Si alguien piensa que los reactivos, catalizadores y productos de los laboratorios químicos no tienen ninguna relación con la sintaxis, morfología y semántica de la creación literaria, es probable que no conozca la historia del adolescente costarricense quien, gracias a una beca, estudió química industrial en Cuba, pero con un fuerte aderezo de narrativa y poesía de todo el mundo, lo cual le abrió el apetito por escribir.
A partir de ahí, Durán ha sabido mezclar las palabras como si fueran gotas de solución cayendo sobre una sustancia en una bureta, de donde han surgido aforismos, poesías, cuentos, novelas, teatro y ensayos, entre otros géneros literarios, aunque él prefiere referirse a todos ellos como relatos, para capear los posibles desacuerdos que manifiesten algunos críticos amateur sobre la categorización de sus obras.
Y es que, aunque en su vida hubo personas que lo impulsaron en su carrera como escritor, no faltaron quienes descalificaban sus relatos, ya fuera porque no tenían la forma de “canastica” de los cuentos de Carlos Salazar Herrera o porque tenían un profundo acento cubano. Sin embargo, estas críticas no amilanaron el espíritu perseverante de Durán, propio de un científico que, convencido del resultado final de un proyecto, no se cansa de experimentar hasta lograr su objetivo.
Don Fernando piensa que lo que está escrito, escrito está. Por ello, se manifiesta reacio a comentar o explicar sus relatos, no porque los lectores no lo merezcan, sino porque el autor no tiene derecho a descomponer lo que ya puso en blanco y negro. Sin embargo, accedió a conversar con Esta palabra es mía en vista de que el enfoque de esta sección es leer Entre líneas la obra del autor y conocer lo que hay detrás de ella y el contexto en el que fue creada.
–¿De dónde surgió la necesidad de escribir historias y contarlas?
–Fernando Durán Ayanegui: Si usted me hubiera hecho la pregunta en 1960, en 1970, en el 80, en el 90 o en el 2010 siempre hubiera dado respuestas diferentes. Yo tengo un amigo que se llama Santiago Porras, él es un escritor guanacasteco con quien tengo mucha amistad y a veces nos ponemos a comparar historias, porque los dos somos de origen muy humilde, como decían antes. Su familia era campesina del lado de Abangares y la mía de Alajuela. La forma como empezamos a leer se parece, pero con una diferencia muy grande y que es fundamental: que yo vivía en Alajuela, en la zona que llamábamos urbana, porque Alajuela era un pueblón; en cambio Santiago vivía en el campo. La diferencia básica está en que él leía lo que encontraba a mano, igual que yo, pero no puedo dejar de hablar de la ventaja que tenía yo, yo no tenía libros en la casa tampoco, él no tenía muchos, yo tampoco; pero tenía la suerte de que a menos de 600 metros de la casa estaba la biblioteca pública de Alajuela y eso hace una gran diferencia. Si esa biblioteca pública no hubiera existido, yo creo que para mí hubiera sido muy diferente la entrada a la lectura.
Por ahí se empieza, uno lee lo que le cae en la mano generalmente, pero en la biblioteca de Alajuela había un tesoro que consistía en lo siguiente: una directora o la encargada de la biblioteca, la que mandaba en la biblioteca era una mujer implacable, pero solo en una cosa: a los mocosos de la escuela que estábamos jugando en el parque y cruzábamos la calle y nos metíamos ahí nos permitía sacar los libros que quisiéramos de los estantes, ella no preguntaba, sino simplemente uno sacaba el libro que quería y lo que no permitía y, a veces hasta coscorrones nos daba, era que los devolviéramos al estante, porque era la única manera que tenía ella de tenerlos en el orden que corresponde. Nosotros lo entendíamos y, digo nosotros porque, como decíamos los güilillas de entonces, íbamos a la biblioteca como ir a oír la banda tocar, incluso inventamos juegos con los libros y a ella no le importaba. Había uno que consistía en que se designaba a uno del grupo, de los 5 o 6 que éramos, quien era el que iba a dar el número del libro que había que coger, pero se entendía que era el número del estante que ese encargado iba a escoger, entonces los demás habían anotado en un papel una palabra y luego se comparaba cuán cerca estaban del inicio de la página que el árbitro daba. No era muy complicado. Estaba prohibido usar monosílabos, pero yo podía escoger la palabra “mayor”, la palabra “gusano”, la palabra “Pedro” si estaba participando en el juego. Y esto lo hacíamos a vista y paciencia de esta señora y ella no se inmutaba.
De ahí resultó que, como la biblioteca estaba tan abierta, nosotros nos interesábamos en los libros y, por ejemplo, en mi caso, yo llegué a pedir prestados libros para leérselos a mis compañerillos del barrio, pero no siempre les interesaba, sin embargo de vez en cuando le ponían atención y yo recuerdo, esto no es una fantasía de mi memoria, que en esos tejes y manejes yo empecé a leer un libro que se llama Os lusiadas de Camões, el gran poeta portugués, y es impensable, ahora cuando lo veo a la distancia digo cómo es posible que yo estando en tercero, cuarto grado, yo me hubiera puesto a leer eso. Es un poema épico que describe el viaje de Vasco da Gama, la vuelta a África de los portugueses. Yo me lo leí. Ahora no puedo decir cuánto comprendí porque sería hacer trampa, yo lo he leído después. Es más, una vez me encontré a un profesor de literatura chileno que estaba aquí en Costa Rica en una librería allá por Rohrmoser y me dijo que tenía un problema porque no podía conseguir una edición aquí en San José, rápidamente, de esa obra de Camões, entonces yo muy tranquilamente, sin pretensión de nada, le dije que yo tenía un ejemplar en mi casa. Y lo que me dijo él fue esto: “¿tú, un quimiquillo de Alajuela?” Y yo siempre he tenido una copia de ese poema.
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Luego me ocurrió un accidente, un accidente vital, que fue que estando en quinto grado yo me declaré aburrido de estar en la escuela y convencí a mi madre de hacer algo que yo ya sabía que se podía, porque ella ya lo había gestionado para unos muchachos de Alajuela que se habían quedado sin escuela por unos años y habían querido recuperar el tiempo. Le pedí que hiciera las gestiones para que yo pudiera presentar el sexto grado por suficiencia. Estamos hablando del año 1949. En esa época casi no se oía hablar de eso, pero mi madre sabía que eso se podía hacer y, al haberlo gestionado para otros chicos, yo lo sabía. Entonces, ella me hizo las gestiones y me puso a cargo de una maestra, una gran maestra de apellido Altamirano, de Alajuela, una señora con una paciencia franciscana, la niña Anita Altamirano. Ella me preparó durante las vacaciones y en febrero del año 50 presenté el examen de sexto por suficiencia y lo gané. Entonces, pasé directamente al Instituto de Alajuela, a primer año.
Ahí es donde viene la cosa que yo le llamo “accidente”, porque estando ya en primer año en el Instituto de Alajuela y yendo aún a la biblioteca a fregar la paciencia (estábamos más cerca ahora, porque yo venía de la Escuela Guatemala que está allá por la plaza Yglesias), apareció un anuncio en el periódico en el que la embajada de Cuba y el Ministerio de Educación convocaban a un examen para optar por una beca para ir a estudiar en la enseñanza vocacional de Cuba. Me inscribieron y yo estuve de acuerdo en que me inscribieran, yo estaba todavía en primer año, pero si yo no hubiera hecho esa jugada de brincarme sexto grado no hubiera podido participar porque el requisito era tener el sexto grado aprobado.
Entonces, se presentaron los papeles y yo hice el examen y me gané la beca, de manera que yo no terminé el primer año, sino que me fui para Cuba y eso cambia todo el panorama porque yo llego a Cuba y es otra cosa, empezando porque iba a una enseñanza que era “poco académica”, era vocacional. Sin embargo, era muy curioso. No he encontrado un pueblo más ávido por la lectura que el pueblo cubano en todos los niveles, incluso éramos excesivamente voraces con la lectura, muy indiscriminada. Esa es otra cosa que yo tengo que confesar: yo soy totalmente desordenado en las lecturas, pero esa fue la escuela en la que me formé. Entonces, hice dos años de escuela vocacional llevando una carrera, allá le llamaban un oficio, que era industrias rurales, lo que ahora aquí le llaman tecnología de alimentos.
