En la madrugada del domingo 27 de marzo, tras un fatídico sábado que sumó 62 asesinatos, el presidente Nayib Bukele urgió a la Asamblea Legislativa decretar el estado de excepción en El Salvador, y lo consiguió, algunas horas después (al respecto: “Las víctimas del día más violento del siglo” en periódico digital El Faro). El abrupto aumento de este índice de criminalidad evidenció alguna anomalía. La cifra oficial de asesinatos tenía meses a niveles históricamente bajos en el país y el aumento se interpretó por muchos actores sociales (incluido el Poder Ejecutivo) como un desafío a la política del Plan de Control Territorial que el presidente promociona como el instrumento que le ha permitido reducir la potencia delincuencial y homicida de las pandillas. Tres días después, el 30 de marzo, la Asamblea Legislativa (donde el partido del presidente Bukele tiene mayoría absoluta) aprobó una serie de reformas que endurecen las penas a personas que sean encontradas culpables de pertenecer a pandillas, por ejemplo, se aumentaron las penas de cárcel hasta 45 años por pertenecer a estas agrupaciones y se redujo la edad para juzgar a personas menores de edad que sean miembros, entre otras medidas (Ver: “Bukelismo aumenta penas incluso a niños y habilita jueces anónimos contra pandilleros”, también en El Faro).
El estado de excepción ha supuesto enorme despliegue militar y policial y la intervención de gran cantidad de sectores populares donde operan pandillas. La cifra que muestra la dimensión de este proceso es el arresto de más de al menos 12 mil personas que ha anunciado el presidente en su cuenta de Twitter (es la cifra vigente al 16 de abril, evidentemente aumentará de seguir en estas condiciones). Ya desde antes del estado de excepción, El Salvador era el país con la segunda mayor tasa de encarcelamiento del mundo. Según el informe “Situación de los Derechos Humanos en El Salvador” emitido en 2021 por la CIDH, la población carcelaria del país ascendía a 37 190 personas (una tasa de 562 por cada 100 mil a fines de 2020). Tomando esta cifra como referencia, se puede decir que en 21 días de estado de excepción, se ha capturado al equivalente a un poco más de cuarta parte de la población carcelaria existente. En este escenario, la propuesta del presidente ha sido la de construir otro centro carcelario, el más grande del país, con una capacidad para albergar 20 mil personas (Ver: “Bukele pide construir el penal más grande del país” en La Prensa Gráfica).
Desde fuera de El Salvador podemos tener noticia de lo que ha significado el estado de excepción por distintas fuentes. Una es la ya citada cuenta de Twitter del presidente. Esta cuenta se ha convertido en los últimos días en un espacio donde se postean constantemente videos acerca de cómo se arresta a personas pandilleras, así como reposteos de las cuentas de la Policía Nacional Civil y las Fuerzas Armadas, entre otras. En muchas ocasiones, al tiempo que da las cifras, el presidente celebra las acciones de la PNC o da cuenta de las personas arrestadas como “terroristas” y “angelitos” (de manera irónica). Asimismo, el mandatario ha aprovechado para ironizar, encarar o increpar organismos o figuras internacionales que manifiestan su preocupación por los Derechos Humanos en El Salvador, y también, para amenazar y cuestionar el trabajo de periodistas que adversan sus interpretaciones.
