Jorge Enrique Romero Pérez no se cansa de redactar libros. Ahora está escribiendo uno sobre contratos públicos porque recientemente se publicó el reglamento de la nueva ley sobre ese tema.
Foto: Anel Kenjekeeva.Quizás por su temprana afición a la lectura que lo ha llevado a poseer una biblioteca que supera los 140 000 libros (sí, todo un edificio lleno de toda clase de títulos) y su capacidad de devorar cuanto texto cae en sus manos, Jorge Enrique Romero Pérez siempre consideró de vital importancia poner por escrito los cursos que impartió en la Facultad de Derecho de la UCR y publicarlos como libros. Así, sus estudiantes nunca tuvieron que recurrir a textos escritos para otras latitudes, sino que conocieron directamente la legislación costarricense y su aplicación, gracias a las obras de su profesor.
Las limitaciones económicas que experimentó desde muy niño nunca fueron impedimento para incrementar su biblioteca, una colección que inició desde sus ocho años y que es uno de sus tesoros más preciados. Pero no solo de libros consistió su infancia y juventud, también se dedicó a perfeccionar su posición de defensa en las mejengas de su barrio y, cuando se le pasaba algún balón, confiaba en la capacidad del portero de su equipo: Luis Garita Bonilla, sin sospechar que la vida los pondría a “jugar” de nuevo, muchos años más tarde, como decano y rector de la Universidad de Costa Rica, respectivamente.
Esa amistad forjada desde temprana edad le pegó una salvada a Romero durante su gestión como decano de la Facultad de Derecho, cuando cientos de estudiantes se manifestaron en su despacho a exigir la construcción de una escalera de emergencia para el edificio de la Facultad, luego de que una serie de fuertes temblores azotaron al país a finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado.
“Yo no puedo hacer la escalera -les dije- pero el rector sí. Vámonos a la Rectoría y se lo decimos al rector. […] Pero él decidió no salir porque el tumulto resultaba peligroso. Entonces le dejé dicho que llegara a la Facultad de Derecho, que cuidado no llegaba porque la torta se le podía hacer más grande. Y sí llegó. Le expusimos la necesidad, se comprometió a construir la escalera y a los tres meses ya estaba hecha.”
Ese camino de tocar la puerta a las autoridades para mejorar las condiciones de trabajo y estudio no era nada nuevo para Romero. Como estudiante universitario, le tocó ser parte del directorio de la Federación de Estudiantes de la UCR (Feucr) justo en 1970, año emblemático de la lucha estudiantil contra el establecimiento en el país de la empresa Aluminium Company of America (Alcoa) y en la que la Feucr jugó un papel decisivo y, más aún Romero, quien asumió las riendas de la Federación ante la ausencia del presidente, quien, por motivos desconocidos, no compartió la lucha.
“Entonces, a mí me tocó ser el principal dirigente de todas esas batallas, sintiendo el apoyo de sindicatos, de cooperativistas, de mujeres, de colegiales. La mayoría de los colegios del área metropolitana llegaron a apoyarnos. Pero también llegaron de Heredia, de Alajuela y de San Isidro de El General. Tantos eran los colegios que me pidieron que los coordinara, porque ellos no sabían nada de coordinación. Entonces, yo, siendo el presidente en ejercicio de la Federación, iba a coordinarlos, a decirles cómo se podían organizar, por dónde debían ir, quiénes hablaban, quiénes no. A mí me tocó esa tarea porque ya en la Federación había otros compañeros muy preparados en las luchas estudiantiles que también colaboraron a nivel de la Federación en la organización de esas jornadas”, rememoró entusiasmado Romero.
Y como ha sido su costumbre, escribió un libro acerca de esa experiencia: Las jornadas de Alcoa, el único libro-testimonio de algún dirigente estudiantil de esa época, según su autor. Romero confiesa que, cada vez que habla de este tema, resucita su interés de volver a publicar el texto porque considera que puede ser de interés para el movimiento estudiantil actual, así como para profesionales que deseen estudiar esa coyuntura histórica. Sin embargo, reconoce que a sus casi 80 años le faltan las fuerzas para emprender un proyecto de tal envergadura. Aún así, con una mirada ilusionada, asegura que lo hará antes de morir.
¡Y vaya empujón que recibió! Porque la beca la aprovechó al máximo en sus estudios de Derecho y, como la carrera la impartían en el edificio de Ciencias Económicas, decidió estudiar también Economía y, poco tiempo después, la flamante carrera de Sociología. Pero el impulso fue más allá y Romero viajó a especializarse a España, desde donde se trajo el doctorado en Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, gracias a una beca que le otorgó la UCR.
De sus primeros días en la Universidad, lo que mejor recuerda es el estado de alerta con el que ingresaba y salía del campus para evitar que estudiantes de años superiores lo raparan a la fuerza, una extraña costumbre de “bienvenida” a quienes ingresaban por primera vez a la U, la cual hoy se condenaría como una manifestación de bullying o matonismo cuasi delictiva. Sin embargo, Romero logró escaparse de aquel rito de iniciación y conservar su cabellera, no sin tener que correr por ella en más de una ocasión.