Al terminar los dos años en esa escuela vocacional, que se llamaba Escuela Vocacional República de Costa Rica (esa era la beca que había recibido), por una especie de automaticidad me la ampliaron para que siguiera estudiando en el nivel superior que seguía, que era el de las escuelas técnicas y politécnicas, entonces entré a una escuela politécnica que se llamaba Instituto Tecnológico Superior de Ceiba del Agua, en La Habana. Estuve un año, primero, en ese mismo Instituto, pero en la ciudad de Matanzas y luego me trasladé a Ceiba del Agua, cerca de La Habana, y ahí hice los tres años que seguían.
Ahora, usted imagínese lo que era para mí encontrarme con un instituto que era un cuartel, porque era de disciplina militar, todo se hacía a golpe de trompeta y se iba de un lugar a otro marchando: uno, dos, tres, cuatro, uno, dos, tres, cuatro. Había grados militares ahí, desde cabo, sargento, teniente, capitán y ya el comandante era un funcionario que, al parecer, casi siempre tenía formación militar en el ejército, esa es una cosa que a mí nunca me quedó clara. En todo caso, esos tres años los hice llevando el curso de laboratorista químico, ahí la literatura no entraba para nada en el esquema y ahí es donde vienen las cosas que tienen que ver con el ambiente y no con el currículum, porque inmediatamente que uno comenzaba ahí ya caía organizándose en clubes de lectura, era una especie de norma no escrita, pero todos nos armábamos en grupos de lectura, era muy extraño aquello y sin embargo funcionaban de lo más bien. Por ejemplo, yo no tenía por qué saber que existía un escritor polaco que se llamaba Henryk Sienkiewicz que había sido Premio Nobel y era un racista, un nacionalista horrible, pero escribió unas novelas que se llamaban Las Novelas Polacas que eran maravillosas, esas novelas yo me las leí todas en uno de esos clubes de lectura.
Aquí tengo que hacer como un desvío, porque resulta ser que, añísimos después, cuando yo ya era un viejo, leí una autobiografía de Frei, el expresidente de Chile, él cuenta que entre las primeras lecturas de él estuvieron esas novelas, pero yo qué me iba a imaginar. Solo después me enteré de que ese era el autor de Quo Vadis?
El asunto es que cuando estábamos leyendo esas novelas nos encontramos con varios problemas: todo ocurría en los tiempos del imperio lituano-polaco y los caballeros polacos eran ahí los héroes. Entonces, de pronto, había una cabalgata de los caballeros polacos hasta Belgrado. Y tuvimos que decidir una cosa muy importante: para entender estas jodidas novelas tenemos que saber un poco de historia de la época y geografía de Europa y le metimos esa carne al currículum nuestro sin que hubiera nadie que nos calificara.
La otra cosa interesantísima es que aparecen otra vez las bibliotecas. Ese Instituto Tecnológico Superior que llamaban Escuela Politécnica tenía una biblioteca tan rica que ya se la envidiaría una Facultad de Letras de alguna otra universidad y nadie entendía por qué, porque dese cuenta cuál era el tono del currículum y, sin embargo, estaba esa biblioteca y le caíamos a muerte, pero sin orientación, simplemente era al gusto nuestro.
Con el tiempo se me empezó a ocurrir que uno podía escribir algunas cosas. Esa es una idea que tenía flotando y en esa época… Yo llegué a Cuba cuando había gobierno constitucional en el 50, setiembre. En marzo del 52 hubo un golpe de estado y todo eso estaba ocurriendo en la dictadura de Batista, eso planteaba otras cuestiones relativas a las relaciones entre la autoridad y las lecturas, había cierto cuidado en no mostrar ciertas lecturas. Ese clima, que no era nada académico desde el punto de vista de la literatura, me hizo sumergirme en la literatura de una manera hasta peligrosa porque leía de todo.
Yo escribí en uno de los libritos que he publicado un relato que es auténtico y hablo de esos clubes de lectura y cuento una historia que si la hubiera contado completa me hubieran dicho que soy un mentiroso. En esa historia cuento lo que ocurre en uno de esos clubes de lectura, en el mío (eso fue cierto) con un guajirito, con un campesino, le decíamos guajiro porque tenía las características de un campesino, sin ser peyorativo, de la zona cañera de la provincia de Camagüey o Las Villas. Entonces, el guajirito participaba en el club con una inteligencia extraordinaria y un día le tocó disertar (porque nos dábamos tareas) del libro del Génesis del Antiguo Testamento, sobre todo en torno al capítulo del diluvio. Entonces él, con una claridad asombrosa, en su lenguaje a veces tosco, se paró en la pizarra y trazó dos círculos concéntricos, hizo un breve relato de la historia del diluvio y nos dijo algo así:
- “¡Oye chico! Eso no puede ser”.
Y los matones le respondieron:
- “¿Y por qué no, chico?”
- “Mira tú chico, ¿cuántos metros medía el Ararat?”
Usted sabe que, según La Biblia, el Ararat es el lugar donde escoró el arca, son un poco más de 5 000 metros, yo ya no me acuerdo. Entonces, él dice:
- “Chico, a mí me enseñaron el volumen de la esfera y cuando yo calculo el volumen de la esfera del planeta y después calculo el volumen de la esfera que resulta de subir el agua hasta allá, porque el agua tenía que subir en todos los océanos y en todas partes, la cantidad de agua que había que ponerle extra a la Tierra habría reducido la velocidad de la Tierra y hubiera sido catastrófico, chico”.
Pero, vea por qué yo cuento eso y por qué no fui más lejos, porque me hubieran dicho mentiroso. Mi familia siempre fue católica y mi madre me mandaba a ir a misa y salir de misa de 9 de los domingos para ir a la escuela dominical de la iglesia evangélica. Entonces, eso significó para mí comer galletitas y confites y beber refrescos en la escuela dominical, pero interesarme en La Biblia porque era muy ridículo que nos hablaran de La Biblia y yo no la leyera, y a mí me pasó esto: cuando me leí la historia del diluvio de carajillo yo hice dos círculos concéntricos igual que hizo el guajirito y pensé lo mismo sin hacer cálculos porque en ese entonces no sabía cómo se calculaba el volumen de la esfera, pero yo me preguntaba ¿adónde fue a parar toda esa agua?, porque era mucha.
Bueno, otra cosa que yo aprendí ahí es esta: que siempre que alguien se pone a predicar un poco con La Biblia y el diluvio yo le hago esta pregunta: ¿cuántas parejas de cada especie puso Noé en el arca? Y todos me dicen que una. Yo tengo dos preguntas que nacieron cuando yo era escolar leyendo La Biblia. Una: ¿por qué todos dicen que es una si en un versículo de La Biblia dice que eran siete parejas de cada especie? Yo le apuesto mil colones a cualquiera que sea a que es así. Es cierto, absolutamente cierto. La otra pregunta que yo hacía es esta: a mí me habían enseñado que los marsupiales son muy raros y que en América solo hay una o dos especies, pero que todas las demás especies de marsupiales están en Australia, en Oceanía, los canguros y todos esos, hay un montón. Entonces, la pregunta que yo me hacía era ¿y cómo hizo Noé para llevar animales de lugares tan lejanos? Y esa pregunta nunca me la respondió nadie.
