Las elecciones se avecinan. Con mucha prisa y poco debate. Precipitados y precipitadas sobre la elección, vemos cómo candidatos y candidatas balbucean sus ideas. Sí, las balbucean, mejor o peor según los casos, pero lo que hacen es balbucear, si no simplemente expresar una letanía de desgracias que no comprenden ni entienden cómo afrontar. La política nacional ha consistido en los últimos decenios en predicar abstractamente un cambio. El problema de la abstracción radica en imaginar un futuro mejor, desearlo, pero nunca decir cómo se alcanza ese futuro. Incluso cuando se indican unas ciertas políticas que señalan la descarga económica de la ciudadanía, no se indica nunca las consecuencias negativas que implican esas políticas: gastar más y suprimir impuestos es genial, pero ¿cómo?; privatizar todo, como si todos y todas tuviésemos espíritu empresarial –como si el hecho de convertirnos en comerciantes a todas y todos resolviera el asunto-, y un largo etcétera. Veinticinco propuestas para estar mejor: claro, ¿quién no desea estar mejor? Pero eso no basta. ¿Qué es entonces necesario?
Viendo los perfiles de quienes se postulan a la presidencia o a una diputación, sale a la vista que dentro de los primeros, primeras, la mayoría ha ocupado como mucho un puesto de diputación. Y dentro de los segundos, si no se formulan como repitentes para una diputación, no han ocupado cargo público alguno. ¿Cuántos y cuántas conocen las complicaciones y dificultades de la administración pública desde dentro? ¿Quiénes saben que deben lidiar con una clase funcionaria que no es electa y que está siempre ahí y que el cambio les mortifica –por decirlo claramente-? Cuando se estudia los perfiles presentados ante el Tribunal Supremo de Elecciones, se ve que la mayoría no ha ocupado un cargo público. ¿Qué significa esto?
Hay por lo menos un optimismo ingenuo según el cual llegar a presidente o presidenta, a diputado o diputada resuelve las cosas. Pero parece que esto significa varias cosas.
Primero, nos encontramos la idea muy acentuada y extendida según la cual ocupar los puestos superiores resuelven las cosas. Resuelven las cosas como si los mandos intermedios o incluso las bases (hablo de las instituciones, no de los partidos) no pudiesen, no quisiesen intervenir u oponerse según sus conveniencias, ¿acaso la conveniencia de cada uno no sea defendida? Parecen nuevos.
Segundo, nos encontramos la creencia igualmente extendida que los problemas se resuelven haciendo leyes. Promulgar más leyes, además del batiburrillo administrativo que produce, no significa nada, si no va acompañado de un cambio cultural en la administración y en la ciudadanía. Si hay corrupción, se prefiere hacer más leyes que aplicar las leyes –sobre al interno de las instituciones-. Estudiado está el hecho de que la ley por sí misma no cambia las cosas. Alguien la debe ejecutar y parece que el problema no radica que en tengamos malas leyes o una mala constitución –lo cual además académicamente no ha sido demostrado-, sino en que no parece que estemos dispuestos a aplicarlas o, incluso diría, a someternos a ellas. Dicho así, no sé por qué ser libertarios o por qué ser anarquistas, si en el país parece cada cual hace como le parece sin mirar a quién, sin mirar la ley.
Tercero, muy en consonancia con el primer punto, que por una reputación o una genialidad, se trataría de las personas candidatas de personas superiores –muy a pesar de ver que sus cualificaciones dejan mucho que desear, no ya del conocimiento que puedan tener de la cosa pública, sino del simple hecho de saber expresarse oralmente en público, unos más, otros menos-. Nos invaden candidaturas llenas de una cierta arrogancia de poder resolver los problemas, sin haber explicado tan siquiera en qué consisten, menos aún de los métodos… Caídos del cielo, estas potencias angélicas –y además parece que entre los y las votantes se espera a un ángel o a una santa o algo similar para ocupar los cargos- nos vienen a iluminar. Prefiero al viejo y pobre Diógenes que provocadoramente busca de día con su lámpara en mano a alguien honesto. Resulta curioso que pocas personas candidatas hayan sido regidoras, concejales o alcaldes, antes de aspirar a puestos de presidencia o diputación. Sin mencionar el hecho según el cual, les da la impresión de que pueden hacer o proponer lo que les venga a la mente. La presidencia o una diputación tienen el inconveniente –agravante, se podría agregar- de poder proponer más o menos cualquier cosa, lo cual no ocurre con los otros puestos o puestos inferiores a esos. Esto subraya el desconocimiento de la cosa pública por parte de las personas candidatas.
