Con motivo de los 50 años del golpe de Estado en Chile, el Gobierno de ese país le entregó una medalla conmemorativa a la Universidad de Costa Rica por ser una de las instituciones costarricenses que acogieron a chilenos y chilenas en el periodo de exilio forzado y, de esta manera, generar una oportunidad para su desarrollo profesional, académico y personal. Foto: Embajada de Chile.
“No hay mal que por bien no venga”...
...o para quienes son creyentes: “Dios escribe recto en las líneas torcidas de nuestra existencia”.
El golpe de Estado que derrocó al presidente chileno Salvador Allende en 1973 pisoteó los derechos fundamentales de muchísimas personas y el régimen que se instauró persiguió a cuanta persona creyera como enemiga. Fue así como no pocos docentes universitarios se quedaron sin trabajo de la noche a la mañana y, quienes se dedicaban a generar más oportunidades para la educación en zonas rurales, fueron asociados con ideas de izquierda, una mala palabra para las nuevas autoridades, motivo suficiente para ser encarcelado, en el mejor de los casos.
Esa situación obligó a gran cantidad de intelectuales, pensadores, artistas y personas dedicadas a la academia y a la investigación a emigrar fuera de Chile. A pesar de que las redes sociales como hoy se conocen estaban muy lejos de existir, Costa Rica se convirtió rápidamente en tendencia entre las familias que se vieron forzadas a huir, por ser un país sin ejército, con estabilidad política y buenas condiciones sociales.
Tan pronto comenzó el exilio, la Universidad de Costa Rica abrió sus puertas a la comunidad desplazada en lo que pronto se convirtió en una simbiosis de mutuo beneficio: por un lado, quienes recién llegaban “con una mano atrás y otra adelante” lograron estabilidad laboral de forma inmediata y permanente y, por otra, la Universidad dio un salto cualitativo en la docencia y en la investigación en muchas disciplinas, gracias a la incorporación de personas con alta formación académica y amplia experiencia en sus áreas de conocimiento.
Uno de ellos es el filósofo y escritor Helio Gallardo Martínez, quien pronto se jubilará, luego de cinco décadas completas de ejercer la docencia y de estimular el pensamiento crítico en sus estudiantes. Al igual que la mayoría de sus coterráneos, Gallardo tuvo que salir apresuradamente de su país luego de que los militares cerraran la universidad en la que trabajaba al sur de Chile, vaciaran su cuenta de ahorros, lo encarcelaran por algunos días sin ninguna justificación y le dijeran a su padre que no podían garantizar la vida de su hijo, lo cual se interpretaba como una sentencia de muerte.
Fue así como, primero, se trasladó a la capital, pensando que ahí pasaría desapercibido. Sin embargo, al notar el miedo imperante en su círculo más cercano de amistades, decidió trasladarse a México, donde ya había una buena cantidad de migrantes chilenos. Gracias al apoyo económico de algunos conocidos, reunió el dinero para viajar primero a Costa Rica y, posteriormente, a México. No obstante, decidió no llegar hasta su destino final porque en el país centroamericano encontró las condiciones sociales con las que muchos soñaron con Allende en Chile.
Ya en suelo nacional, por poco tiempo se dedicó a vender libros y a cuidar casas de familias amigas, porque la Universidad de Costa Rica lo contrató como profesor en 1974, gracias a la intervención de los llamados “chilenoides”, entre los que destaca al escritor Isaac Felipe Azofeifa, quien había estudiado en Chile y guardaba un gran aprecio por el país suramericano y su gente.
“Al inicio se organizaron algunas reuniones a las que llegábamos unos 25 o 30 profesores chilenos que había contratado la Universidad de Costa Rica, la mayoría varones. Recuerdo que tomamos el acuerdo de no aspirar a ningún cargo porque ya era suficiente con que la Universidad nos diera trabajo. Pero muchos no cumplieron su palabra y, tan pronto terminó la reunión, salieron a postularse a puestos de dirección”, recuerda Gallardo entre risas.
La estabilidad que Gallardo encontró en Costa Rica sepultó sus intenciones de retornar clandestinamente a Chile y, poco a poco, fue arraigando su corazón a la nueva tierra que lo recibió. Su corazón rebosa de agradecimiento al recordar la generosidad de la UCR y sus autoridades, quienes siempre cuidaron de suplirle trabajo a él y a sus compatriotas exiliados. “Lo que más se puede resaltar es el agradecimiento de la recepción y el hecho de que para el 74 ya estábamos todos trabajando acá, cosa que en Chile no lo hubiéramos conseguido”, recalcó el escritor.
Gallardo y su entonces esposa, Lilian Arriagada Morales, contribuyeron con la academia en el Centro Regional de San Ramón de la UCR (actual Sede de Occidente), al igual que Enrique Margery Peña y su esposa, Mafalda Bertoglia Richards, quienes lo hicieron desde la investigación de lenguas originarias costarricenses y la enseñanza de lenguas modernas, respectivamente. A estas dos parejas chilenas las recuerda muy bien Luis Fernando Arias Acuña, director del Centro Regional de San Ramón de la UCR entre 1973 y 1977.
“Llegar a San Ramón en aquella época era toda una epopeya, se tardaba muchísimo. Esa circunstancia, junto con la escasez de recursos, no convencía a la gente del Valle Central a trabajar en el Centro Regional. La mayoría éramos muy jóvenes y nos faltaba experiencia. Así que la llegada de los chilenos la vimos con muy buenos ojos, porque nos abría la oportunidad de consolidar y mejorar académicamente en un Centro Regional que estaba dando sus primeros pasos”, recordó Arias.