Una fuente alternativa que se puede utilizar para informase sobre este proceso son los medios de prensa críticos a la administración del presidente Bukele. En sus reportajes se amplían la perspectiva de lo que ocurre en el país. Lo que en la cuenta del presidente aparece como logros y avances indiscutibles, desde la prensa independiente se observa como un proceso social complejo que ha significado enormes dificultades para los sectores populares salvadoreños. Como es previsible, el arresto de miles de personas en tan poco tiempo ha significado una transformación de la vida social sobre todo en las poblaciones donde el fenómeno de las pandillas está más arraigado. El presidente ha aceptado un margen de error en estos procedimientos, incluso le ha asignado un porcentaje, afirma que es de 1% de las detenciones que se realizan, sin embargo, no es posible conocer cómo realizó esta ponderación ni si es capaz de reconocer lo que esto implica para las personas afectadas. Por el contrario, múltiples materiales periodísticos dan cuenta de los errores que se comenten en las redadas masivas. Las crónicas y testimonios que han realizado las y los periodistas de Gato Encerrado (“Las mujeres son las más afectadas en el régimen de excepción”), El Faro (“Greta y las mujeres del penalito”) o incluso el conservador Diario de Hoy (“Dos salvadoreños que vinieron de Estados Unidos a pasear fueron detenidos arbitrariamente, según familiares”), denuncian y dan a conocer un entorno de amedrentamiento y arbitrariedad que afecta directamente la vida y dignidad de las personas. Tanto de quienes han sido arrestados y arrestadas, muchas veces sacados de su casa, inculpados de manera antojadiza; como de las mujeres que hacen filas por montones afuera de las “bartolinas” (las celdas de primera respuesta del sistema penal salvadoreño), para conocer el paradero y las condiciones de sus familiares, facilitarles medicinas o comida.
A este panorama, ya de por si complicado, se le agregó otra dimensión cuando el 6 de marzo la Asamblea Legislativa, a instancias del presidente, aprobó reformas al Código Penal y a la Ley de proscripción de maras y pandillas para prohibir los grafitis que realicen o aludan a pandillas, delito que será equiparado con el que cometan quienes “… por medio del uso de las tecnologías de información y de la comunicación, medios de comunicación radial, televisivo, escrito o digitales reproduzcan o transmitan mensajes o comunicados originados o presuntamente originados por dichos grupos delincuenciales, que pudieran generar zozobra y pánico en la población”. Naturalmente, una prohibición como estas ha movilizado a la Asociación de Periodistas de El Salvador a denunciar un claro intento de censura de los medios de comunicación. Denuncia que ha sido reiterada por Tamara Taracuik directora de Human Rights Watch (Al respecto: “Asamblea controlada por Bukele aprueba ley mordaza bajo la excusa de combate a pandillas” en El Faro).
La sanción y persecución del periodismo crítico ha sido acompañada de manifestaciones de amedrentamiento e insinuaciones tanto del presidente como de sus seguidores, de que el trabajo periodístico que explica la existencia y el accionar de las pandillas supone una justificación de este tipo de grupos. Esto es alarmante por lo que representa para la clausura democrática y además da cuenta de la necesidad que siente el presidente Bukele de silenciar interpretaciones alternativas. De ahora en adelante, cualquier persona que explique el fenómeno de la violencia y las pandillas y quiera manifestarlo de manera pública, deberá contemplar la posibilidad de que sus interpretaciones sean juzgadas como material de apoyo a estos colectivos, una sentencia por este cargo podría significar para la persona pasar de 10 a 15 años en la cárcel. Esto es significativo también por lo que simboliza: el discurso del presidente Bukele y los voceros del oficialismo será único permitido de ahora en adelante. Bajo la lógica de la prohibición el discurso público es previsible que el discurso sobre pandillas se reduzca a una narrativa de los “buenos” contra los “terroristas”.
El preocupante panorama que se presenta en El Salvador hace pensar no solo en su presente, sino también en su pasado. Lejos de ser la alternativa histórica a “los mismos de siempre” que promociona ser Nayib Bukele, sus acciones como mandatario lo confirman como una triste continuación de la tradición autoritaria centroamericana.
La búsqueda de soluciones a los problemas sociales mediante la simplificación de los significados alrededor de un “hombre fuerte” parece ser también el signo de nuestra época, donde Bukele es aclamado por muchos de sus conciudadanos, y además, posee admiradores y émulos en figuras políticas del resto de la región.
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