Al margen de las cosas estructurales, que son ya muchas y muy graves, nos encontramos con el hecho de ver candidaturas oportunistas. Es parte de la naturaleza humana. Las pruebas Faro no nos inmunizarán contra eso, y seguramente no habrá prueba alguna que forme la personalidad y el carácter para evitar soñar despiertos, ni considerar que se tiene la panacea en el botiquín. No bastó que un candidato en los años ochenta se opusiera a que un expresidente intentara lanzarse. No bastó que ese candidato, una vez presidente, no hiciera lo propio para volver, él sí, a lanzarse y, además, con éxito. No bastó ver un candidato perder, hay que verlo volver veinte años después. Y también, nuevamente, otro expresidente. Y todos, llenos de una sabiduría –a veces cuántica, es decir, para el caso, a veces sí, a veces no-, no tienen el reparo de venir a arreglar las cosas que en parte echaron a perder.
Pero no basta con todo ello. Hay aún que escuchar los discursos de izquierda y de derecha como si de la década de los sesenta se tratara y escuchar la perorata de que el sector privado esto y el sector público aquello. Curiosamente, ambos sectores funcionan –perdón por la exageración, quise decir disfuncionan- en el mismo tono. Tanto en uno hay que esperar seis meses para un repuesto –no vaya a ser que las bodegas se llenen- como seis meses para ser operado. Exagero, pueden ser más meses evidentemente. El problema del país es la cultura institucional y nuestras candidatas y candidatos, a la presidencia o a las diputaciones solo juegan con sus puestos, con sus oportunidades, pero no parecen plantear nada serio con lo cual trabajar.
La democracia está fundada sobre una apuesta sobre los cargos elegibles. O al azar –cosa que en algunas ocasiones los atenienses de la Antigüedad estuvieron de acuerdo- o por pocos requisitos –una cierta edad y poco más, como en nuestro caso-. En 2018, acabadas las elecciones, se discutió sobre los requisitos para ocupar el cargo en diputaciones. La democracia no apunta a lo mejor, ni a los méritos, sino a la representatividad. Es problemático, porque evidentemente cualquiera esperaría tener a la persona mejor formada o mejor preparada para ocupar los puestos. Y de hecho, nos preparamos para evaluar las candidaturas según una cierta idea abstracta de lo mejor –la abstracción no es monopolio de los políticos, también forma parte de la construcción del imaginario de quienes votan-. Y entonces, no formulamos legalmente muchos requisitos, pero evaluamos como si cumplieron unos espléndidos pero abstractos requisitos (porque tampoco tenemos una buena medida para medir los “méritos”). Pero esa no es la definición de la democracia; es la de la aristocracia.
En consecuencia, ¿deberíamos resignarnos a los peores? Aristóteles, por muy conservador que fuera –que lo fue-, apuntaba, al contrario de alguna aristocracia, que el gobierno no debía quedar en mano de los mejores –y lejos que estamos, de todas maneras, y habría que discutirlo, porque lo mejor de nuestra ciudadanía no está en las papeletas-, sino en los comunes, entreviendo que en el común hay una inteligencia –hoy diríamos colectiva- que en una cierta consonancia es capaz de atender los problemas. Nuestro problema radica en que en los últimos años nos hemos dedicado a producir disonancias, polarización, en lugar de ser capaces de dialogar. Esto se confirma por la cantidad de candidatas y candidatos. Al mismo tiempo, las propuestas de quienes se postulan son abstractas, simples, tal vez simplistas, poco generosas en la exposición y en ese sentido poco planificadas y ambiciosas a largo plazo. Y las personas candidatas entre sí se critican sobre la misma abstracción –ya sabemos que no van a votar por los demás, pero podrían hacer las preguntas que la ciudadanía no tiene oportunidad de hacerles-. Las abstracciones no se combaten con más abstracciones. Además, en algunos casos parecen ignorar el funcionamiento de la administración pública, lo cual hace que las propuestas sean más abstractas aún, al punto que parecen tener que ocupar el cargo para hacerse una mejor idea de lo que hay que hacer (faltaría entonces experiencia).
El conjunto de tantas propuestas, a veces las mismas, complica la labor de los y las votantes. La tarea no es sencilla y está cargada de responsabilidad. ¿Acaso deberíamos terminar votando al azar? ¿Acaso en realidad simplemente no faltan más candidatos, unos cinco millones más, para que el proceso al azar fuera más exacto? ¿O simplemente el voto, aunque no siguiese ese “método” aleatorio, no terminaría siendo al azar incapaces los electores y electoras de ver las diferencias significativas? Si últimamente se ha vuelto cada vez más común pasar a una segunda ronda, quizás no sea simplemente por la cantidad de propuestas que dividen los votos, sino porque de manera natural se instala un modo “selectivo” que responde más al azar que a la preparación de la clase política –si tal clase lo es efectivamente-, a la falta de propuestas concretas y ejecutables, a la falta de un conocimiento suficiente –informado, como dice el TSE-. Tal vez expresen los y las candidatas representativamente las diferencias, pero muestra la carencia de un proyecto común. Y esto es tanto un problema de la clase política como de la ciudadanía en general.
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