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Sergio Ramírez Mercado autografiando libros
Escritor nicaragüense recibió el máximo galardón que otorga la Universidad de Costa Rica
''No se puede vivir sin utopías'', Sergio Ramírez Mercado, doctor "honoris causa" por la UCR

Al finalizar la sesión solemne del Consejo Universitario en la recibió el Doctorado Honoris Causa, Sergio Ramírez Mercado autografió ejemplares de su última novela ‘Tongolele no sabía bailar’.

Laura Rodríguez Rodríguez
Lea aquí su conferencia "La memoria y la imaginación (reflexiones de un lector vicioso)"
25 may 2022Artes y Letras

El hecho de que algunas utopías fracasen no quiere decir que hay que descreer de las utopías. No se puede vivir sin utopías. Los sueños de libertad siempre tienen que estar presentes en las mentes humanas y yo invito a los jóvenes a soñar en un mundo distinto, en un mundo más justo, un mundo libre y democrático”, afirmó Sergio Ramírez Mercado, escritor nicaragüense, minutos antes de recibir el doctorado honoris causa por parte de la Universidad de Costa Rica.

Consciente del fracaso de la Revolución Nicaragüense por la que peleó desde su juventud, Ramírez se apartó del mundo político en la década de los noventa para retomar su trabajo literario y denunciar desde esa trinchera la corrupción y el abuso de poder campante en su país. Fruto de esa producción literaria es una trilogía de novelas policíacas publicadas en el 2008, 2017 y 2021. La última de ellas (‘Tongolele no sabía bailar’) relata la atroz represión del gobierno de Nicaragua contra las manifestaciones populares. Eso le granjeó que su relato fuera prohibido y ser acusado por “incitar al odio”, por lo cual tuvo que acogerse al exilio.

“Don Sergio, nos solidarizamos con usted, con la experiencia que le ha tocado vivir y con la represión hacia su figura como escritor. Como usted bien lo ha afirmado, se trata de una represión contra la literatura, la libertad de expresión y la libertad de creación. Hace muchos años no veíamos la prohibición de un libro en América Latina ni la repercusión de su autor. Por medio de este reconocimiento, el más alto que otorga nuestra institución, manifestamos nuestra solidaridad con el pueblo de Nicaragua”, manifestó Gustavo Gutiérrez Espeleta, rector de la Universidad de Costa Rica, durante la sesión solemne del Consejo Universitario en la cual se le entregó el título honorífico a Ramírez junto con una medalla de esta casa de estudios superiores.

Por su parte, Germán Vidaurre Fallas, director del Consejo Universitario, hizo un repaso de la relación que ha mantenido Ramírez con Costa Rica desde 1964, cuando llegó al país a trabajar en el naciente Consejo Superior Universitario Centroamericano (Csuca). Además, recordó la vasta producción literaria del autor y los múltiples premios que ha ganado, destacando el Premio Miguel de Cervantes, otorgado a la mayor obra literaria en español. Vidaurre resaltó una de las razones que esgrimió el Consejo Universitario para otorgarle el doctorado honoris causa al escritor de Margarita, está linda la mar:

“El doctor Sergio Ramírez es un autor comprometido con la realidad, aparece en el panorama centroamericano e hispanoamericano como una persona trabajadora que defiende sus ideales más allá de las circunstancias. La calidad literaria de sus escritos es un ejemplo de la posibilidad de revolucionar las estructuras del lenguaje y continuar con sus utopías: la justicia, la solidaridad, la equidad; considerados auténticos asideros de su vida. Todas esas características lo convierten en un autor imprescindible y de referencia en el panorama literario latinoamericano y en la literatura hispanoamericana”.

En entrevista para Desde la U de Quince UCR,  Ramírez catalogó el reconocimiento como una “ciudadanía cultural” que le otorga la Universidad de Costa Rica, la cual le permite regresar a los vínculos que tuvo con esta universidad décadas atrás. “Me siento parte de esta casa de estudios y ahora muchísimo más con este doctorado”, enfatizó.

“Nicaragua es un país de creadores, un país de pensadores, un país muy desgraciado en su historia, porque estos creadores, estos pensadores, merecerían venir de un país próspero, de un país democrático, de un país en libertad, y no es así. Ha sido dominado a lo largo de la historia por la opresión, por la represión, por las dictaduras, por las anormalidades. Pero eso es lo que tenemos y es desde ahí, desde ese espacio que hablamos, que alzamos nuestra voz”, manifestó.