Su interés por cultivarse en tres disciplinas de las Ciencias Sociales surgió desde muy niño, cuando la curiosidad por la forma en la que se organiza una sociedad en democracia tocó su puerta. Al ingresar al colegio se enamoró de Cívica, una materia que le resultó apasionante y, como era de esperar, fue el mejor de su clase.
Jorge Enrique Romero, profesor emérito de la Facultad de Derecho
Mientras que de Láscaris recuerda el excelente uso del humor durante sus exposiciones magistrales, de Olarte rescata su rigurosidad y seriedad, y de Bozolli, su constante estímulo al estudio y su destacada capacidad de establecer interesantísimas conversaciones durante los recreos. La característica en común de este trío, era su alto sentido de humanidad y el cariño y el respeto que manifestaban por sus estudiantes.
Esa impronta la reprodujo Romero cuando le tocó asumir el rol de docente, una actividad que desarrolló durante 45 años y que empezó con el curso Derecho Administrativo. Como suele suceder, aquella “primera vez” estuvo cargada de emociones contradictorias: por un lado no cabía de la felicidad y, por otro, se sentía asustado e impresionado por el nivel de conocimiento que tenían algunos estudiantes.
“Yo tenía que estar preparando las clases continuamente porque esos tres o cuatro estudiantes muy buenos me obligaban a que yo tenía que estar sobre la jugada, porque si me preguntaban algo me podía poner en evidencia que era ignorante, que estaba haciendo el ridículo. Entonces me propuse que eso no me iba a pasar y la única manera era estudiar, estudiar y estudiar, y escribir y publicar”, reconoció el profesor emérito de la Facultad de Derecho.
Así fue como comenzó su hábito de escribir un libro por cada materia impartida. Inició publicando artículos en la Revista de Ciencias Jurídicas y luego editó sus propios libros, en tiempos en los que no se contaba con tantas facilidades para publicar. Años más tarde, y gracias a su constancia e interés, se hizo cargo de la dirección de esta revista especializada, la cual desempeñó hasta hace pocos años, cuando la publicación dejó de imprimirse y solo se mantuvo su versión digital.
“Cada profesor que daba una materia era experto en esa materia y escribía. Entonces era el escrito de un experto, así la revista siempre tuvo un gran nivel y un gran reconocimiento en toda América Latina. Cada vez que iba a algún congreso fuera del país, toda la gente la conocía y hablada muy bien de ella. Yo fortalecí la política de don Eduardo Ortiz de enviar ejemplares al extranjero. Fue así como llegó a toda América Latina, España y Portugal. […] Ahora todas las revistas de la Universidad se envían al exterior por correo electrónico y se reciben por ese mismo medio. Ya no hay revistas físicas”, lamentó este hombre que, si bien agradece poder acceder a artículos sumamente actuales desde su celular, también extraña la textura del papel pasando por sus dedos.
Pero, aunque un profesor se desviva por entregar lo mejor de sí a su clase, siempre habrá algún estudiante disconforme. Así le sucedió a Romero. En una ocasión, un alumno se paró en medio del aula y le dijo: “mire profesor, no me gustan sus clases, me parece que son malas, que usted no lee, que no estudia, que no publica…”. Ante estas afirmaciones, Romero se refugió en el sabio consejo de su abuela, quien siempre le insistió en la importancia de respetar y escuchar a todas las personas, a pesar de que estas no lo trataran de la misma manera.
Entonces Romero guardó silencio tratando de digerir aquellos “pescozones a la mente y al corazón”. Luego, se dirigió al estudiante con profundo respeto y le aseguró que revisaría su proceder para corregir cualquier falla que estuviera cometiendo como docente. Una vez terminada la clase, el estudiante buscó a Romero para disculparse y reconocer su equivocación. Todo obedecía a una mala calificación que había recibido en el curso, pero que, con la guía de Romero, supo reponer oportunamente y aprobar la materia.
Como decano, a Romero le tocó apagar varios incendios como el de la escalera de emergencia. De los conflictos connaturales a la dinámica de una facultad universitaria, en algunos salió “bien parado”, pero en otros no. Lo que sí procuró durante toda su gestión fue que se impartieran todos los cursos y estuvieran a cargo de los profesores más capacitados. Además, hacía una constante fiscalización para asegurarse de que todos los docentes cumplieran con su horario de trabajo. Paralelo a estos esfuerzos, siempre se ocupó de que la biblioteca tuviera una buena cantidad de libros y brindara un buen servicio a los estudiantes, aparte de estimular constantemente al profesorado a escribir su propio libro de texto para los cursos que brindaban.
Pasadas las décadas, ahora Romero considera esas acciones como pequeñas y hasta insignificantes, sin embargo, al igual que un hijo le agradece a sus progenitores haberlo alimentado, a pesar de no recordar el menú de cada día, hoy, miles de profesionales en Derecho son lo que son gracias a esos esfuerzos constantes, pero a veces invisibles, de una Facultad que siempre se ha preocupado por contar con los mejores recursos humanos y materiales para sus estudiantes.