Frente al dolor más profundo, al horror, a la tristeza y a la rabia, la tendencia es solicitar respuestas a los/las expertos/as. ¿Quién es el responsable, dónde está la causa, qué se pueda hacer para aliviarlo?
El homicidio de Manfred Varberena Novoa, de 23 años, y el de Marco Calzada Valverde, de 19 años, nos llena de dolor, nos golpea, por ellos, por los que quedan (sus padres, hermanos y hermanas, sus amigos, sus vínculos), por sus vidas e ilusiones perdidas, por el carácter irreemplazable de cada uno de los jóvenes y por la sociedad en su conjunto.
Si sentimos indignación y dolor es porque esas muertes nos tocan, nos atraviesan. Nada justifica la crueldad, la violencia extrema. La violencia no es solo un acto, es también una atmósfera, un aire irrespirable. Y esta avanza en extensión, radicalidad y crueldad hacia sujetos y colectivos. Entre ellos, los y las jóvenes.
Estos actos brutales nos llevan a repensarnos, porque ningún cuerpo muerto se reduce a una imagen mediática televisiva. La muerte y sus heridas son reales, generan dolor a quienes las padecen. El lugar que se asume como investigadores/as ante estas situaciones devastadoras no es una cuestión ética menor. No escribo estas líneas desde un lugar de experta, a pesar de que así se define este espacio: “Voz experta”. Lo hago como investigadora en temas de violencias, jóvenes, subjetividades, duelos y desde el ejercicio en la práctica del psicoanálisis, ambas hace ya más de tres décadas.
En la horrorosa situación de la muerte de jóvenes, hay una multiplicidad de variables intervinientes que no debemos, en absoluto, banalizar.
Dicho esto, quisiera introducir algunas preguntas, incómodas, perturbadoras. No pretendo obtener respuestas, sino labrar mi pensamiento, como el movimiento de la pala, que remueve, excava con cuidado y hace agujeros para que algo nazca.
¿Por qué tantos jóvenes mueren de violencia? ¿Cómo desenmarañar las múltiples cuestiones que allí intervienen? ¿Dónde alojar sus subjetividades? ¿Qué puede llevar a un adolescente o joven a matar a otro?
¿Es posible que algunas vidas de jóvenes se consideren "llorables" y otras no? ¿Se inmiscuyen diferencias de nacionalidades, clase, raza o género a la hora del acto del duelo?
O será acaso, como plantea Judith Butler, que “las poblaciones se dividen demasiado a menudo, entre aquellas cuyas vidas son dignas de protegerse a cualquier precio y aquellas cuyas vidas se consideran prescindibles” (Butler, 2021, p. 42).
No faltan los estudios que conciben a los y las jóvenes desde una ausencia total de interrelación entre ellos como sujetos y el lazo social que habitan y les habita, estudios que los patologizan, diagnostican y criminalizan, que los invisibilizan en su condición de sujetos, que ocultan que el estatuto de la construcción de la subjetividad de muchos/as jóvenes los lleva a vivir en los márgenes de referentes socioinstitucionales y en precarios horizontes de futuro.
Hoy, atravesamos tiempos de exclusiones, de dramáticas desigualdades, de naufragios y pueblos a la deriva, en una contemporaneidad en la que el rechazo a las diferencias muestra su costado más duro; época en la cual las segregaciones son el emergente del naufragio mismo de la civilización.
La globalización no solo se presenta como acumulación ilimitada y concentración de la riqueza, sino como segregación, en universos concentracionarios, donde la muerte ejerce sus mejores dispositivos. El discurso capitalista ha sido el modelo más fértil en deshacer los lazos sociales, en la producción de sectores abandonados, desposeídos y excluidos.
La segregación es el problema más ardiente de nuestra época, universos donde viven jóvenes, mujeres, niños/as, en los que se producen homicidios, venta de drogas, intoxicaciones, múltiples manifestaciones de violencias. Para muchos de los jóvenes, la violencia y la muerte, el abandono, el abuso, la ruptura de los lazos sociales, vinculada a la precarización y a los despojos, son elementos comunes en sus casas, en sus barrios, en cada esquina silente, en la expulsión del sistema educativo, la ausencia de políticas públicas, elevadas tasas de desempleo, precarización laboral, narcotráfico.
A esto se suma la invisibilización en situaciones tan graves, como el suicidio en los y las jóvenes, las violencias contra ellos mismos, las adicciones. Personalmente, rehúso las tentaciones de psicopatologización, criminalización y modalidades dicotómicas a las que se recurre para explicar las violencias, que tan solo sirven para banalizar el problema y ocultar responsabilidades políticas, culturales, de género producidas por el neoliberalismo y su uso de la violencia.
Recientemente, el último informe del PNUD (2021) posiciona a Costa Rica como el quinto país con mayores niveles de concentración de ingreso de América Latina. En Costa Rica, durante el 2021, hubo 538 homicidios. Ese número representa una tasa de 11,4 personas muertas por cada 100 000 habitantes; 9 de cada 10 víctimas fueron hombres, y la mitad tenía entre 20 y 34 años de edad (USAID y PNUD, 2022).