De acuerdo con Ramírez, es muy valioso que la producción literaria recoja las denuncias que hace la prensa todos los días porque la literatura es un espacio permanente al que el lector siempre volverá, independientemente de la generación a la que pertenezca o de si el autor haya muerto mucho tiempo atrás. Para el nuevo doctor honoris causa, la literatura no tiene el poder de cambiar las cosas, pero sí la capacidad de revelarlas. En este sentido, considera que la literatura abre un espacio crítico que es esencial para el pensamiento humano.

A pesar de la acusación que formuló el Gobierno de Nicaragua en su contra y de ser testigo de represión que han sufrido diversas figuras públicas nicaragüenses por denunciar actos de corrupción y de abuso de autoridad, Ramírez es categórico en señalar que prefiere vivir en libertad y no dominado por el miedo. “Decía Pedro Joaquín Chamorro, nuestro héroe nacional, prócer de las libertades públicas, que cada quien es dueño de su propio miedo y también cada quien es dueño de su propio sentido de la libertad y, a la hora de preferir el miedo o la libertad, yo prefiero la libertad”, remarcó.

 

Sergio Ramírez Mercado recibe el doctorado honoris causa de la UCR
Sergio Ramírez Mercado recibió el doctorado honoris causa de manos de Gustavo Gutiérrez Espeleta, rector de la UCR. Posteriormente, Germán Vidaurre Fallas, director del Consejo Universitario, le colocó la Medalla Institucional. Laura Rodríguez Rodríguez

 

Conferencia La memoria y la imaginación (reflexiones de un lector vicioso), de Sergio Ramírez Mercado

Siempre he creído que un escritor no puede ver las letras de su oficio con la escasa luz que dejan las ventanas cerradas porque su razón de ser está en el mundo que bulle afuera con sus voces y sus imágenes, sobre todo si hubiera nacido en un país de portentos y esperpentos.

ADEMÁS: Letra por letra Un país de ficciones por hacer

Por eso, quiero empezar estas palabras asomándome a la ventana por la que se divisa los volcanes y los lagos de mi Patria y también sus hondos dolores al otro lado de la frontera, o las cárceles donde la crueldad y la tiranía ha encerrado a decenas de prisioneros políticos a quienes una vez más pido no olvidar en este país que goza de los dones inapreciables de la libertad. No olvidar a quienes desde sus trincheras morales luchan por la dignidad secuestrada de Nicaragua, como Monseñor Rolando José Álvarez, en huelga de hambre, encerrado en una iglesia en Managua por la persecución que sufre, y como el Padre Harvin Padilla, párroco de la Iglesia San Juan Bautista de Masaya, también sometido a persecución.

De muchas maneras pertenezco a esta universidad que hoy me honra como pocas veces en mi vida al hacerme parte de su claustro académico con este título honorífico. Como el director del Consejo Universitario ha recordado, llegué a Costa Rica en el año de 1964, recién graduado de Nicaragua, para integrarme al Consejo Superior Universitario Centroamericano, que tenía como secretario general al doctor Carlos Tünnermann, más tarde rector de la Universidad Nacional de Nicaragua, y como secretario adjunto al licenciado Carlos Caamaño, profesor de la Escuela de Estudios Generales de la UCR.

El Csuca funcionaba en una casa en San Pedro de Montes de Oca, a la vera de la Ciudad Universitaria Rodrigo Facio, el prócer cuya huella estaba aún muy fresca; entonces la UCR, bajo el rectorado memorable de don Carlos Monge Alfaro. De esa vida universitaria aprendí muchas cosas, cercano a como me volví tanto a los profesores como artistas, poetas, literatos, historiadores, sociólogos, y en toda mi estancia de más de 12 años, más tarde electo secretario general el Csuca vi crecer y evolucionar a esta universidad, luego bajo el rectorado de otro gran costarricense: don Eugenio Rodríguez Vega.

