Mientras escribía una investigación sobre el movimiento estudiantil a inicios de la década de 1970, un conocido profesor de Ciencia Políticas decidió entrevistar a algunas personas jóvenes, que militaban en esa agrupación de la Universidad de Costa Rica (UCR). Según relató él mismo, en su proceso investigación no se topó con mayores dificultades, salvo por una estudiante, que se negó a conversar con él, pues según ella, “la información recogida sería de utilidad para la C.I.A.”.
Las personas vinculadas a la UCR durante la segunda mitad del siglo XX recordarán que, suposiciones como estas, fueron enunciadas con mayor frecuencia de lo imaginado. Al negarse a participar en la entrevista, aquella joven hacía eco del vocabulario de la Guerra Fría, con el que, quienes militaban en distintas agrupaciones, identificaban a sus antagonistas políticos, ya fuera como “agentes rusos”, o como “agentes de la CIA”.
Esta pequeña sospecha tiene un marco histórico que no es menor. Con ella, puede explicarse un elemento crucial del inicio de la Guerra Fría en Costa Rica, que hace referencia a la transformación del campo intelectual del país, por entonces, circunscrito a su única universidad pública. Es así como la historia intelectual costarricense, la historia de la educación superior y la historia trasnacional de la Guerra Fría se estrechan para iluminar y complejizar el pasado de la UCR durante la segunda mitad del siglo XX.
Desde hace dos décadas, muchas investigaciones analizan las dinámicas intelectuales que implicaron la división ideológica del mundo entre 1945 y 1991, en una rama de trabajos conocidos como “la Guerra Fría cultural”. Estos estudios históricos profundizan la adscripción ideológica del campo intelectual y sus condicionantes materiales, tales como el financiamiento para a la cultura y las ideas, que la Unión Soviética y los Estados Unidos utilizaban en su batalla por ganar mentes y corazones.
Esos estudios insisten en que, durante la Guerra Fría, los dos imperios en disputa dieron tanta importancia a la carrera por el armamento nuclear, como aquel que buscó la hegemonía ideológica e intelectual. Al puntualizar en estas dinámicas, las investigaciones afirman que algunas instituciones de enseñanza funcionaron como verdaderas universidades de la Guerra Fría, pues no estuvieron al margen de las dinámicas ideológicas que implicó ese contexto.
Debido a que, para 1950 era reconocida como una de las más jóvenes y destacadas de Centroamérica, entre esas universidades estaba, naturalmente, la UCR. Por eso, la sospecha de la joven que le negó información a su profesor era tan frecuente en Costa Rica como en otras universidades latinoamericanas y en efecto, tenía un conocido sustento.
Desde finales de la década de 1960, renombradas investigaciones periodísticas informaron que, entre otras instituciones, la Fundación Ford recibía dinero del gobierno de los Estados Unidos y la CIA para el financiamiento de una agenda intelectual en todo el mundo, destinado a universidades, nuevas agendas de investigación e instituciones globales como el Congreso por la Libertad de la Cultura, que bajo las banderas de la democracia y la libertad cultural, capitalizaban estos conceptos como valores únicos de la política estadounidense.
En Costa Rica, este tipo financiamiento llegó primordialmente hasta la UCR. En 1954, un nutrido grupo de influyentes intelectuales de la UCR conformó el Comité Nacional del Congreso por la Libertad de la Cultura, que además de ser la institución intelectual de anticomunistas más destacada de la Guerra Fría a nivel mundial, propició la circulación de publicaciones de orientación antisoviética, como su propia revista, que podía ser leída en pocos lugares de Centroamérica entre los que figuraba la conocida Librería Universitaria en San José, Costa Rica, por entonces ubicada frente a la Embajada de los Estados Unidos.
