Alí Víquez Jiménez es profesor catedrático de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura, posee una maestría académica en Literatura Hispanoamericana y fue el ganador del Premio Nacional Aquileo J. Echeverría en novela del año 2015.
Foto: Laura Rodríguez Rodríguez.Sirviéndose del descontento generalizado de una parte importante de la población costarricense ante los abusos tradicionales de la clase política, Rodrigo Chaves se convirtió en presidente de la República. No capturó votantes por medio de propuestas: resultaba patente y lamentable para los observadores críticos, que se lanzó a la presidencia sin contar con un programa de gobierno medianamente sólido. Ni siquiera tenía partido: tenía un taxi, como lo han admitido sin rubor los miembros parlamentarios de su gobierno, que ahora pretenden bajarse del taxi que los llevó al poder, pero, eso sí, llevándose los asientos.
Tales vacíos importaron poco para hacerse con el Ejecutivo, puesto que el voto que obtuvo Chaves estaba mucho más motivado por el enojo de los votantes que por la reflexión racional que estos pudieran realizar. Chaves consiguió pasar a la segunda ronda de las elecciones haciéndose ver como el candidato que estaba más enojado con los políticos tradicionales. Le favoreció el apoyo de Pilar Cisneros como candidata a una diputación, una periodista que durante muchos años se mostró dos veces diarias en la televisión abierta, y con alguna regularidad estaba furiosa ante los desmanes y las corruptelas cotidianas de los políticos. Ella, mucho más conocida que él, pero inhabilitada para aspirar a la presidencia por sus orígenes peruanos, lo catapultó.
Luego, a Chaves le tocó disputar la presidencia, en esa segunda ronda, con quien más desvergonzadamente representaba los vicios por los cuales mucha gente estaba justificadamente iracunda: José María Figueres Olsen, el político que, tras años de ausencia, regresó al país cuando habían prescrito los delitos por los que se le hubiera podido acusar, para aspirar tan campante a la presidencia de la República, como si nada hubiera pasado. Pero mucha gente no lo había olvidado: todos recordamos el incidente grabado y viralizado en el que una señora en el mercado central le cantó airadamente las cuatro verdades a un José María Figueres Olsen que pretendió que bastaba con dejar pasar el tiempo y soltar unas cuantas lagrimitas para que su fama de corrupto se disipara.
Así pues, Chaves ganó porque mucha gente estaba enojada. Y, como él sabe que gran parte de su capital político se basa en ese enojo, hace todo lo que puede para cultivarlo, incluso ahora que se expresa siendo presidente de la República. Cada vez que abre la boca, Chaves se muestra, si no ya disgustado, cerca de estarlo: la expresión severa de su rostro, donde no aflora la sonrisa, a menos que sea sardónica, así lo demuestra. Quien lo escucha y lo ve solo tiene que esperar: el enojo o su versión tangencial, el desprecio, van a irrumpir.
Como causas del enojo o el desprecio, el presidente prefiere apuntarles a personas. Siempre hay culpables. Chaves no habla si no tiene en mente el agredir a alguien: en su discurso la existencia de algún pérfido enemigo contra el cual manifestar furia es tan fundamental que, sin él, no habría discurso. De este modo, Chaves consigue seguir capitalizando el sentimiento que lo llevó a la presidencia, y de paso le escurre el bulto a lo que es una de las diferencias fundamentales entre la posición de un candidato y la posición de un gobernante: el candidato se la puede pasar criticando; en cambio, el gobernante está ahí para resolver. Chaves da la impresión de confiar en que la gente no le cobrará su falta de eficacia a la hora de resolver, siempre y cuando la sepa mantener furiosa contra los enemigos que él les ofrece cotidianamente, los “verdaderos culpables” de que todo esté mal. Tenemos un presidente al cual parece no preocuparle que algo ande mal, siempre y cuando pueda culpabilizar a alguien más por ello y lograr que la gente se enoje junto a él y en contra de ese alguien.