Pero todo este cuento vale para decir que uno entra en la literatura por vías que son totalmente arbitrarias y que a mí nunca me dieron un verdadero curso de literatura, que yo considere un fuerte curso de literatura. Después de salir de la escuela politécnica estuve un año más en la Escuela Superior de Artes y Oficios de La Habana y ahí me gradué de químico industrial. Yo tenía opción de ir a la Universidad de La Habana directamente, sin exámenes ni nada, siempre y cuando entrara a una carrera de ciencia, pero en eso vino todo el problema de la insurgencia, cerraron la Universidad de La Habana, entonces tuve que volver, ya no tuve chance de seguir fagocitando la educación cubana. Por eso yo me enojo mucho cuando aquí algunos se enojan porque extranjeros vienen a usar nuestro sistema educativo. Eso me enardece. A mí nunca nadie me preguntó en Cuba ¿por qué yo estaba ahí siendo extranjero? y me tiré todos esos años de enseñanza.
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Pero el asunto es que cuando volví a Costa Rica lo que deseaba era seguir en la universidad y yo traía todos los papeles en regla, eso sí, por dicha la embajada de Costa Rica me ayudó mucho en eso y yo venía con todo en regla para efecto de presentarlo. Desgraciadamente yo no puedo expresar opiniones muy favorables en relación con los miembros del Consejo Superior de Educación porque cuando yo solicité que se me permitiera entrar a la universidad directamente uno de ellos dijo así, con una voz meliflua, como diciendo “me voy a poner trascendental”: “es que Fernandito no tiene la suficiente formación humanística”. Cuando yo llegue al infierno y me lo encuentre ahí le voy a partir la cara a patadas porque destruyó mi vida momentáneamente porque yo me quedaba sin poder seguir estudiando, sin embargo me acordé de mi mamá y le pedí a ella que me explicara todo de nuevo y entonces lo que hice fue presentar una exigencia, porque de acuerdo con lo que mamá me enseñó, tenía derecho a que me permitieran presentar de primero a tercero de secundaria por suficiencia, pero, además, conseguí que me autorizaran a prepararme a lo largo de un año, y durante ese año, llevar de manera provisional el cuarto año en un colegio nocturno privado, porque yo tenía que trabajar. Entonces, empecé a estudiar para presentar por suficiencia hasta tercer año y llevaba el cuarto año y casi simultáneamente presenté el examen de suficiencia y los exámenes de cuarto año y ya quedé con todo listo hasta cuarto año, pero les di un año más yendo al mismo colegio donde estaba y cuando entré a la Universidad de Costa Rica llevaba, desde el punto de vista de la edad, un atrasillo.
Cuando llegué a la oficina de registro de la Universidad de Costa Rica con el diploma de aquel liceo y trescientos colones y los entregué y me inscribí, pensé algunas cosas muy desagradables de los miembros del Consejo Superior de Educación, pero ahí arranqué, hice la carrera universitaria. Todo eso es una historia que probablemente no tenga nada que ver con la literatura, pero vea usted, por ejemplo, lo que me pasó en el examen de tercer año: en una pregunta de literatura me pidieron que hablara de la novela María, del colombiano Jorge Isaacs. Yo la había tenido en mis manos en Cuba, pero me había parecido un bodrio, una porquería de novela y no la había leído. Después oí a un candidato a la presidencia decir que ese era su libro de cabecera. ¡Hay de todo en el mundo! Entonces, yo les dije a los examinadores: “esa novela yo no me la leería, aunque de eso dependiera mi vida, ahora ¿quieren que les recite todos los Versos Sencillos de Martí?” Y les hablé largo rato. Entonces se dieron cuenta de que la cosa no podía ser juzgada como si el que hizo los currículos de secundaria en Costa Rica era el Espíritu Santo.
Entonces tuve una carrera universitaria muy hermosa, muy tranquila, claro, trabajando, yo con el tiempo tuve que trabajar para mantenerme. Mi carrera universitaria tuvo sus trancas y sus barrancas y resultó lo que resultó. Ahora sí, ¿cómo fue que empecé a escribir? Yo, entre las chambas que conseguí, una que de veras me llenó mucho fue la de profesor de Química y Física en un liceo nuevo que abrieron en San José: el Liceo del Sur. Era una institución maravillosa, no tenía edificio, no tenía nada, pero lo abrieron alternando con una escuela y ahí fue progresando. Entonces, yo tenía una conciencia muy clara de que esa escuela se había abierto en una zona de San José donde la mayor parte de los estudiantes eran de hogares muy pobres, los barrios del sur que llamaban entonces. Pensé que ponerlos a estudiar Química y Física sin laboratorio prácticamente era una atrocidad, pero había que hacerlo. Entonces cogí el hábito de meter en las clases temas que muchas veces eran literarios y creo que fui el primer profesor de secundaria en Costa Rica que puso a los chamacos a leer a Nicolás Guillén y a Rabindranath Tagore al mismo tiempo y eso me produjo muchas satisfacciones. Por ejemplo, había un muchacho que era muy inteligente, ya me había dado cuenta, pero era muy pachuco, la inteligencia le rezumaba, pero era muy tosco, muy dicharachero (parecía de Alajuela) y los compañeros lo molestaban mucho. Entonces un día lo llamé, yo era profesor guía del grupo, y le dije que al grupo le tocaba la bailada de un día de tantos y que quería que él se luciera de verdad con algo qué el pudiera hacer de verdad bien. Creo que él no entendía por dónde iba la procesión. Entonces le di un poema de Nicolás Guillén, aquel que empieza así:
"Yo ya me enteré, mulata,
mulata ya sé que dise
que yo tengo las narise
como nudo de corbbata".
Es un poema dicho en el cubano más cubano que pueda haber, de afrocubano, y que obviamente requiere, para hacerlo bien, una capacidad de actuación, había que meterse en el papel de veras. ¡Ese muchacho se ha jalado una declamación que yo juro que después de eso nadie lo volvió a vacilar!, como decían los chicos en el colegio.
Mientras tanto yo había empezado a escribir mis primeros cuentos. El primer cuento que yo escribí fue realmente una humorada porque yo tenía una profesora en la universidad que me estimulaba mucho. En un examen corriente, en lápiz rojo, ella escribió: usted tiene que ser escritor. ¡Para qué lo hizo! Yo no tenía mucho tiempo para escribir porque estudiaba y trabajaba, era una vida muy agitada. Le dije que yo le iba a escribir un cuento a ella, pero pasaba el tiempo y no cumplía, entonces cuando vinieron las vacaciones escolares y no tenía que dar clases en el Liceo del Sur, un día me senté con un cuadernito escolar y empecé a escribir. Ese primer cuento lo escribí de esta manera: le puse el título sin saber si esa era una técnica correcta. Le puse un título: Zapatos. La primera línea decía: “Pedrito caminaba por una callejuela del barrio Sagrada Familia” y ahí empezó el cuento. Con algunos poquitos tachonazos, así lo fui escribiendo y llené el cuadernito y terminó el cuento. Y me quedé pensando: “¿Y ahora qué hago? Esto es lo que le voy a llevar a la profesora, pero ella ya no va a ser mi profesora cuando volvamos, pero de todas maneras se lo llevo”. Entonces, se me ocurrió mandarlo al periódico La República que tenía un suplemento dominical de una sola página.
Los fregados del Liceo del Sur me habían puesto un apodo porque yo siempre andaba muy atildado pero muy remendado, tenía solo dos trajes oscuros, uno café oscuro y otro azul y así iba y siempre de corbata y todo. Entonces, a uno se le ocurrió que yo me parecía a San Martín de Porres y no hubo remedio, yo sabía que me decían así. Entonces, dije: “ahora sí los voy a fregar, porque si esto lo publican, al principio no van a saber quién soy, pero después se darán cuenta”. Entonces, me puse como seudónimo Fray San Martín. Como era manuscrito, en La República el “Fray” lo interpretaron mal y le pusieron F. R. San Martín y da la casualidad de que yo me llamo Fernando Ramón, Ramón no me gusta mucho pero ahí estaba. Entonces, sale así. Pero, vea como ocurren las cosas. Yo no tenía la menor esperanza de que me lo publicaran y había pensado en cómo iba a hacer para recuperarlo. Un domingo en la mañana, estoy yo todavía en la cama y mi madre llega con el periódico y la taza de café, abre el periódico y pegué un alarido porque estaba el cuento con un dibujo muy bueno (a mí me impresionó mucho) de un dibujante que tenía La República que se llamaba Coquí, yo creo que se llamaba Joaquín Chavarría. Lo único que decía encima, como introducción, era que habían recibido ese cuento de alguien que se declaraba muy joven porque decía que no usaba ni siquiera máquina de afeitar y que tal vez, por el apellido, era peruano y no costarricense. El que firmaba esa notita muy alentadora, por cierto, firmaba con unas siglas que usaba como seudónimo él también, después me enteré de que era don Alberto Cañas. Así que tengo que empezar por decir que hay cosas que uno se encuentra.
