incansable por la justicia, Antillón reconoce que, como ser humano, ha sido injusto en muchos momentos de su vida y se arrepiente de ello. Sin embargo, no claudica en su batalla interna por vivir lo que predica, porque es un fiel convencido de que bien vale la pena luchar por la justicia en medio de un mundo injusto. Incluso, considera que el sufrimiento es un precio que se puede y se debe aceptar cuando se está del lado de la justicia y existe un compromiso de servir a la comunidad.

Salvar la universidad pública es salvar al país

“Estamos en un tiempo en el que la universidad pública va a la baja. Todo el mundo está de algún modo convencido o resignado que así tiene que ser y yo soy del parecer absolutamente contrario, porque esa baja de la universidad pública es la baja también del Estado de derecho, la baja del Estado de bienestar, es la entronización del neoliberalismo, prácticamente la pérdida de nuestros viejos, los pobres pequeños Estados nacionales. Se están perdiendo y esta gente lo que quiere es, incluso, suprimir los Estados porque son Estados fallidos, Estados obsoletos, Estados canallas, toda clase de cosas.

“La comunidad costarricense, como pueblo, tiene que reaccionar, tiene que seguir adelante. Hay que defender ese pequeño Estado mientras no viene lo que tendría que ser el ideal que sería un Estado mundial fundado democráticamente, en donde todos los pequeños Estados nacionales vean reconocidos sus derechos básicos.

“Nuestros Estados han sido sistemáticamente explotados y traicionados por el gran capital. Las intervenciones del capital siempre han sido para hacernos daño, nunca para mejorar. La prueba de ello es que hoy día estamos tan subdesarrollados como estuvimos hace 100 años, a pesar de todos los planes y todas las proclamas del capitalismo que hay que sacar del subdesarrollo… ¡mentira! No querían sacarnos del subdesarrollo, lo que querían era sacarnos los recursos y siguen en eso.

“El TLC arrasó con nuestras soberanías, nos quitó nuestra soberanía judicial, por ejemplo. Cualquier inversionista puede demandar al Estado costarricense en un panel internacional y eso, para Costa Rica, es la ruina, no solo porque los Estados, casi todos, siempre pierden los pleitos allí, sino porque esos pleitos caen en manos de una mafia abogadil “especialista” que cobra salvajemente. De modo que, ante esa perspectiva del Estado, se agacha ante los inversionistas, el inversionista le impone cualquier cosa. Eso no era así. En América Latina, hace más de cien años, se había ido estableciendo una medida muy buena que se llamaba la Teoría Calvo, la Doctrina Calvo. La Doctrina Calvo decía que el inversionista que llegaba a un país tenía que atenerse a la legislación de ese país y que, si no le gustaba, que no viniera. Eso pasó a las Constituciones, pero el TLC lo reformó, el TLC se llevó por delante esa barrera.”

Walter Antillón Montealegre, docente de la Facultad de Derecho

Fernando Montero Bolaños
Fernando Montero Bolaños
Periodista, Oficina de Comunicación Institucional
fernando.moxkgtnterobolanos  @ucricnw.ac.cr