Y así fue. Helio, Lilian, Enrique y Mafalda invirtieron alma, vida y corazón en el incipiente proyecto de regionalización universitaria que había iniciado la Universidad de Costa Rica tan solo cinco años antes del golpe de Estado en Chile. A falta de una estructura y una normativa que definiera con claridad los objetivos de lo que posteriormente se llamó Centro Universitario de San Ramón, Arias tuvo en las dos parejas chilenas una asesoría de altísimo nivel para darle un norte a la primera sede regional de la UCR, en vista de que ambas ya contaban con amplia experiencia académica y de investigación en universidades chilenas de gran trayectoria.
“Nombré a Enrique Margery como coordinador de investigación porque esa era su pasión y tenía mucha experiencia de esa índole en el campo de la filología y la lingüística. Se interesó mucho en las lenguas originarias amerindias y creo que es la persona que más ha incursionado en ese campo, junto con Adolfo Constenla. Ambos hicieron de su quehacer un campo fenomenal, de crecimiento intelectual y una ayuda de conocimiento para el país de lo que son los ancestros filológicos de la gente originaria de Costa Rica”, resaltó el exdirector de la actual Sede de Occidente de la UCR.
La actividad también sirvió para inaugurar una exposición del pintor chileno Julio Escámez, quien también vivió su exilio en Costa Rica. De acuerdo con el Departamento de Recursos Humanos, 50 personas de origen chileno han laborado para 35 distintas unidades dentro de la Universidad de Costa Rica desde 1997. Este número podría ser mayor si se incluyen a las personas que salieron del sistema antes de ese año. Foto: Embajada de Chile.
Años más tarde y sin abandonar la docencia y la investigación, ambas parejas se trasladaron a ejercer otros cargos en la sede Rodrigo Facio de la UCR, donde coincidieron con otros exiliados chilenos, ya fuera como colegas o como estudiantes. Este fue el caso de Ximena del Río Urrutia, una chilena que arribó al país a sus 13 años, pocos meses antes del asalto al Palacio de La Moneda en Santiago de Chile en 1973.
“Conocí a la gente chilena que llegó con el exilio hasta que entré a la U en el 76. Ahí conocí a Helio Gallardo y tuve profesores como Enrique Margery y Gastón Gainza, entre otros. Pero vino gente no solo de Letras, sino también de Ciencias Sociales, de Salud Pública, de Biología, de Teatro, de Danza. La mayoría de ellos ya eran profesores universitarios que les vino muy bien ser contratados por la Universidad de Costa Rica y por la Universidad Nacional porque pudieron continuar desempeñándose en la academia. Prácticamente, en todas las áreas hay algún chileno de los setenta detrás que impulsó, que abrió y que tuvo un efecto positivo en la gente”, subrayó del Río.
La hoy profesora jubilada de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura considera que el cálido recibimiento que Costa Rica le dio a la comunidad chilena exiliada obedeció a una larga y positiva relación entre ambos países, vínculo que se ha mantenido en el tiempo y que ha permitido la llegada de nuevas generaciones de docentes a lo largo de cinco décadas, como el caso de Adrián Vergara Heidke, quien se radicó en el país por razones familiares entrado el siglo XXI y ahora se desempeña como docente de la Escuela de Filología, Lingüística y Literatura e investigador del Instituto de Investigaciones Lingüísticas.
Para Vergara, la huella que han dejado sus compatriotas en la Universidad de Costa Rica le ha permitido gozar de un excelente recibimiento y acogida por parte de la comunidad nacional y universitaria. Sin embargo, también es consciente de la responsabilidad que ello implica al tener que honrar el legado de sus antecesores y verse en ellos como en un espejo.
“Eso lo obliga a uno a seguir los mismos pasos, a exigirse y a entregar. Algo que ellos hicieron, y que considero muy importante, fue entregar las cosas a Costa Rica: su conocimiento, su experiencia, su trabajo, no en una visión egoísta de aprovecharse personalmente de la oportunidad, sino de entregarse a la universidad, a los colegas, a los estudiantes y al país. Esa fue la medida que dejaron para quienes llegamos después”, enfatizó el investigador.
De aquel grupo inicial, Vergara resalta su pensamiento crítico, su energía y su proactividad en la generación de conocimiento y en la ejecución de proyectos novedosos. De acuerdo con el docente, estas características nutrieron y reforzaron el papel social y académico de la Universidad de Costa Rica.
Esa entrega total es la que María Bonilla Picado, exdirectora de la Escuela de Artes Dramáticas, recuerda de Sara Astica, actriz chilena de gran trayectoria que laboró como docente en esa misma Escuela. De ella, resalta que su talento siempre lo acompañaba con muchísimo trabajo, con una férrea disciplina y con un respeto absoluto al trabajo de actores, directores y diseñadores en el escenario, cosas que solo se pueden transmitir a los estudiantes mediante el ejemplo, con una práctica constante en cada ensayo, en cada clase, en cada función, en cada temporada.
“Era una mujer de una ética muy sólida y con una convicción ideológica, política y social importante. Ella entendía que hacíamos teatro también para comunicarnos, para expresar nuestras dudas sobre las cosas que estábamos viviendo, para rescatar hechos históricos, para denunciar problemáticas sociales y eso se lo transmitió y se lo aportó a los estudiantes, a sus compañeros y colegas”, apuntó Bonilla.
Y así como los casos aquí reseñados de Gallardo, Margery, Arriagada, Bertoglia, del Río, Vergara y Astica, existen muchísimos más que han dejado una huella profunda, más que en la academia y en la investigación, en el corazón de quienes tuvieron la suerte de conocerlos, porque más allá de generar conocimiento, se dedicaron a sembrar vida, con lo que sí dieron un golpe definitivo, pero un golpe a la muerte que en algún momento los asedió.