Esta estrategia de Chaves no puede ser más perjudicial para el país. En primer lugar, no tiene como objetivo una mejoría en la calidad de vida de los costarricenses, sino la perpetuación de la popularidad del presidente. Menos que una mejoría real, Chaves entrega a su público una justificación para continuar iracundo, ahora a coro con el presidente de la República. Estamos ante una postura perversa, que recuerda a aquel pasaje de La vida es sueño, donde Calderón de la Barca afirma que el gusto de quejarse es tanto que “…a trueco de quejarse, habían las desdichas de buscarse”. Pareciera que Chaves prefiere darle a la gente el placer de seguir furiosa antes que soluciones a los problemas concretos. La pregunta aquí es hasta cuándo la popularidad del presidente saldrá airosa con este proceder: la última encuesta del CIEP-UCR muestra que ya se está debilitando.
La estrategia de Chaves es perjudicial para el país, en segundo lugar, porque la ira es una emoción que riñe con la conducta racional, la cual es imprescindible para llegar a resultados positivos. Quien está furioso no oye razones y rara vez acierta. Es aquí donde hemos caído en desgracia las universidades públicas en la relación con el presidente. Nuestras visiones de mundo, nuestras propuestas, nuestros debates y hasta nuestra muy necesaria autocrítica se plantean racionalmente. Todo el acervo de conocimientos en que el país ha invertido por muchos años y que se encuentra en las universidades públicas es olímpicamente despreciado por un presidente que, número uno, cree saber todo lo que debe saber para gobernar; número dos, piensa que obtiene réditos en su popularidad cultivando la irracionalidad de la furia; número tres, ha decidido señalar a las propias universidades como uno de los enemigos merecedores de la ira propia y de sus seguidores.
Para alguien que ha obtenido el poder político sobre la base de una reacción visceral como el enojo, es importante desautorizar a los adversarios racionales. Sin pretender que estos se hallan únicamente dentro de las universidades, es un hecho que la educación incrementa las posibilidades de ejercitar el raciocinio y favorece el desapasionamiento para procurar soluciones razonadas. Los universitarios no podemos gustarle. Chaves prefiere invisibilizar el aporte de muchos años de las universidades al desarrollo integral del país y decide sumarnos a la lista numerosa de los enemigos que combate.
Como su estrategia parte de azuzar a quien lo escucha para que se enoje junto con él, Chaves no necesita esgrimir argumentos válidos. Le basta con lanzar afirmaciones insidiosas, sobre las cuales solo le importa que acreciente la hostilidad. Para muestra, un botón: pocas aseveraciones son tan infundadas como la de que la universidad pública costarricense vive de espaldas al agro, aseveración vertida hace unos meses por el presidente Chaves. El propio rector de la Universidad de Costa Rica le demostró en una respuesta posterior la falsedad de lo dicho, con datos duros, no con opiniones. Pero eso a Chaves no le importa: él solo lanzó la afirmación de que el rector jamás había sembrado una mata de culantro y con esto le bastó para cumplir su propósito, que está muy lejos de querer dar lugar a un debate racional. La puerilidad del planteamiento de Chaves es notoria: que el rector haya o no haya sembrado culantro con sus propias manos no tiene la menor relevancia.
Para Chaves es suficiente la afirmación altisonante y pendenciera. Esa es su forma de desviar la atención sobre el hecho de que su gobierno no ofrece soluciones viables en el complejo marco de la institucionalidad costarricense: culpar a otros sectores. Detrás de alguien tan enojado como Chaves, se esconde el temor de que las universidades, y el sector intelectual del país en general, descubran cada vez más ante el resto de la población que él no se postuló para repartir insultos, sino para aportar soluciones. Esas soluciones no son nada sencillas; al contrario, requieren de muchísimo esfuerzo inteligente y, por eso mismo, renunciar a la discusión racional y sustituirla por la rabieta, solo puede producir malos resultados.
Ojalá el presidente sea capaz de recapacitar. Nuestra obligación como universitarios es recordarle que, aunque a él le pese, la racionalidad debe ser el principio fundamental del quehacer político.
“Poniendo los puntos sobre las íes” es una sección del proyecto Esta palabra es mía, un espacio de divulgación lingüística y literaria.
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