Si Alberto Cañas no hubiera hecho eso, ¿quién sabe? A lo mejor nunca hubiera vuelto a escribir un cuento. Pero aquello me hinchó el ego y seguí escribiendo de vez en cuando y lo mandaba a La República. Entonces, los primeros 8 cuentos que escribí se publicaron en La República y en alguna ocasión ellos mismos decían “el cuentista particular de La República”. Yo no sabría decir cómo vino cada cosa después.
Lo que pasa es que yo nunca estoy seguro de que lo que he escrito sirva para algo. Cuando termino, termino, siempre hay algunas correcciones, uno se vuelve un poco puntilloso en hacer correcciones, pero realmente hay un momento en que uno coge un relato, ya sea un minicuento, un microcuento, un picocuento, un cuento, un relato, una novela corta, una novela mediolarga, cuando uno no ha terminado dice “ya terminé, ya aquí no hay nada más que hacer y por mucho que quiera afinar es capaz que echo a perder lo poquito que puede tener esto de bueno, entonces mejor dejémoslo así y comencemos otra cosa y así se han ido acumulando con el tiempo. Una suerte muy variable respecto a la respuesta de los lectores porque yo nunca estoy seguro de que haya lectores. De hecho, tengo muy poca fe en el contingente de los lectores del mundo, no solo de Costa Rica, y solo los accidentes hacen que las personas lean ahí un cuento y después hablen de él.
Un día de estos tuve una conversación con alguien. No es nada trascendental. Como ahora en el tiempo de la pandemia los viejos solo hablamos por teléfono, entonces alargamos las conversaciones todo lo que se pueda. El ICE es el que sale ganando. Hablamos de una y otra cosa y de pronto esta persona me empezó a contar algo que él había leído y el tema era la relación entre las tres dimensiones, era una cosa un poco metafísica, pero resulta ser que lo que me estaba contando era un cuento que yo escribí. Es un cuento que está por ahí, en uno de los libros de cuentos infantiles que se llama El puntito curioso, ese es el cuento que yo escribí. Pero, esta persona, más o menos de mi edad, no se acordaba dónde lo había leído, no me lo dijo, simplemente no se acordaba porque me estaba contando a mí el cuento que yo había escrito. La única garantía que tiene uno de lo que se escribe y se publica es que un buen número de polillas le van a agradecer a uno que les hayan dado de comer. Ahí hay que ver en qué rincón cae un libro y se lo encuentra alguien y se pone a leerlo.
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–También tuvo otros seudónimos. ¿Por qué decidió seguir con los seudónimos, variarlos y por qué esos nombres?
–FDA: El F. R. San Martín se tuvo que desnudar un día, son de esas cosas que pasan y que uno no entiende por dónde vienen. Un día un señor, un caballero costarricense, periodista, me llamó para decirme que él era el secretario ejecutivo de una organización que existía aquí y que él podría lograr que esa organización financiera una edicioncita de un libro mío, con mis cuentos. Eso no le pasa a uno muy fácilmente. Es decir, una llamada de ese tipo… ahorita digo el nombre. Resulta ser que ahí ya yo no podía seguir usando el seudónimo. Él fue siempre periodista y la historia de quién era yo se la contó Alberto Cañas seguramente. El asunto es que tuve que decir que sí. Por supuesto que dije que sí. Fue un librito muy sencillo, muy económico, pero se hizo.
Quien hizo esa gauchada fue Guido Fernández. El periodista Guido Fernández era secretario de la ANFE. Ahora, ahí hay un problema que todo el mundo me planteaba porque en esa época yo era miembro de la Asociación de Amigos de la Revolución Cubana que, por cierto, ahí fue donde yo conocí a Calufa y solo por haber conocido a Calufa y hablado con él muchas veces valía la pena estar ahí, pero yo no estaba por malas razones, yo había visto la dictadura de Batista y sabía lo que el pueblo cubano había sufrido con esa dictadura, porque hay quienes escriben “cuando Cuba era feliz”, ¡no me frieguen la paciencia! Era una dictadura, pero asquerosa, tremenda, terrible, asesina, pero eso es otra historia, y la ANFE era la Asociación Nacional de Fomento Económico, que era una organización que se suponía que era de derechas, pero me publicaron el libro y el libro se publicó de tal manera que todos los ejemplares, menos unos pocos que se dejaron ellos, me los dieron y yo se los regalé al Liceo del Sur para que el liceo los vendiera y el dinero lo dedicaran a ayudar a los estudiantes. No fue una gran cosa la que hicieron, pero por lo menos… El libro se llamó Dos reales y otros cuentos y los lectores poco advertidos decían que se titulaba “Dos reales de cuentos”, dos reales eran veinticinco céntimos. En todo caso, una vez que se dio ese libro uno ya se sintió autor, a uno le da la babosadilla de decir que es autor o escritor, pero yo después me he quitado el apodo lo más que puedo. Solo el futuro dirá si alguien va a encontrar una buena razón para releer algo de lo que yo he escrito.
Los seudónimos aparecen después por razones un poco de pesadez porque, por ejemplo, yo escribía en La República una columna con el seudónimo de Sanmar, después otra en un periódico de la tarde que estaba en la misma República que era Doctor San Martín. Después, en un momento dado, el mismo Guido Fernández me invitó a escribir en la página 15 todos los domingos, era una columna muy grande que había que ponerle título, entonces yo le puse Picotazos y el seudónimo era S.Gallo. Lo de picotazos yo no me lo inventé de la nada. Yo había leído bastante a Curzio Malaparte y él tuvo en un periódico italiano una columna que yo quería imitar en el fondo y que se llamaba así, pero en italiano.
El seudónimo Jaime Miravalles era una parodia de un columnista catalán que se publicaba en La Nación: John Miravitlles, John es Jaime y Miravitlles Miravalles. Ese lo estuve usando un tiempo. Y ahora en la red tengo uno que se llama Pierre Du Charbon que me sirve para sacarle el bulto a algunos temas. Pero eso no tiene ninguna gracia. Uno se los inventa y después se le olvidan. A mí ha habido seudónimos que se me han olvidado. Con el tiempo me doy cuenta que no volví a escribir como tal. Empecemos porque nadie en Costa Rica deja de saber quién es quién. Hubo una vez un alajuelense que se enojó por una opinión que di en la columna esa de Picotazos con el seudónimo S.Gallo, entonces me mandó una nota que decía: “usted debería firmarse S.Chivo”.
–¿Y lo de los seudónimos no es que usted preferiría autoponerse apodos en lugar de que otros se los pusieran como hacen en Alajuela?
–FDA: En Alajuela cuando yo era más carajillo me decían Gallo porque yo cantaba como gallo, pero eso era una cosa del barrio. No hay remedio. En Alajuela no se puede eludir un apodo de ninguna manera. Lo mejor que puede hacer uno para que no le pongan apodo en Alajuela es no vivir ahí. Eso está probado. Yo lo llegué a documentar. A principios del siglo XX las ciudades que tenían fama de poner apodos en Costa Rica eran Liberia y Heredia. Yo no recuerdo los detalles, pero hubo una publicación en la que alguien ponía de relieve eso y al parecer hubo un alajuelense que reclamó, que no creía que ellos fueran mejores y la leyenda urbana dice que los alajuelenses, efectivamente, decidieron demostrar que eran el non plus ultra en esa materia y afinaron la cosa de manera que prácticamente no quedó alajuelense que no tuviera apodo. Esa es una versión que yo escuché hace muchos años y no me extraña, tener un campeonato en algo, sobre todo cuando el equipo de vez en cuando tarda mucho en llegar a los treinta, ¿verdad?