Escojo entre mis recuerdos de esos primeros años uno que tiene que ver con el escritor que entonces empezaba a ser y así me veo en un aula de Estudios Generales abarrotada de estudiantes, oyendo hablar a Carlos Luis Fallas acerca de sus experiencias de vida, como militante político y de su militancia en la literatura, hablando de su libro emblemático Mamita Yunai y también de aquel otro, que yo he preferido siempre entre los suyos, su novela autobiográfica Marcos Ramírez por entrañable y por entrar tan hondo, con ojos de niño, que son los ojos que un escritor nunca debe perder en su propia vida, la vida de los de abajo, por los que siempre luchó con la más íntima convicción.

De ahí a mi amistad tan perdurable con don Paco Amighetti, artista plástico y escritor, profesor de la Escuela de Bellas Artes, y con don Carlos Meléndez, historiador devoto, y con don Constantino Láscaris, filósofo singular. En este entorno, mi pasión por Yolanda Oreamuno, a la que llegué a través de Lilia Ramos, y en fin, mi complicidad de tantos años con don Alberto Cañas y con Samuel Rovinski, con quienes me junté para organizar en 1971 el Festival Cultural Centroamericano con el que se inauguró la Biblioteca Nacional bajo la presidencia de don José Figueres Ferrer. La memoria de todos ellos vive siempre en mí.

LEA: Nuevo libro analiza obra de Sergio Ramírez (2008)

Como escritor y como lector me planteo la lectura como un acto de gozo. No temo afirmar que el primer deber de un libro de ficción es provocar lo que podríamos llamar un estado de felicidad en el lector y aún las lágrimas que se vierten al leer acerca de dolores y desventuras, como ocurre en las novelas de Dickens, esas lágrimas son parte de ese mismo gozo; la otra cara de la moneda de la risa que nos causa las andanzas de don Quijote a la par de la melancolía que siempre nos deja aquel caballero de la triste figura. Lo digo porque al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer entre el lector y el libro, el aburrido propósito pedagógico. Un libro solo es capaz de enseñar si primero gusta, si nos seduce con sus encantos, si nos gusta, si nos fascina, si nos hace reír, si nos conmueve, si nos saca las lágrimas, si nos entretiene. Toda enseñanza, toda filosofía, cualquier moraleja que querramos poner en él se volverá inútil pues nadie llega a la última página de un libro fastidioso y cuando el lector abandona la lectura a la espera de empezar es como si ese libro nunca hubiera sido escrito para ese lector.

Un libro, como una casa de varios pisos, admite diversas lecturas. Se sube por las escaleras a pisos diferentes y en ese piso al que ahora ascendemos vamos a descubrir cosas que no habíamos visto en el piso anterior, las habitaciones están amobladas de manera diferente, las ventanas dan a paisajes que no sospechábamos. El Quijote es un formidable edificio de muchos pisos, con múltiples habitaciones, puertas, escaleras, pasillos, ventanas. Desde que entramos en él sabemos que es un libro para reírse, aunque Unamuno nos advierte que Don Quijote no es cómico porque cuente chistes, jamás este loco cuenta ninguno. Es cómico porque asume el mundo que inventa en su cabeza con toda seriedad, y es de eso de lo que nos reímos, aunque de ahí deviene también el otro carácter que ese libro tiene: el de la melancolía. Don Quijote es cómico, pero también melancólico. En él se juntan esos dos dones tan bien aparejados en la buena literatura que son el humor y la melancolía. Se trata de un libro divertido, lleno de risas y disparates, un libro acerca de un loco que anda por los caminos en busca de los fantasmas de su imaginación que no le dan sosiego y ha convencido a un vecino suyo simple, ambicioso y crédulo de que lo acompañe en sus aventuras, de las que le promete que va a sacar ventajas, entre otras nada menos que la Gobernación de una ínsula, le va a dar riqueza y poder a un simple.

En el camino el loco se dispone al combate contra molinos que cree gigantes y al ensartar su lanza en las aspas movidas por el fuerte viento que sopla, que para su imaginación descalabrada son los brazos de los gigantes, la lanza se quiebra y es derribado junto con su caballo. Se topa con un carro donde llevan unas jaulas con dos leones africanos enviados de regalos al rey y se empeñan en abrir las puertas de las jaulas. Y otra, no menos risible, cuando descabezan los títeres de un retablo donde se representa la huida de un caballero que rescata a su dama entre los muros, que sale en su persecución y de pronto el loco, decidido a acudir en auxilio de los amantes, con acelerada y nunca vista furia, comenzó a llover cuchilladas sobre los títeres, derribando a unos, descabezando a otros, estropeando a este, destrozando a aquel.