En la misma década, con la intención de presentar las raíces de un preciado ejemplo democrático para los Estados Unidos, la Fundación Ford becó a un grupo de historiadores costarricenses para escribir una historia de Costa Rica desde su independencia, y otras becas permitieron el fortalecimiento de áreas como los Estudios Generales y el intercambio de estudiantes que aprendieron sobre el idioma y la cultura estadounidense. Programas de intercambio cultural similares trataron de conquistar a decenas de jóvenes de la UCR, que estudiaron carreras universitarias completas en la Unión Soviética como parte de esa propaganda cultural, aunque lo cierto es que esta no tuvo la misma relevancia, ni libertad de operación dentro del campus, debido al anticomunismo imperante en occidente.
Una de las áreas privilegiadas por la filantropía estadounidense fueron las Ciencias Sociales. Intentos más conocidos que otros como el Proyecto Camelot de 1963 o el Proyecto Marginalidad de 1967, en Chile, no fueron excepcionales. Desde 1968, la UCR recibió donaciones de la Fundación Ford para la creación de programas de investigación que impactaron en el desarrollo y la modernización de las disciplinas sociales.
Decenas de publicaciones mapearon regiones y estratos empobrecidos del país. Otras se dedicaron al estudio y divulgación de métodos de planificación familiar y esterilización femenina y muchas más estudiaron la sexualidad, la fecundidad y la migración interna. Estos grupos de investigación, compuestos por profesionales en psicología, sociología y demografía de Costa Rica y los Estados Unidos, contribuyeron a una agenda de trabajo de alto interés para la seguridad nacional estadounidense durante la Guerra Fría, que, a través del conocimiento de la sociedad, permitiría detener procesos de radicalización política.
Para 1970, el profesor al que aquella estudiante identificaba como un “agente de la CIA” era Óscar Arias Sánchez, que más tarde se convertiría en una de las figuras más relevantes y controvertidas de la política costarricense. Así, aunque no existe evidencia para afirmar que él pusiera su información a disposición de la CIA, sus conclusiones posiblemente no resultaron incómodas para quienes estaban identificados con la política estadounidense durante ese momento de la Guerra Fría y su estudio se ubica al lado de muchos, influenciados por el imperialismo cultural dominante en esa época, al que otros resistían.
Así, en su intento por definir a este sector universitario que empezaba a protagonizar focos de agitación dentro y fuera del campus, el mismo profesor, que por entonces tenía treinta años, identificó solamente a dos sectores del movimiento estudiantil: un grupo “predominantemente de centro y derecha” y otro “activista y minoritario”, que, de manera opuesta, era de “izquierda y de extrema izquierda”.
Aunque son representativas de cómo se vivió la Guerra Fría en la UCR, valoraciones bipolares como las del profesor y su estudiante no se apegaban a ese complejo contexto, pues el escenario político tenía más aristas. Profundizar en estas valoraciones, sin embargo, sí permite mirar la dimensión geopolítica que el mundo universitario y sus intelectuales durante la segunda mitad del siglo XX, pues estos se convirtieron en actores de primer orden en una lucha ideológica que colocó a la UCR entre dos imperios.
A partir de 1970, la radicalización estudiantil en la UCR propició el cuestionamiento sistemático a la filantropía estadounidense, aunque para entonces, a esta le quedaba tanta vida como a la Guerra Fría. Fue así como, la intelectualidad experimentó un doble asedio dentro del campus: el de sus opositores más jóvenes y el de quienes buscaban su adscripción y fidelidad ideológica.
* Este texto sintetiza ideas planteadas en: Randall Chaves Zamora, Intelectuales bajo asedio: la Guerra Fría cultural y la Fundación Ford en la Universidad de Costa Rica (1954-1975)”. En Imperios, agentes y revoluciones: la larga Guerra Fría en Costa Rica, ed. por David Díaz Arias, 189-219. San José: Centro de Investigaciones Históricas de América Central, 2022.
** Investigador del Centro de Investigaciones Históricas de América Central (CIHAC) y docente de la Escuela de Historia. Correo: randall.chaveszamora@ucr.ac.cr
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