–¿Por qué prefiere referirse a sus escritos como relatos y no tanto como cuentos?
–FDA: Hay un problema que Monterroso enfocó a su manera. En español hay una cierta reticencia a definir los géneros por su dimensión y no por su estructura. Yo recuerdo que en una ocasión una profesora de secundaria de literatura me pidió la oportunidad de leer un manuscrito mío. Yo tenía un manuscrito, lo que pretendía ser un libro de cuentos, así lo llamaba yo. Entonces se lo di, no encontraba ninguna razón para no hacerlo. Al tiempo ella me lo devuelve con esta observación: “Mirá, muy bien. Están muy bonitos, pero para mí que no son cuentos”. Entonces, le tuve que preguntar: “¿cómo define usted un cuento?” Y la definición que me dio ella fue esta: “Es que para mí un cuento es como una canastica, como los de Carlos Salazar Herrera. Y bueno, yo había leído a Carlos Salazar Herrera y nunca les había visto forma de canasta a sus cuentos ni nada por el estilo.
Entonces me puse a pensar ¿por qué uno en inglés dice “short story”?, y ahí se acabó el asunto, que, por cierto, volviendo un poco a Cuba, yo no sabía inglés, es decir, sabía un inglés técnico porque teníamos que llevar cursos de inglés técnico, pero estando ya en La Habana en la Escuela Superior de Artes y Oficios me encontré con un portugués, muy pobre él, un portugués que había vivido 29 años en Nueva York y daba clases particulares de inglés. Entonces ahí nos conocimos y hablamos y le dije que a mí me hubiera gustado aprender inglés conversacional, aprender inglés como para leer la literatura, pero que yo no podía pagar porque era muy caro. Entonces me dice: “yo voy a hacer una excepción con usted, yo le compro veinte centavos por lección y le voy a dar un curso en el que usted va a empezar con el silabario de primer grado y cuando lo domine pasa al segundo y ahí va y usted me paga solo por las lecciones. Yo tenía una beca muy pobre, pero me las podía agenciar. Entonces, él me dio el silabario de primer grado supongo que de Estados Unidos. Recuerdo un poema de un conejo que andaba buscando algo y se encontraba con otros animales y a todos les decía: “Please, stop and tell me how to be Mr. Rabbit now”. Pasé a segundo grado, a tercer grado y cuando terminé el sexto él me dijo: “si usted domina realmente hasta este punto vaya a la librería de uso (porque no iba a ir la Universal de allá) y se consigue una novela en inglés, y me dijo dónde quedaba una de ellas y me fui y llegué a buscar. Recuerdo que llegué a un montón de libros viejos, pero había uno muy lindo, empastado, limpiecito, parecía que nadie lo había leído y era una novela de John Steinbeck, ¡juemialma!, y se titulaba The moon is down (La luna se ha ocultado), que era una novela muy linda, muy terrible sobre la ocupación nazi de Noruega, Steinbeck es descendiente de noruegos. No podía creer lo que me ocurrió porque la compré en veinticinco centavos, me fui, me tiré en la cama y empecé a leer y yo no salía de mi asombro porque la entendí. Desde luego, de vez en cuando había alguna palabrita por ahí que había que saltarse e ir al diccionario, pero me la leí. A partir de entonces me interesó mucho la literatura norteamericana y leí una gran parte de ella en inglés.
Volvamos al momento en que esa profesora me dice que eso no era cuento. Ella me recordó algo que me había pasado entre las chambas que lograba conseguir. Unas horas que trabajaba como químico en el laboratorio de la Fábrica Nacional de Licores, pero no como laboratorista de la fabricación de licores, sino como asistente del químico de aduanas, que en esa época, el químico de la Fábrica y el químico de Aduanas eran la misma persona, y era una de las personas más notables, no tengo suficientes palabras de encomio para mencionarla: el doctor Adrián Chaverri Rodríguez, él era el químico de la Fábrica, profesor de la universidad de química orgánica y químico de Aduanas. Él recibía visitas de mucha gente porque él había sido presidente del Club Sport Herediano y de todo lo que se puede hacer en Heredia. A él lo visitaba un escritor costarricense que no voy a mencionar, me voy a tener que abstener porque yo lo quiero mucho a ese autor. Él llegó, yo no lo conocía a él, pero sabía quién era él, por supuesto. Llegaba ahí, hablaba con don Adrián y solo nos saludábamos porque yo andaba en el laboratorio con gabacha haciendo torerías y regueros. Un día don Adrián me dijo: “Mire, Fernando, tengo que decirle algo. ¿Usted sabe que “fulano” (el escritor) me comentó que a él no le gustan sus cuentos porque usted escribe como los cubanos?”. Entonces, yo le dije: “Diay, don Adrián, ¡sukia! ¿Cómo no voy a escribir como los cubanos? ¿No me pasé 6 años en Cuba?”.
Pero, vuelvo al cuento de las canasticas. Yo quedé muy descolocado. Yo no me podía poner a definir qué es una cosa o qué es la otra. Es más, pasados muchos años, un día se me ocurrió enviar a un concurso en España un relato. Yo me entero del concurso y tenía escritos tres relatos de dimensiones muy similares, pero el concurso era de novela corta y decía cuáles eran las dimensiones que tenía que tener y yo tenía tres relatos que llenaban los requisitos, pero solo se podía mandar uno. El que más me parecía que tenía chance tenía un defecto fundamental, porque yo ya lo tenía armado, impreso en la computadora. Se titulaba Cuando desaparecieron las taltuzas y de pronto pensé que no podía mandarlo porque en España no iban a saber qué es una taltuza. En Bolivia, en Costa Rica y en Honduras saben qué es un taltuza, pero en España no. Entonces hice trampa, le puse Cuando desparecieron los topos y donde quiera que decía taltuza le puse topo, era facilísimo y cambié de título. Claro, yo había vivido en Holanda y había sido testigo de que los topos son unos bandidos porque a los tulipanes que habían en el jardín donde yo vivía se los tragaban por debajo, exactamente lo mismo que hacen las taltuzas. Entonces, lo mandé así. En febrero me llega la noticia de que había ganado el concurso y me fui a España a recogerlo. Pero, resulta que un crítico cuando se dio cuenta lo que yo había escrito, dijo que eso era un cuento. Entonces, uno no puede andar en esas majaderías, que cada uno se lo trague como quiera.
El rector de la Universidad de Extremadura vino a Costa Rica y por una razón puramente fortuita leyó un librito que yo había escrito que se titula Las estirpes de Montánchez…
¡Qué tirada! ¡Uno sí que quiere hablar de todo!
Ese libro, que yo consideraba que era una novela, es una colección de anacronismos armado en forma de novela. Pero, resulta que Montánchez es un municipio de Extremadura de la provincia de Cáceres y yo lo escogí por una razón muy sencilla, porque quise poner en la novela una familia que tuviera un apellido que fuera toponímico, pero que correspondiera lo más posible al centro de Extremadura. Escogí Extremadura porque era una región de la que se cuenta que para viajar a América se disfrazaban de andaluces para pasar por sevillanos porque había preferencias por los sevillanos para los viajes a América y eso. Y yo con un lápiz viendo el mapa de Extremadura, encontré un pueblo en el centro que se llama Montánchez y me quedaba de perlas para ponérselo de apellido a una familia: la familia Montánchez. Entonces, escribí la novela alrededor de la familia Montánchez que se desplaza por América durante la Colonia y es Montánchez. Pero yo no leía a ningún extremeño que estaba haciendo eso, sino que ahí lo publicó la editorial Guayacán. Pues por una de esas que uno no sabe por qué ocurren, el rector de la Universidad de Extremadura se monta en el avión para regresar a España y se pone en el avión a leer la novela. De esa lectura que hizo el rector salió que me escribieran de Extremadura ofreciéndome publicar allá la novela Las estirpes de Montánchez. Para hacer el cuento corto resulta que la publican en 15 000 ejemplares. Nunca se me ocurrió que un libro mío pudiera imprimirse en 15 000 ejemplares. Hicimos un arreglo para que 2 000 ejemplares vinieran para acá. Duraron como 15 años para desaparecer de mi escritorio, pero lo cierto es que la novela se publica en España y yo no supe más. Hubo un costarricense que me reclamó porque para leer la novela había tenido que estar en España. A los 2 000 ejemplares que se trajeron acá les agregaron el sello de la editorial Guayacán.
