—Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa —sentenció el padre—. Una frase que ya había hecho trillo en los canales auditivos de su familia hasta llegar a ese punto del cerebro donde se toman las decisiones para presionar una especie de botoncito rojo que implica la renuncia a un sueño, la represión de una esperanza o la simple respuesta negativa a una petición sin tener que decir “no”.
¡Ya estaba dicho! La Navidad no se mezclaría con colores políticos en aquella casa por muy próximas y reñidas que estuvieran las elecciones presidenciales. Tampoco cederían a la presión del partido por el que el que los padres, abuelos y bisabuelos habían votado para emperifollar la vivienda con banderas, afiches y postalitas del candidato pegadas en las ventanas, en una suerte de santo patrono con el poder de desenredar todos los nudos que arrastra el mundo desde el big bang.
Los Vindas solían ser convocados a la modesta y estrecha sala de la casa cada vez que a don Luis se le metía entre ceja y ceja que había una decisión importante que tomar como familia, y los aires decembrinos combinados con el tufo electoral obligaba a hacer un giro en la tradición que habían seguido por más de una década: no bajarían el árbol de Navidad de plástico del cielo raso, sino que comprarían uno natural para purificar el ambiente y que su fragancia llenara todos los rincones de la casa.
Las cabezas de los convocados al plenario inmediatamente se levantaron y entrecruzaron miradas como buscando la confirmación de que lo que habían escuchado era real.
—¡Uy sí, qué lindo! ¡Que la casa huela a ciprés! —rompió el silencio el menor de los hijos, quien aún estaba en el vientre materno cuando la familia compró el árbol plástico en una promoción posnavideña de una gran tienda por departamentos bajo el ecológico argumento de disminuir la tala de los bosques.
—¡Por fin una buena idea de papá! —prorrumpió la recién quinceañera, quien ya se animaba a enfrentar a su progenitor con algunas frases no muy cordiales.
—¡Yo no sé qué le ven de lindo! ¿No ven que todo esto es un negocio? ¡La Navidad no existe! Todo es un invento para sacarle plata a uno del bolsillo —discrepó Julián, el mayor de los tres y quien ya hacía alarde del pensamiento crítico producto de su primer año en la universidad.
En esas reuniones, la madre siempre tenía la actitud de una buena secretaria: escuchaba, tomaba nota y callaba. Pero por lo grato de la noticia, y notando que contaba con el beneplácito de la mayoría, decidió pronunciar todo un discurso en apoyo a la democracia familiar:
—Me parece muy bonito que todos estemos de acuerdo.
Bastó la aprobación materna para que por una puerta saliera Julián indignado y por la otra ingresara el nuevo árbol de Navidad, verde, natural, sin ingredientes artificiales y emanando un olor exquisito que transportaba la imaginación al frío de las montañas heredianas, donde, aunque no cae nieve, las bajas temperaturas le hacen creer a muchos que se puede tener una blanca Navidad en medio de un país tropical.
La rapidez con la que árbol se hizo presente obedeció a que don Luis, en realidad, nunca había necesitado de la aprobación familiar para hacer lo que él quería. Las reuniones por él convocadas tenían el único objetivo de disfrazar de acuerdo lo que ya era una decisión tomada unilateralmente. Así que lo del árbol no era una consulta, sino un preludio para presentar, con bombos y platillos, al nuevo integrante de la vivienda: un frondoso ciprés recién cortado con su tronco sumergido en un balde con agua purificada para su mayor conservación.
Lo único que le alegró a Julián de tan significativo cambio en la rutina anual de su familia fue que no tendría que subirse al cielo raso para bajar el árbol plástico, cada vez más tieso y tostado por las altas temperaturas que ha tenido que soportar durante 11 meses al año a lo largo del último decenio. Pero el alegrón del ya mayor de edad no duró mucho, porque junto al árbol plástico se guardaba una caja de grandes dimensiones con todos los adornos que colgaban de sus ramas, algunos confeccionados por los mismos hijos de la pareja desde el kínder y los primeros años de escuela; y un favor nunca se lo podría negar a quien le había dado el don de la vida.
Tan pronto bajó la caja, un entusiasmo nunca experimentado por los Vindas se apoderó de ellos hasta casi las 3 de la madrugada, momento en el que colocaron la última de las chucherías en lo que consideraron el único espacio vacío en una pequeña rama de abajo, la cual probablemente nadie apreciaría durante el mes de celebración porque quedaba contra una esquina de la pared de la sala.
La trasnochada sirvió para darle cuerda a un sentimiento que, al parecer, también había estado guardado y olvidado en el fondo de la caja. Era un “no sé qué”, producto de un “no sé cómo”, que hizo que la familia viviera unas semanas idílicas, sin conflictos, casi amándose los unos a los otros, incluyendo a Julián.
¡Cuánto puede cambiar el ambiente de una casa con solo la fragante presencia de un árbol de Navidad natural dentro de ella!
Como era de esperar, el piso alrededor del árbol se fue llenando de regalos pequeños, medianos, grandes, con diferentes formas que despertaban la curiosidad de todos en la casa. La expectativa crecía conforme se acercaba la Nochebuena y el clima familiar era inmejorable, casi al punto de ser reconocido como el hogar del mes por Perfect family, una popular serie televisiva que mucha gente ve, pero que poco imita.
Luego del tamal de medianoche, del rompope casero y de la desilusión de algunos regalos que parecían, pero no eran; los Vindas hicieron un pacto sin palabras: pretenderían vivir en una permanente Navidad el resto del año. Para ello, era necesario mantener el fresco aroma del pedazo de naturaleza que había irrumpido en su hogar semanas atrás. La cuerda de la amabilidad y el buen trato logró saltar la cerca del nuevo año y hasta conoció a los Reyes Magos.
Pero, así como no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, tampoco hay bien que dure una centuria ni cuerpo que lo disfrute. Más rápido que ligero, los Vindas reencontraron sus habituales discrepancias y el otrora protagonista de su unión familiar se convirtió en un estorbo nauseabundo.
—¿Cuándo van a quitar esta cochinada de aquí?
—¡Esta carajada huele peor que el baño después de que papá lo desocupa!
—¡Estas ramas secas ya punzan y están ensuciando toda la sala!
—¡Ven que todo es un negocio! Ahora hasta cobran por recogerle a uno el tal arbolito.
El clamor popular se hizo escuchar y a don Luis no le quedó más remedio que llevarse el árbol esa noche y tirarlo en el cauce de la quebrada que pasa a los 300 metros de la casa. A su regreso, convocó a una nueva sesión familiar y rebuscó dentro de sí las palabras más elocuentes que había coleccionado a lo largo de su vida para hacer su anuncio.
—En el camino venía pensando sobre nuestra responsabilidad cívica de cara a las elecciones nacionales y llegué a la conclusión de que no podemos seguir por el mismo rumbo. Necesitamos un cambio, alguien nuevo que traiga ideas frescas.
Inmediatamente, un déjà vu se apoderó de la sala de los Vindas: levantaron sus cabezas y entrecruzaron miradas como buscando la confirmación de que lo que habían escuchado era real.
—¡Uy sí! ¡Yo me apunto a trabajar como guía, aunque sea virtual! —gritó eufórico el más pequeño.
—¡Ya era hora de que pasara algo nuevo en esta casa! —celebró la adolescente, ajena al hito cipresino que recién acababan de experimentar como familia.
—¡Yo no sé qué le ven de bueno a esta pantomima de las elecciones! ¿No ven que todo esto es un negocio? ¡La democracia no existe! —salió vociferando Julián.
—Me parece muy bonito que todos estemos de acuerdo —concluyó la madre.
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