Se conocen más de un millón de asteroides que circulan alrededor del Sol, desde métricos (se les llama meteoroides si su tamaño es menor a un metro) hasta de casi 1 000 km de diámetro, como Ceres 1, el mayor de los actuales.
La mayoría de estos cuerpos se encuentran en un cinturón entre las órbitas de Marte y Júpiter (cerca de 300 millones de km de ancho), pero hay muchos otros grupos de asteroides con órbitas muy excéntricas, que los llevan a acercarse a las órbitas planetarias entre Venus y la Tierra, y eventualmente impactan a los planetas.
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Por su alta velocidad de varios kilómetros por segundo, todos aquellos candidatos a impacto, de más de 100 m de diámetro, representan un enorme peligro para la sociedad actual. Incluso, cuerpos de algunas decenas de metros, que lleguen a explotar en la atmósfera, pueden causar severos daños en la superficie.
Solo los asteroides de diámetros importantes causan cráteres en su impacto. La frecuencia de estos eventos oscila de siglos a millones de años (a más grande, más infrecuente), pero conforme poblamos más la Tierra y crecemos tecnológicamente, nuestra vulnerabilidad aumenta. Varias obras literarias y filmes se han ocupado de este asunto. La más reciente, No mires arriba, ha acaparado mucha atención.
Desde el origen del sistema solar, hace unos 4 570 millones de años, la cantidad de material disponible, como impactadores, ha variado. En sus etapas tempranas había muchos grandes objetos que colisionaron entre sí o con planetas. De hecho, hoy sabemos que el origen del sistema Tierra-Luna se dio a partir del impacto a la Tierra joven de un asteroide del tamaño de Marte. Eso ocurrió en los primeros 100 millones de años de la historia terrestre.
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Luego, entre hace 4 100 y 3 850 millones de años, hubo un intenso bombardeo de asteroides hacia los planetas terrestres, que hizo cambiar sus superficies recién formadas. Algunos de esos impactos se conservan en las superficies casi inertes de Mercurio, Marte y la Luna.
Y aunque en la Tierra la geodinámica interna (por la energía que se disipa desde dentro) y externa (por la energía que nos llega desde fuera) se encargan de borrar muchos de estos impactos, hay algunos conservados por muchos millones de años.
Hasta la fecha, se conocen 195 estructuras de impacto por asteroides (y otras 13 posibles), con edades de hasta 2 100 millones de años de antigüedad y algunas tan jóvenes como el siglo XXI.
La investigación encaminada a la búsqueda de georrecursos, como los hidrocarburos o yacimientos minerales en Norteamérica y Europa, ha conllevado el descubrimiento de numerosas estructuras que fueron desfiguradas por las acciones geodinámicas o enterradas bajo espesos sedimentos. Asimismo, el uso de sensores remotos y la generación de imágenes de gran parte de la Tierra han permitido reconocer estructuras muy grandes, o bien, aisladas en territorios desérticos, que de otra forma pasarían inadvertidas.
En continentes con menor investigación, cubiertos por extensas selvas y con largas cadenas orogénicas, como Sudamérica, el reconocimiento de las estructuras de impacto ha sido menos exitoso. Aun así, se han descubierto 11 estructuras y tres posibles.
Cuando los meteoroides o asteroides alcanzan la superficie del planeta y dejan rocas como testigos de esa visita extraterrestre, son llamados meteoritos. Verlos caer y recuperarlos es muy raro y difícil, y encontrar en la naturaleza a aquellos que cayeron hace décadas o milenios es más raro aún. Con todo, se conocen cerca de 70 000 meteoritos bautizados y otros 7 000 por bautizarse, muchos de ellos recuperados en la Antártida y en desiertos como el Atacama y el Sahara.
En ambientes con coberturas forestales densas y clima tropical, como América Central, recuperar meteoritos recién caídos o en el pasado, o bien, identificar estructuras de impacto asteroidal, ha sido una tarea dificultosa. Por eso, solo tenemos noticia de cuatro meteoritos recuperados desde el siglo XIX, y dos estructuras de impacto en el medio millón de kilómetros cuadrados que cubre el istmo.