 

Sergio Ramírez Mercado dictando su conferencia
"La literatura no puede ser obligatoria, como tampoco lo puede ser la felicidad" destacó Sergio Ramírez Mercado durante su conferencia. Laura Rodríguez Rodríguez

 

Lo importante es que el candidato a lector, al que estamos induciendo, entre en la lectura con pies ligeros, sin temor a las cargas pesadas, y se convenza de que no se trata de un libro lleno de tedio, que se le caerá entre las manos la cabeza pesada de sueño. Hay que proponerle la lectura como un paseo ameno en una mañana soleada, animarlo a que se disponga a ser parte de las aventuras del loco como un tercero de la partida montado en su propia cabalgadura: él, Don Quijote, Sancho, protagonistas los tres.

Pero también El Quijote es un libro sobre el poder, sobre las ambiciones de mando, sobre la corrupción, sobre esa fuerza transformadora que el poder tiene sobre las personas, como la pasa Sancho cuando toma posesión como gobernador, el poder se convierte en una fascinación, en un vicio, en una deformación. Pero también como Sancho lo demuestra puede llegar a ejercerse con bondad y sabiduría, se puede salir de un cargo público forrado en dinero malhabido o pobre y sin blanca, como le ocurre a Sancho. Es un libro múltiple, ese edificio que digo de varias plantas y cada planta tiene muchas habitaciones, cada una con su propio decorado y ahí uno podría quedarse a vivir para siempre porque las puertas de ese libro son como las de una casa cordial y acogedora que siempre se hayan abiertas.

Pero en una casa, en un edificio como ese uno vive de manera voluntaria, debe poder entrar y salir a su antojo. Si a uno le dan la casa por cárcel con la prohibición de salir del libro, ha perdido la libertad y ya se trata de vivir ahí como un asunto obligatorio y nada de lo que se hace por obligación causa gusto ni afición.

En sus conferencias del Teatro Coliseo de Buenos Aires del año 1977, publicadas en un libro bajo el título Siete noches, al hablar de la enseñanza de la literatura, Jorge Luis Borges cita una frase del doctor Johnson: “la idea de la lectura obligatoria es una idea absurda, tanto valdría hablar de felicidad obligatoria. No hay felicidad obligatoria, pero la lectura la depara”. Cuando un libro nos atrapa y llegamos a un punto en que nos sobrecogen el asombro y la admiración, estos sentimientos se transforman en dicha, en una dicha inefable, pero la lectura es un asunto de libertad de escogencia y de íntima felicidad. No podemos sacar gozo del castigo y un libro impuesto viene a ser un castigo. “Si el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, el autor no ha escrito para ustedes”, agrega el doctor Johnson, “déjenlo de lado, que la literatura es bastante rica para ofrecerles algún autor digno de su atención o indigno hoy de su atención y que leerán mañana”.

El asunto está en saber inducir a alguien a ver el acto de leer como una aventura al final de la cual ya nunca seremos los mismos porque las páginas en que nos hemos sumergido nos habrán transformado, aunque en ese momento no lo percibamos, pero la propuesta de gozo no puede ser, insisto, nunca pesada porque nadie disfruta de una promesa de aburrimiento.

Cuando a un escritor se le pide señalar los diez libros que se llevaría consigo a una isla desierta, generalmente empieza por El Quijote, La Odisea, La Biblia, La Divina comedia. Son obras clásicas y a muchos esa palabra los pone en alerta. Si se trata de un clásico, por definición, se le considera aburrido. Ya el anuncio del pesado talante del libro empastado y de grueso volumen, anuncio de su carácter soporífero. Al contrario, ya se trate de Homero, de Shakespeare o de Cervantes o de Balzac, un clásico es siempre una propuesta de dicha que estará ahí esperando por nosotros porque siempre tendrá algo nuevo que contarnos o enseñarnos por mucho que ya antes lo hayamos leído, según nos recuerda Ítalo Calvino.

Un libro es un amigo fiel que tiene la virtud de abrirse a nosotros solo cuando lo buscamos aunque de alguna manera viva en nuestra cabeza y al mismo tiempo en los estantes de la biblioteca. Un amigo verdadero, recordemos, es aquel capaz de confiarnos sus intimidades y ¿no es lo que ocurre con los libros que se abren sin condiciones para nosotros apenas empezamos a leer?