Pero hubo aquí un sesudo crítico que cogió la novela, o lo que fuera, porque después de lo que él dijo yo no sé qué es, que eso no era una novela, que eso era un cuento. En España la consideraron una novela corta, era una novela. Entonces, todo eso le dice a usted por qué a mí me importa un rábano lo que la gente piense que es lo que yo he narrado. Entonces, todo lo que yo he narrado son relatos cortiticos, cortotes, cortitos, cortos, grandes, mini, pico, picocuentos, microcuentos, todo eso me resbala porque hay una especie de refinamiento casi sensual de los académicos… Yo no entiendo por qué cuando uno coge, por ejemplo, a Henry o a John Birch o a Hemingway, todos son story o short story, es un relato, se relata, se cuenta. Y en eso me paro de manos, me niego a entrar en esas inquisiciones.
Yo escribí un cuento muy divertido de escribir porque era un juego, un juego que yo estaba jugando con mis hijas. Se llama La rebelión de los números y una académica de esas que se llena la cabeza de tiestos antes de hablar se refirió a la obra como “¿esto, esto, esto, qué carajada es esto?” El problema está en que la gente se atosiga con las definiciones y la verdad es que uno que es amateur totalmente, como le dije yo, ¡diay, yo soy químico!, y lo que escribo lo escribo con las perspectivas que me dan todas las experiencias que he tenido, incluso las de la química, a veces se me escapa algo que lo revela. Pero, en todo caso, si uno va a relatar algo relata lo que tiene para relatar. Por cierto, un día de estos me encontré recordando un cuento, de esos que uno ha olvidado porque lo leyó y le impresionó. ¿Quién aquí en Costa Rica habrá oído hablar de un escritor polaco que acabó viviendo en México que se llama Slawomir Mrozek, pero yo había leído dos libros de este autor, se me habían olvidado totalmente. ¿Por qué lo menciono? Porque ninguna de esas historias que él cuenta (uno de los volúmenes se titula El árbol y el otro es La vida es difícil), ninguno de esos relatos que él tiene ahí y que han sido publicados por una de las editoriales más importantes de Barcelona y por otra de Francia, ninguno de esos califica como cuento de acuerdo con la definición de la canastica.
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Quizás con lo que he hablado lo que he hecho es hacer una confesión de desorden. La otra cosa es que si a mí me preguntan cuáles son los autores que usted ha ido dejando en la biblioteca, porque las bibliotecas es un error dejar que crezcan demasiado, son una invitación muy atractiva para las polillas y todo eso, pero si a mí me preguntan cuáles son los autores que yo he leído más en los últimos años casi todos ellos nacieron de 1930 para acá, excepciones son, por ejemplo, Borges o Hemingway, lo cual quiere decir que las influencias que he tenido, influencias existen siempre, yo no las percibo, pero me doy cuenta de que tienen que existir, no provienen… bueno, las de La Biblia, desde luego, porque son 73 libros, un conjunto de 73 libros en un solo volumen tiene que hacerle a uno cosquillas en el cerebro, ¿verdad? Pero no me pongo en esa tesitura de los que dicen que hay que volver a los clásicos, no, los clásicos existen y uno ha pasado por ellos.
¡Vea usted! Existe un escritor que nadie conoce, por lo menos en mi entorno. Se llama Christoph Ransmayr. Ahora, cuando usted lo lee en letras impresas dice Christoph Ransmayr, pero yo sé que se pronuncia Rasmaia porque una vez llegué a una comida aquí en San José y me tocó sentarme en una mesa donde había una gente del extranjero, un matrimonio austriaco y, como todos éramos occidentales civilizados, empezamos a hablar de lo que se nos ocurriera y de pronto alguien sacó el cuento Las metamorfosis de Ovidio, el poeta latino, y como yo soy muy bombeta, cuando entramos en esas, comenté: “por cierto, una de las cosas más maravillosas que he leído recientemente es el libro que se llama El lugar del fin del mundo de Christoph Ransmayr”. Entonces, la señora de la pareja, una pareja mayor, me dijo: “si me permite, perdón, es Rasmaia y, además, sepa usted, que lo primero que voy a hacer cuando llegue a mi casa es esperar a que él salga a poner la basura afuera para contarle que en un lugar llamado Costa Rica, un hombre moreno, como usted, me habló de usted”, ¡eran vecinos! Ransmayr había nacido en 1954, mucho menos viejo que yo.
Resulta que esa novela gira en torno a un tema que es muy atractivo: el día que muere Ovidio, allá en el destierro en las orillas del Mar Negro, sus amigos en Roma se preocupan porque habían escuchado decir que él (Ovidio) quería destruir su obra y era un gran poeta. Estaba en el exilio por razones políticas, más o menos. El asunto es que deciden que uno de ellos viaje hasta allá, hasta el Mar Negro, a ver si encuentra rastros de la obra de Ovidio y después de mil peripecias llega y se encuentra con un mundo rarísimo. De veras se encuentra con la casa de Ovidio, que está vacía porque él murió, solo está ahí un criado de él que se llama Sócrates, pero eso es otra historia. El asunto es que empieza a encontrarse con los personajes de Las metamorfosis de Ovidio y hay un terremoto por allá por las montañas y los refugiados del terremoto llegan en autobús, pero estamos hablando de unos pocos años después de la muerte de nuestro Señor y yo me reía porque en Costa Rica le habían armado un escándalo a Joaquín Gutiérrez porque en su novela Murámonos Federico había puesto, a propósito, unos cuantos anacronismos, pero era un literato que estaba escribiendo y podía hacerlo. Pero, aquí hubo gente que reclamó eso. Y cuando yo leí eso me daba una risa porque imagínese usted a los refugiados descendiendo de la montaña… Una cosa bellísima, pero él empieza a encontrar a los personajes de Las metamorfosis y no encuentra el texto, eso es lo que lo desespera, no encuentra el texto, hasta que un día ese viejo criado que está cuidando la casa como si el amo fuera a volver le recomienda que se fije en una gran muralla que hay y él va y se fija y es una muralla enorme que está cubierta de babosas. Entonces el hombre le dice “yo le ayudo a subir los cubos de agua”, “¿cómo, los cubos de agua?”, “sí, los cubos de agua de mar que vamos a lanzar sobre la muralla”, y se dedican a tirarle cubos de agua de mar y ¿qué es lo que les pasa a las babosas?, se van disolviendo, van desapareciendo y ¿qué es lo que aparece en la muralla? El texto de Las metamorfosis.
Entonces, eso fue una revelación que para mí fue crucial, porque en ese momento yo me di cuenta de una cosa muy sencilla: el libro como lo conocemos es un fetiche como cualquier otra cosa, el libro no está en el sustrato, claro que es muy bonito tenerlo así. Las metamorfosis de Ovidio en esa novela se salvan porque habían sido esculpidas en esa muralla y si hubiera habido interés de las autoridades romanas de destruir su obra no se hubieran dado cuenta porque las babosas estaban encima. De manera que yo comencé a cambiar mi impresión de que el libro como lo conocemos no va a desaparecer, yo creo que eso ya no es importante, y eso no quiere decir que estoy defendiendo el libro electrónico. Los sustratos pueden ser muchos, hay uno que mostró un escritor muy conocido y que resultó ser tan bueno como los otros: Ray Bradbury en Fahrenheit 451 pone a personas que se llaman libro, son esos que se saben el libro de memoria y por mucho que las autoridades quemen libros no van a desaparecer. Esa es una señal muy importante porque hay demasiada melancolía en decir que el libro tiene que seguir existiendo. No, el libro existió desde que el primer ser humano le contó una mentira a otro para entretenerlo. De ahí viene. El sustrato era la mente del que inventaba la historia, luego la mente del que la escuchaba y la repetía.