Los cuatro meteoritos conocidos son el llamado Heredia, caído en Costa Rica en 1857, después de ser una bola de fuego que cruzó el Valle Central y del cual se recuperó cerca de un kilo; es de tipo pétreo. El segundo, Rosario, se encontró en Honduras en 1896, a unos 80 km de la mina Rosario. Fue trasegado por el campesino que lo encontró al geólogo de la mina; pesaba 2,7 kg y es un meteorito metálico. El tercero, bautizado Chinautla, se halló en 1901 cerca de la ciudad capital de Guatemala, con un peso de 5,7 kg y es otro meteorito metálico. El cuarto es el Aguas Zarcas, caído en el norte de Costa Rica el 23 abril del 2019, luego de haberse divisado un bólido y ser recuperados muchos trozos en un área poblada, con un peso total de unos 27 kg; es un meteorito pétreo, un raro condrito carbonáceo, relicto del sistema solar muy temprano.
Por su parte, hay dos estructuras de impactos. La norteña de Chicxulub está en el borde de la península de Yucatán hacia el golfo de México, que consideramos parte de América Central porque esta se extiende desde el istmo de Tehuantepec en México. Cuando el impacto sucedió, hace 66 millones de años, la configuración de América Central era muy diferente a la actual. Esa zona era parte de Norteamérica, antes de un complejo y complicado ensamblaje ulterior.
Pantasma es un valle del municipio de Santa María de Pantasma, departamento de Jinotega, Nicaragua. Se encuentra en un bajo rodeado por colinas, que son la expresión del cráter de impacto. Mapa generado por Gerardo Soto a partir de mapcarta.com/es/.
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Ese gran impacto, de un cuerpo de unos 10 a 15 km de diámetro, generó un cráter de 150 km de diámetro, el cual ha sido rellenado por sedimentos y hoy está oculto. Solo se reveló gracias a las investigaciones petroleras. Además, vaporizó una vasta cantidad de roca e introdujo en la atmósfera millones de toneladas de polvo, gases y partículas fundidas de roca, que se desperdigaron por todo el mundo. Fue un cataclismo global con un gigantesco impacto ambiental, que acabó extinguiendo al 75 % de las especies existentes, incluyendo a los dinosaurios. El planeta necesitó otro medio millón de años para recomponerse e iniciar ciclos evolutivos bióticos renovados, que a la larga conllevaron al reinado de los mamíferos, lo cual aún procede.
El otro impacto en América Central fue reconocido recientemente. La estructura se había interpretado como de origen volcánico, pero dos estudios publicados en el 2019 y 2021 apuntan a su origen por impacto. Es el cráter Pantasma, en el norte de Nicaragua, con una edad de 815 000 años y un diámetro de 14 km, lo que sugiere un asteroide de cerca de un kilómetro de diámetro. Ha de haber sido un evento de gran importancia, en tanto se han encontrado en Belice vidrios relacionados con el impacto (tectitas).
Sin duda, hay más impactos y cayeron más meteoritos que los conocidos, así como caerán más en el futuro. Habremos de planear investigaciones en América Central, con técnicas a través de imágenes remotas que podrían develar estructuras ocultas enterradas o poco reconocibles.
Empero, si no hay estudios de mapeo o exploraciones de hidrocarburos o minerales, se reducirán las posibilidades de descubrir estructuras antiguas enterradas. Como la configuración geológica de América Central es joven, construida principalmente a lo largo de los últimos 100 millones de años, parece improbable descubrir estructuras de impacto más antiguas que Chicxulub. Quizás solo las más jóvenes que dos millones de años sean las más probables de estar preservadas y llegar a descubrirse.
Posterior a la caída del meteorito Aguas Zarcas, cientos de personas han creído encontrar meteoritos en gran cantidad de lugares y situaciones, incluyendo rocas en excavaciones de viviendas o infraestructura.
Estos hallazgos son rarísimos, en tanto el proceso de caída de meteoritos es infrecuente y es poco probable en un ambiente tropical lluvioso. Nuestro compromiso como región para tener más acceso a una amplia cantidad de observadores espaciales (satélites) y vigilantes en tierra (cámaras fijas y portátiles) hará posible el avistamiento y recuperación de meteoritos en el futuro.
Contrario a lo que muchos piensan, los meteoritos no tienen un valor monetario alto, pues no poseen una abundancia de metales o minerales como el oro, rodio o diamantes. El gran valor que se le da a los meteoritos radica en su naturaleza de ser rocas muy antiguas del inicio del sistema solar, o provenientes de otro planeta. Es, por tanto, un valor más científico y, por eso, algunos meteoritos muy raros pueden alcanzar altos valores de mercado, como ha sido el caso de Aguas Zarcas. Pero el valor real está en lo que nos enseñan y eso, realmente, no tiene precio.