Pero si alguien pregunta ¿por qué se debe leer el Quijote? y respondemos que es imprescindible, porque contienen una filosofía de la vida o porque nos revela un mundo de enseñanzas morales, habremos perdido de seguro el lector de ese libro imprescindible sin cuyo conocimiento viviremos una vida disminuida. Solamente después, cuando haya terminado de leer, el lector se habrá convertido en habitante del mundo que Cervantes ha creado en esas páginas inolvidables porque para entonces su deseo encandilado ¿será que el libro debió seguir, que debió haber más aventuras?, de aquellas donde el caballero andante cree ser, se queda haciendo la penitencia que ni loco, que ya está loco, y se pone cabeza arriba, con las nalgas al aire mientras envía a Sancho con una carta para su dama, que es analfabeta, y siendo tan hermosa se ve convertida en una aldeana que huele a cebolla, reducida a criar cerdos por obra de malvados encantadores.

Un libro es un amigo fiel que tiene la virtud de abrirse a nosotros solo cuando lo buscamos aunque de alguna manera viva en nuestra cabeza y al mismo tiempo en los estantes de la biblioteca. Un amigo verdadero, recordemos, es aquel capaz de confiarnos sus intimidades y ¿no es lo que ocurre con los libros que se abren sin condiciones para nosotros apenas empezamos a leer?

Sergio Ramirez Mercado

La nostalgia por lo leído llevará a emprender dos o tres lecturas más y luego muchas otras porque aquel libro se le habrá vuelto infinito, muy a gusto en ese edificio de habitaciones incontables y esas nuevas lecturas llegará a hacerlas ya no en el orden en que están puestos los capítulos, sino entrando por cualquiera de ellos, a cualquiera de sus habitaciones, asomándose por cualquiera de las ventanas. Es hasta entonces que el lector empezará sus propias reflexiones sobre lo que aquellos dos personajes representan y lo que su mundo representa y podrá sacar todas las conclusiones morales y filosóficas que quiera y abrirse a interpretaciones, empezando por la tan llevada y traída representación del idealismo en Don Quijote y el materialismo en Sancho, pero solo como una consecuencia, cuando el lector conquistado sea ya un habitante feliz que aquella enorme casa alzada en los campos de La Mancha.

Un libro que pretende ser pedagógico y que entre las descripciones de la acción va intercalando lecciones morales o filosóficas o prevenciones o advertencias o máximas es un libro muerto de antemano porque le va metiendo palos a la rueda de la vida y las páginas de una novela deben girar sin tropiezos. Las novelas no son sobre periodos de la historia, sobre espacios geográficos, ni sobre teorías filosóficas, ni sobre asuntos religiosos. No se trata tampoco de tratados políticos o sociológicos. Las novelas tienen que ver con los seres humanos, sus ambiciones, su idealismo, su perversidad, sus heroísmos y debilidades, sus contradicciones; la miseria y la gloria, la maldad y la nobleza, la devoción y la envidia, la generosidad y los celos; y nos muestran cómo estos atributos siempre en tensión y contradicción se dan aún dentro de los mismos individuos.

La consabida frase final “y vivieron felices para siempre” indica el cierre de una historia llena de peripecias que hemos seguido con desazón y, a la vez, la apertura de otra que ya a nadie le interesa y que ocurre fuera de las páginas del libro. Se trata de lo que pasa después del drama y ya nadie lo cuenta porque la felicidad siempre es monótona. Lo que apasiona son los obstáculos, el amor que no puede resolverse en paz, el viaje de regreso que no se puede realizar; la trama empieza cuando, en la relación amorosa, entra un tercero o es estorbada por la voluntad de un malvado, o cuando en el viaje se interponen obstáculos insalvables, o por un impedimento que no termina de quitarse de por medio. Los obstáculos son, entonces, la razón de todo relato, la interrupción constante de la felicidad.

El amor, el poder, la locura, la muerte, los hallaremos en las tragedias de Esquilo, en los dramas de Shakespeare, en las novelas de Cervantes, en las de Dickens, en las de Balzac, en las de Tolstoi. La condición humana sigue siendo la misma a través de los milenios.