Si bien Costa Rica se mantiene alta en el Índice de Desarrollo Humano (PNUD, 2021), en los últimos años ha sufrido un deterioro en sus indicadores de pobreza, desempleo y desigualdad. El aumento de las tasas de homicidios se relaciona con la distribución o falta de distribución de la riqueza. En este sentido, Costa Rica se ha convertido progresivamente en uno de los 10 países más desiguales del mundo. Este es un dato que debe alertar a los Gobiernos en relación con la inversión social, especialmente en jóvenes. Pretender no mirar es encerrase en las murallas de la negación.
La lucha que debe darse es política, económica, cultural, educativa, social, porque, sin duda, es del orden del horror constatar la presencia de jóvenes, de cada vez menor edad, inscritos en la espiral de violencia y muerte. Es decir, que sea un joven quien mate a otro joven, que mueran en “ejecuciones” una madrugada cualquiera, que atenten contra sus vidas a secas y pasen a engrosar un número en las estadísticas y las noticias mediáticas.
Además, hay noticias que generan tratamientos diferentes para estas muertes, mientras unas reciben total cobertura, reconocimiento público y la "llorabilidad" de la sociedad, otras reciben, en cambio, el silencio, el anonimato. La ausencia de nombre, no solo en la vida, sino también en la muerte.
A lo largo de mis investigaciones en torno a violencias vinculadas a jóvenes, desde los años ochenta, algunas con huérfanos de la guerra centroamericana (en su mayoría menores de 17 años, sobrevivientes y testigos de la tortura y el asesinato de uno o ambos padres), otras con jóvenes privados de libertad en el Centro Juvenil de Formación Juvenil Zurquí (como W, quien mató a un compañero de clase de un Centro Educativo de Segunda Enseñanza) y también con centenares de adolescentes y jóvenes en instituciones públicas de segunda enseñanza, he podido escuchar y estremecerme con sus testimonios y quebrantos más desgarradores, en un intento por sobrevivir, cueste lo que cueste. Son testimonios que al irrumpir mostraban fragmentos de vida negados, invisibilizados, frente a la vulnerabilización. Detrás de cada uno de los y las jóvenes había una historia personal única, en cada uno de ellos había un antes y un después. De algo estaba segura, sus decires me estremecían, sus palabras me perforaban.
Acudo al filósofo Giorgio Agamben e intento mantener la mirada fija en este tiempo para percibir no sus luces, sino su oscuridad, intento ver las sombras e incidir en ellas. Hoy, lo hago a través de la escritura, humedeciendo la pluma en las tinieblas del presente.
Resulta imperiosa la necesidad de abordar esta temática desde miradas y lecturas que permitan entrecruzamientos y enfoques diferentes, que no impliquen solo guetificar, criminalizar zonas juveniles de “alto riesgo” e intervenir punitivamente. Es necesario crear nuevos paisajes en un intento de que los y las jóvenes puedan narrar sus sueños, hacer posible que cada una de sus vidas sean vidas vivibles e igualmente "llorables", que importen tanto en la vida como en la muerte.
Es necesario que existan otros rumbos y nuevas cartografías de deseos, paisajes que se encaminen a la no violencia, con itinerarios nuevos y una esperanza por venir, en una sociedad que no le dé la espalda a la muerte y a la violencia en los y las jóvenes.
Esa es la apuesta y constituye el desafío conjunto. Cada una y cada uno de los jóvenes que habitan este país son seres dotados de “potencial y dotados también de un futuro impredecible que debe ser salvaguardado” (Butler, 2021, p. 54).
Bibliografía
Agamben, G. (2011). Qué es lo contemporáneo. En Desnudez. Madrid. Ed. Adriana Hidalgo.
Butler, J. (2021). Sin miedo. Formas de resistencia a la violencia de hoy. España. Ed. Taurus.
USAID y PNUD. (2022). Costa Rica: Análisis sobre homicidios dolosos (enero-diciembre del 2021). Disponible en https://infosegura.org/wp-content/uploads/2022/02/OnePager-CR-2021-Homicidios-ESP.pdf.
OCDE. (2018). Estudios Económicos de la OCDE: Costa Rica 2018. Disponible en https://www.oecd.org/economy/surveys/Costa-Rica-2018-Estudios-Economicos-de-la-OCDE.pdf.
INEC. (2022). Encuesta Continua de Empleo al primer trimestre de 2022. Disponible en https://www.inec.cr/sites/default/files/documetos-biblioteca-virtual/ece_i_t_2022.pdf.
PNUD. (2021). Informe Regional de Desarrollo Humano 2021. Disponible en https://www.undp.org/es/latin-america/informe-regional-de-desarrollo-humano-2021.
Valencia, S. Vul, M. (2020). Régimen glotaritario y gestión de los afectos. En Pandemia. Derechos Humanos, Sistema Penal y Control Social (en tiempos de coronavirus). España. Editorial Tirant lo Blanch.
Vul, M. (2009). Adolescencia y violencia: homicidio en un colegio público. Una lectura desde el psicoanálisis. Tesis para optar al grado de Magister Scientiae en Psicología, Universidad de Costa Rica, San José, CR.
Vul, M. (2018). Despatologizar. Un desafío al control establecido. Crítica Penal y Poder. Num.14. Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos. Universitat de Barcelona. 2016.
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