Voy a terminar con una cosa muy linda que aparece en los tiempos modernos que es el descubrimiento que hicieron los investigadores rusos de, que de pronto, en Rusia había una profusión de cuentos rusos que a todas luces eran copias de leyendas africanas y había que investigar eso. La investigación condujo a una cosa muy sencilla: en los tiempos de los zares hubo un momento en el que el imperio ruso decidió desarrollar una marina mercante que fue enorme. Pero, ¿qué tenía esa marina mercante que no tenían las otras? Que los marineros tenían que permanecer por mucho tiempo en África por razones climáticas. Los cargueros hacían viajes, pero antes de volver tenían que esperar muchas veces a que pasara el invierno para poder regresar. Entonces, eran individuos que convivían mucho con los africanos en los puertos africanos y nadie se dio cuenta que, finalmente, ellos fueron aprendiendo muchas de esas fábulas africanas, pero las transformaban lo necesario para que fueran comprensibles para los pueblos del norte. Y, finalmente, la gente, los rusos comunes y corrientes que escuchaban esas historias, no tenían que ponerse a investigar de dónde venían, sino que las iban repitiendo como si fueran fábulas rusas.
De nuevo, el libro es un producto del intelecto humano, pero no del intelectual, sino del cerebro de la gente, y lo que sobrevive es lo que importa. ¿En cuál sustrato? Eso no tiene importancia tampoco mientras sobreviva. Por ejemplo, nosotros con el cuento del Domingo 7. Ítalo Calvino, estudiando los cuentos populares italianos, encontró que el cuento Domingo 7 (Domenica Sete), en realidad, en su primera versión se conocía en la Lituania pagana, pero la historia terminaba en jueves, el día 7 era el jueves, el día de Thor (Thursday). Entonces, cuando Lituania dejó de ser pagana y la historia comenzó a pasar a los países cristianos, lógicamente era el día del Señor en los países latinos (Domenica), pero claro, en los países nórdicos pasó a ser Sunday, pero Sunday no es el día del Señor, es el día del sol.
La forma en la que esa historia, ese cuento, ese relato, fábula, lo que sea, llega al costarricense… El costarricense sí siente que es un cuento costarricense y uno lo entiende, pero rapidito se desmorona eso. La historia de Domingo 7 es un libro pequeñito, pero que ha circulado por todo el mundo occidental, por lo menos, durante siglos, y ahora no tiene ninguna importancia saber quién fue el autor. El libro existe como si fuera una excrecencia independiente del cerebro humano.
Encontrá la literatura de Fernando Durán Ayanegui en las bibliotecas del Sistema de Bibliotecas, Documentación e Información (Sibdi) y de la Red de Unidades de Información Especializadas (RUIE) de la UCR.
Sus relatos dan la impresión de que son experiencias suyas. Todo lo que leí me dio la impresión de que usted lo vivió, aunque no sean historias autobiográficas. ¿Cuánto tienen esos relatos de experiencias personales y cuánto no? Por ejemplo, El fantasma nicaragüense habla mucho de usted, pero no tengo la certeza de que sea una experiencia personal, a diferencia de El mejor ampaya del mundo.
FDA: Ese sí alude a una persona que existió, conocí a sus hijos y yo lo quise mucho, todos los carajillos de esa parte del barrio El Carmen donde yo vivía le teníamos un aprecio enorme. Un no vidente que nos enseñe a jugar beisbol, eso fue cierto. Cuando yo llegué a Cuba jugaba beisbol como si hubiera nacido con el guante en la mano y eso se lo agradecí a él.
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Pero hay uno que se refiere al día en que tío Leonte, que existió, perdió el ojo de vidrio. Esa es una de las experiencias más dolorosas que yo tuve. Acababa de terminar la Guerra Civil, Alajuela todavía estaba en manos de los mariachis, eso es algo que no se recuerda bien, como unos diez días todavía Alajuela estuvo siendo mariachi y ya la Guerra Civil había terminado. Entonces, tío Leonte era mariachi y él tenía un ojo de vidrio, pero él había participado en todos los despliegues de los mariachis en Alajuela. A mi alrededor había mariachis y ulatistas, que ahora estaban pasando a ser figueristas. En la cuestión del trato entre la gente, por razones políticas, tan perversos eran unos como otros. Mi familia era ulatista, pero tío Leonte era mariachi, y un día me tocó salir a ver qué era lo que pasaba en la acera y era que tío Leonte, ya mariachi derrotado, aunque todavía estaban acuartelados en algunos lugares, había perdido su ojo de vidrio. Entonces, los ulatistas del barrio se burlaban de él, lo escarnecían, y a mí me dio tanta cólera que me puse a llorar. Esa experiencia es eso, esa forma bárbara de comerse unos a otros aún con aquello que está por encima de las diferencias. Yo no sé, a mí ese cuento me costó mucho escribirlo por eso. Tío Leonte era un hombre sencillo y ahora me pongo a pensar que los tiempos han llegado a un punto que… yo escribí un cuento que se llama El mercenario tuerto. El acontecimiento principal de El mercenario tuerto ocurre en Cuba bajo la dictadura de Batista, pero se supone que el mercenario tuerto es guatemalteco. Me pongo a pensar que a como están las cosas ahora yo tengo que cambiarle el título y ponerle El soldado de fortuna monooftálmico, porque el término ha empezado a ser políticamente incorrecto. Y me pongo a ver, y no es que estoy inventando nada nuevo en la historia de las guerras romano-macedónicas, hay varios dirigentes, dos reyes entre ellos que se llaman Fulano Monoftalmos porque en las guerras había perdido un ojo, en la historia está. Eso también me lleva a pensar cómo lo que uno escribe puede llegar a colapsar en unos años por razones que no nada tienen que ver con la intención.
Usted dice que algunas de esas cosas tienen relación con las experiencias que yo he tenido. Déjeme hacer una declaración un poquillo arriesgada. Si una cosa yo comparto con Monterroso es que si uno va a hacer alusiones políticas no puede ser panfletario. Mi experiencia en general es que son numerosas las alusiones políticas que he hecho en los relatos que he escrito, pero casi nadie se da cuenta de ellas. Entonces, la pregunta que yo me hago con sinceridad es ¿será que soy muy malo para hacer esas alusiones o será que la gente tiene miedo de asumirlas?
–¿Como en La crisis de ballena? Esa era una de mis preguntas: ¿Los costarricenses estamos condenados a vivir en una permanente crisis de la ballena?
–FDA: No sé. Usted dígamelo. Yo escribí un cuento que tiene que ver con un asesinato político cometido en Costa Rica, muy sórdido, y tuve la experiencia de que una persona cercana a mí se lo leyó a un hijo de una de las víctimas y la descripción que me dio de la reacción de ese hombre realmente fue terrible, terrible en el sentido de que se conmovió porque entendió, pero yo nunca oí a ningún lector que dijera que había entendido eso. Es muy extraño. Yo cuando leo a Baricco, a Günter Grass yo percibo esas alusiones, las alegorías que hay ahí, pero también no sé si nuestro público… Claro, yo encuentro que, no es una crítica que le voy a hacer a nadie, pero coger un acontecimiento que tuvo lugar hace 150 o 130 años y escribir alrededor de él una descarga política no tiene gracia. Yo creo que lo importante es poner a los contemporáneos frente a lo que es lo contemporáneo a riesgo de que después eso muera, pero acaso… yo me pongo a ver a muchos autores de la época de los veinte en Europa que escribieron cosas, narrativa, que me hace pensar: “¡Qué diablos! ¿Cómo se dio cuenta que iba a pasar lo que pasó?” Verdaderamente es impresionante eso. Lo que uno encuentra es que, si el lector no está dispuesto, el asunto no llega a ningún lado. Ahora bien, el lector podría decir “si el autor fuera bueno, sí lo entiendo” y sí está bien. Esa es una discusión que podríamos alargar.