Fiodor, el padre rencoroso, atrabiliario, avaro y despiadado, que se disputa la misma mujer con su propio hijo, llega hasta nosotros con toda su plenitud porque somos capaces de reconocerlo tal como lo retrata Dostoievski y tal y como nos lo retratamos nosotros en nuestras mentes. Es posible porque nos parece real, así como los muertos que Juan Rulfo pone a hablar debajo de sus tumbas en Pedro Páramo nos son familiares porque lo que cuentan son ambiciones mal cumplidas y pasiones de amor que carcomen aún después de la muerte y siempre seguiremos viendo a una Lady Macbeth que incita a su marido al crimen movida por la ambición y por la brujería aunque Shakespeare haya muerto hace tantos siglos.

 

Sergio Ramírez Mercado con un grupo de personas a su alrededor
Al finalizar la conferencia, algunos de los lectores de las obras de Ramírez Mercado se acercaron para conversar con él. Laura Rodríguez Rodríguez

 

¡Cuántos buenos lectores se han perdido por causa de las imposiciones escolares que mandan a leer por fuerza en los programas de estudio libros pesados e indigeribles o que por falta de método son presentados como tales! ¡Y cuántos buenos lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros prohibidos, pues lo que la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad! Y los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al espíritu de la libertad, y quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un vicioso de los libros no sabe de lo que se pierde; se impondrá llevar una vida mutilada y a lo mejor amarga igual que la de los censores, lejos de los espejismos y de los fragores de la imaginación; se perderá un amigo, consuelo de la soledad. “Cervantes es un buen amigo, endulza mis instantes ásperos y reposa mi cabeza”, dice Rubén Darío, que supo lo que era la soledad y supo, a la vez, lo que era el vicio irrefrenable de leer.

Tengo un amigo en la Islas Baleares que sostiene una relación clandestina con los libros. Su mujer, irritada hasta el cansancio de verlo aparecer cada día con nuevos libros, le prohibió llevar uno más a casa. Los incómodos huéspedes habían desbordado los estantes y se habían instalado en el comedor, en los pasillos y la cocina, para no hablar del dormitorio y el retrete. ¡Casa tomada!, como el cuento de Julio Cortazar. Entonces, cuidando el ruido de sus pasos, pues para subir al escondite debía pasar frente a la puerta de su propio apartamento, tras de la cual asechaba la celosa mujer, empezó a subir con las bolsas de nuevos libros por la estrecha escalera para meter con todo sigilo la llave en la cerradura y entrar al escondite que se había creado después de alquilar un nuevo piso en el mismo edificio. Era como si ahora tuviera una amante.

Un día, desde el café de la esquina donde bebíamos una cerveza, me invitó a visitar el refugio secreto y subí las escaleras con igual cuidado que él para no despertar sospechas. La puerta casi no se abría obstruida por los libros, pues agotado el espacio de los estantes, se hacinaban en rimeros en el suelo. Estará ahora buscando un nuevo escondite, ya no en el mismo edificio, sino en otro, para ejercer su poligamia con los libros.

Tengo otro amigo en Buenos Aires cuyos libros, de igual manera, ya no cabía en su apartamento, pero a diferencia de aquel otro de las Baleares, aquella no era una relación clandestina, sino compartida con su mujer. Así que empezaron a discutir lo que podrían hacer frente a aquella presencia cada vez más creciente. Cuando se pusieron a hacer una selección para deshacerse de una parte de ellos, los libros terminaron por volver a sus sitios de siempre, viejos conocidos a los que no podía negarse asilo. Entonces se les ocurrió que no había mejor remedio que dejar el apartamento a los libros y buscarse ellos otro sitio donde vivir. ¡Otra vez, casa tomada! Encontraron un nuevo lugar y hacia allá se mudaron. Ahora van a ver cómo están, los acomodan un poco, les sacuden el polvo y luego se sientan a leer. Cumplida la visita, se despiden, apagan la luz y hasta mañana.

Cuando los libros ya no caben en la cocina y llegan a los baños no hay más que rendirse. Si desbordan la casa, desbordan la vida; imponen su abundancia, y con su abundancia, su tiranía. Don Alfonso Reyes, el gran escritor mexicano, cuando el arquitecto le preguntó qué clase de casa quería, respondió que una biblioteca con un cuarto para dormir, una cama cercada de libros.