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–En ese sentido, a mí me sorprendió leer en Los visitantes cómo usted avizoró que la vejez iba a declararse como una enfermedad muchos años antes de que pasara en la realidad. ¿Por qué dice que Los visitantes es un teatro irrepresentable cuando es tan pertinente?
–FDA: Yo he escrito varias obras de teatro. Por cierto, yo no creo en los talleres literarios, pero participé en dos: uno que fue muy bonito, realmente me encantó. Yo era decano de la Facultad de Ciencias y asistía al taller literario que daba don Joaquín Gutiérrez en la universidad. Después hubo otro de teatro. Ese lo dio Alejandro Sieveking, director y actor chileno, fundador del Teatro del Ángel. Para ese entonces yo sí era muy viejo, pero sí les saqué provecho. Ahora, yo no tengo criterio para saber si una obra de teatro es representable, no tengo escuela. Me gustaría que esa fuera representable. El tema de la vejez y de la memoria del viejo, cualquiera diría que es una propuesta de ciencia ficción, pero no lo es tanto.
La que yo escribí con Alejandro Sieveking es una que se llama Billy come back, pero esa era muy coyuntural porque aludía a la época en la que se estaba discutiendo la Ley de protección al consumidor, y hay otra que es totalmente política y que creo que nadie va a tocar ni con pinzas, que es esa que lleva un título larguísimo, yo creo que nadie le había puesto un nombre tan largo a una obra de teatro. Se llama La poco ejemplar historia de Juliocésar Pérez y el escuadrón de la muerte, según testimonios de los turistas (ingleses) Guillermo Shakespeare y Regino Warner.
Es muy pretencioso uno cuando escribe en un género que necesita que otros lo ejecuten. La narrativa y la poesía tienen la ventaja de que una imprenta resuelve el problema poniéndola a circular, en el teatro no es así.
Uno no sabe lo que escribe hasta que no le rebota por la opinión de un lector. Uno no tiene que estar exigiendo nada. Uno escribe y ya lo escribió, ahí está. Es como si uno exigiera que le repitan los sueños. “Me desperté, ahora páseme el rollo otra vez”.
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–Usted explica en uno de sus cuentos que durante su permanencia en Bélgica como estudiante llevaba un cuadernito para apuntar sus ideas para cuentos porque no tenía tiempo para escribirlos. ¿Siguió con ese hábito?
–FDA: En estos últimos tiempos lo hago menos. En esa época yo estaba haciendo el doctorado. Entonces, si se me ocurría una cosa, la única manera de que no se me escapara era haciéndolo así. Ahora, hay otra parte, yo he escrito muchos cuentos infantiles, la mayor parte de ellos se los conté a mis hijas para entretenerlas mientras yo manejaba viajando con ellas y muchos de ellos se perdieron. Por ejemplo, yo estaba en Lovaina e iba a ir a Aquisgrán a hacer unas compras, entonces las senté en el carro y empezaba el jaleo: “papi, cuénteme un cuento”, “¿de qué?” Yo les pedía el tema. “De una cucharita” Les contaba un cuento de una cucharita. “De un pececito volador”. Un cuento de un pececito volador. Y después me decían que lo apuntara para que lo escribiera. Muchas de esas cosas quedaron ahí anotadas.
Les narré una novela, por entregas, durante muchos viajes, que versaba alrededor de la situación que se le presentaba a un pequeño país de Europa, muy pequeño (en Europa íbamos a Luxemburgo y los atravesábamos en 15 minutos, ya sabían lo que era un país pequeño). Este país, por su situación geográfica era muy propicio para que se instalaran unas grandes antenas militares y resulta que el país se prestó para eso y el sol no entraba. La novela tuvo bastantes entregas. Claro, a la hora de escribirla me dio mucha pereza y la reduje muchísimo. Hace poco se me ocurrió escribir un relato para ponerlo en la red, se me ocurrió que una serie de cadenas de islas del Pacífico, varios archipiélagos del Pacífico habían aceptado servir de pontón para poner unas grandes torres en las cuales iban a poner unos globos blancos que iban a ser los que absorbieran toda la luz del sol, muy estrafalario el asunto, pero no está mal. Ahí me di cuenta que estaba contando otra vez la historia que les había contado a mis hijas. La idea es que desde el espacio los satélites lo que ven es un montón de cúpulas blancas que parecen una siembra de champiñones en el océano Pacífico, claro eso lo escribí antes de que pasara lo de Tonga, porque si Tonga estuviera ahí, esos champiñones estarían achicharrados.
Uno escribe la tontera que se le ocurre y una vez que la escribe queda.
Por Iván Galo Pando
No. No se trata de un gallo con conflictos de identidad. Todo lo contrario. Él sabía muy bien quién era y para qué había nacido. Escandaloso como todos, afinado como pocos, Ramón tenía la certeza de que su existencia no se limitaría a ser un simple despertador para la finca.
¿Cantar? Sí, y lo hacía mucho mejor que el resto. Pero, él quería hacer algo más. Constantemente tenía la idea de contar todas sus experiencias, pero el canto no le parecía suficiente. Por ser el primero en despertarse y el último en irse a dormir, podía ver todo lo que ocurría a su alrededor, sobre todo cuando se subía a un pequeño aposento construido con tablones en las afueras de la casa, al que ingresaban por turnos todos los miembros de la familia dueña de la propiedad.
Un día lo asaltó la curiosidad por saber qué había ahí adentro. Así que montó guardia y esperó a que alguien saliera de aquel pequeño cuarto y dejara la puerta abierta, tarea para la que tuvo que armarse de paciencia porque todos, sin excepción, se aseguraban de trancar el tablón que alguna vez sirvió de mesa, como si allí guardaran algo valioso y digno de veneración.
Pasaron varios días y el protocolo de poner el picaporte se cumplía una y otra vez, sin embargo, Ramón no perdía la esperanza de poder ingresar a aquel estrecho lugar, mucho menos ese día en el que había escuchado nuevas voces en la casa. Antes del mediodía notó la premura con la que un rostro que no conocía entró al aposento, permaneció por un tiempo prolongado y, ¡eureka!, salió dejando la puerta abierta.
¡Rápido! No podía dejar pasar esta oportunidad. Entró y le extrañó ver solamente un asiento un poco distinto al que había visto en una ocasión en la que visitó el comedor de la casa y de donde fue sacado a escobazos. Lo que más llamó su atención fue unos recortes de periódico metidos en un gancho. Pero, lo que más le sorprendió fue que comprendía lo que decían aquellos papeles. Y ahí se quedó por largo rato hasta que el próximo ocupante temporal de aquel espacio lo sacó a patadas.
De saber leer fue solo un salto para que Ramón comenzara a escribir sus propios relatos y a compartirlos con todos en la finca. Aunque resultaba sorprendente escuchar a un gallo contar historias, no faltó quien lo criticara porque sus cuentos se salían del canasto y tenían un acento extranjero. -“¿Por qué no te dedicás solo a cantar como los demás gallos?”- le dijo en una ocasión una gallina que al poco tiempo sirvieron en salsa de achiote para una fiesta.
Pero, así como hubo quienes quisieron cortarle las alas a Ramón, también tuvo aliados que lo ayudaron a publicar sus obras y a que muchas personas, más allá de la finca, leyeran lo que un gallo tenía que decir. Hoy, después de muchos años, Ramón sigue escribiendo y aprovecha las plataformas tecnológicas para compartir sus relatos. Pero, lo más importante de todo, es que conserva en perfecto estado sus alas, sí, aquellas que algunos quisieron cortar, porque muy en el fondo, él sabe que gallo viejo con el ala mata.
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