¿Cómo crear ese vicio? Estimulando las lecturas capaces de atraer y de seducir, yendo de lo simple a lo complejo, empezando por recomendar un cuento de los hermanos Grimm, luego leyendo uno de Chéjov o de Rulfo, antes de llegar por fin a una novela más compleja; o yendo primero a los capítulos y pasajes más divertidos de El Quijote o a alguno de los cuentos fascinantes de Las Mil y Una Noches.

Para que un estudiante adquiera el vicio de la lectura antes deben adquirirlo sus padres y los maestros con espíritu cómplice, ser parte de la conspiración de leer, comportarse como cabecillas de una hermandad de iniciados, abrirles esa puerta al paraíso donde esperen la manzana dorada entre las frondas del árbol del bien y del mal.

Sin lector no hay escritor, son dos caras de una misma moneda. Ya lo dice Borges: “de todos los instrumentos del hombre el más asombroso, sin duda, es el libro; los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio y el telescopio son extensiones de su vista, el teléfono es extensión de la voz, luego tenemos el arado, la espada, extensiones de brazo; pero el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”.

De alguna manera todos somos Alonso Quijano, buscando encarnar en la lectura el personaje que en nuestras propias vidas nos está vedado ser, una manera de ser otros, distintos y, con eso, conseguir la libertad que nos permite multiplicarnos, vivir vidas ajenas, ser los demás, cambiar la realidad sin escapatoria por la imaginación que nos abre puertas múltiples.

Ahora, en el exilio, no puedo sino pensar en la biblioteca que he dejado atrás en Nicaragua, una casa dentro de otra casa, construida a lo largo de muchos años, desde que mi afición impenitente por la lectura me llevó a juntar libros, un ladrillo tras otro ladrillo, muros de libros que reclamaban cada vez más estantes provenientes de mis correrías por librerías de muchas ciudades, desde las primeras que yo visitaba en la Avenida Central de San José, recorriendo desde Cuesta de Moras; las librerías suntuosas, por otra parte, con palco, platea y escenario, como la del Ateneo en Buenos Aires, la librería Lello de Oporto, que parece una capilla gótica o la biblioteca de un alquimista; otras pequeñas y acogedoras donde reina siempre el silencio o librerías de viejas buhardillas donde no falta tampoco el olor de la naftalina; libros rescatados de entre el arcaico surtido de los cajones de los buquinistas de la ribera izquierda del Sena o como aquella librería de El Sótano de la Ciudad de México, allá en los años sesenta, que exhibía los libros sobre tablones sin cepillar montados en burros.

No sé cuántos son mis libros, creo que nunca lo he sabido. Alguien me preguntó una vez si había alcanzado a leerlos todos: una pregunta de gran candidez porque algo así es imposible. Leer todos los libros coleccionados a lo largo de la vida sería un acto borgeano que puede llevar a la locura. Hacerse de una biblioteca que se convierte en un verdadero bosque frondoso toma tiempo o toma toda una vida. Yo he vivido dentro de ese bosque y solo yo puedo orientarme dentro de él, solo yo sé dónde está cada libro, cada árbol y puedo ir directamente a buscarlo. En alguna ocasión, alguien me convenció de clasificarlos y resultó en un verdadero desastre. Cuando regresé de un viaje me hallé con el trabajo cumplido de manera muy profesional, cada libro con su etiqueta de clasificación en el lomo y un fichero de varias gavetas en una esquina, pero fue como si el orden establecido por aquella mano experta hubiera trastornado el mundo y me encontré perdido en mi propio bosque, ya no sabía dónde estaba cada libro, dónde estaba cada árbol al que yo podía ir directamente dentro del caos organizado en que todos vivían en paz y armonía y me sentí extranjero en mi propio mundo, de manera que volví a colocarlos como antes los tenía para llegar hasta ellos sin más guía que mi propia memoria. Ahora, todo está en silencio en ese bosque, imagino los estantes de libros en la penumbra, quietos en el recinto cerrado esperando la mano que los devuelva a la vida, la mía, que he vivido entre ellos dichoso de su compañía, exiliados también ellos en su propia soledad. Muchas gracias.

Fernando Montero Bolaños
Fernando Montero Bolaños
Periodista, Oficina de Divulgación e Información
fernando.mopubinterobolanos  @ucrrkwo.ac.cr

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