En el periódico El Mentor costarricense del 21 de diciembre de 1844, alguien escribió:
"Los cosecheros de café deben dormir tranquilos, en la confianza de que sus intereses jamás serán sacrificados por la falta de buenos defensores; puesto que apenas hay un individuo en los supremos poderes que no tenga alguna conexión con ese ramo” (según cita de Granados, Mónica. 1991, p.219.)
Con esto, sin saberlo, el autor dejaba en evidencia para futuras interpretaciones históricas, el contexto sociopolítico, y socioeconómico de su tiempo: precisamente, el del nacimiento y consolidación del Estado oligárquico, en el cual, dicho sea con toda claridad, los cafetaleros eran dueños del Estado costarricense.
Todas y cada una de las instituciones del incipiente Estado, eran absolutamente funcionales al desarrollo cafetalero. Quienes estudiamos de manera especializada, por ejemplo, las formas y objetivos que tenía la sanción penal en esa época, en nuestros primeros acercamientos a este tema, nos dimos cuenta con asombro, que el uso preferente y extendido de la pena de trabajo forzado en esta época, tenía como fin la construcción de infraestructura para la exportación del monocultivo, y estaba muy lejos de representar un afán de humanización de los castigos.
Esta economía, y su correspondiente estructura estatal, esa para la gran “hacienda cafetalera”, se afianzaron y extendieron hasta bien entrado el siglo XX. Están bien documentados, en registros históricos, y en la memoria de muchos de nuestros abuelos, el empobrecimiento de amplios sectores de la población, e incluso los procesos y mecanismos de segregación de los miserables, que las leyes e instituciones estatales de la época provocaron.
Aquella manera de comprender cualquiera de los problemas nacionales, desde la visión de los dueños de la Hacienda, permanece todavía en la cabeza de muchos grupos y sectores en Costa Rica.
El proyecto reformista de los años cuarenta del siglo pasado, todo el proceso de cambio Constitucional, que culminó con la Ley Fundamental de 1949, y se materializó con una novedosa estructura de autonomías institucionales —dicho sea con toda franqueza— fueron vistos en ese entonces, y siguen siendo vistos en la actualidad por algunos sectores y grupos sociales, como el medio con el cual se les arrebató el control y dominio sobre la finca.
Lo que quiero decir con este sumarísimo repaso histórico, es que, si bien uno podría leer las leyes desde criterios meramente técnico-jurídicos sobre su claridad, congruencia interna, y coherencia con normas superiores, o incluso desde criterios racional instrumentales (su capacidad para lograr ciertos objetivos); lo cierto es que se obtiene una mejor comprensión de los cuerpos de ley, mediante el análisis genealógico, sobre el origen y precedentes económicos y políticos de estas.
Toda ley, y lo que más importa, sus objetivos declarados y no declarados (latentes), siempre se entienden mejor cuando se enmarcan en el contexto económico y político real en que se les produce, y que provoca su promulgación.
Pero también, junto a ello, las leyes se entienden mejor, si se logra hacer la distinción, sin engaños, de los efectos que provocan, o que potencializan en la realidad; de aquello para lo que efectivamente sirven, y de lo que simplemente no cumplen, ni pueden cumplir.
Dicho esto, frente a la comprensión amplia de las leyes, uno no debe concentrarse en la lectura meramente jurídico dogmática de las mismas; sino realizar una aproximación sociojurídica a ellas.
Dos preguntas clave deberían guiar cualquier reflexión acerca de las normas de ley y de rango constitucional, que instalaron el régimen y la estructura institucional de las autonomías en Costa Rica, incluyendo claro está, las reglas de autonomía universitaria:
¿Cuál fue el contexto sociopolítico y socioeconómico en el cual se aprobaron esas normas de rango constitucional y legal?
¿Qué efectos o consecuencias reales provocaron en la sociedad costarricense?
Las normas constitucionales sobre la autonomía universitaria, se discutieron y aprobaron en el contexto de reconstrucción del Estado costarricense luego de la guerra civil de 1948. Ello representó un reacomodo de las élites gobernantes, pero en el plano socioeconómico significó la transición definitiva desde una economía liberal decimonónica, y su correlativa estructura estatal funcional; a una economía liberal de base Keynesiana criolla, y su correlativo Estado benefactor, traducido en numerosas instituciones, más abiertas a discusiones, pugnas y consensos de distintas fuerzas sociales.
En ese contexto debemos ubicar el artículo 84, de la Constitución Política de Costa Rica, el que bien sabemos indica lo siguiente:
la Universidad de Costa Rica es una institución de cultura superior que goza de independencia para el desempeño de sus funciones y de plena capacidad jurídica para adquirir derechos y contraer obligaciones, así como para darse su organización y gobierno propios. Las demás instituciones de educación superior universitaria del Estado tendrán la misma independencia funcional e igual capacidad jurídica que la universidad de costa rica (…) el Estado las dotará de patrimonio propio y colaborará en su financiación”.
Pero además deberíamos saber, que la redacción de esta norma estuvo a cargo de don Fernando Baudrit Solera y don Rodrigo Facio Brenes, quienes desde sus particulares formaciones jurídicas tenían absolutamente claro, el modelo político de Estado que se estaba construyendo con la nueva Constitución.
De igual manera, deberíamos entender que, por la razón que fuera —ya sea por la convicción acerca de este nuevo modelo de organización estatal y la economía; o por la concesión que se vieron obligados a hacer frente a una realidad de inequidades que explotaba en la cara— la construcción de la autonomía universitaria fue producto de un pacto entre diversos sectores políticos y económicos de la sociedad costarricense.
Las consecuencias que tuvo esa norma, las puede atestiguar toda la sociedad costarricense: la educación superior pública, y el régimen de autonomía en que se basa, fueron y siguen siendo el motor para un proceso de enseñanza libre e independiente frente a los grupos de Poder, sus intereses e ideologías; que puedan estar controlando y dirigiendo el Estado costarricense, como consecuencia de los vaivenes electorales.
En su momento, esto ha sido bien comprendido por el intérprete constitucional, sin ambages, ni dubitaciones:
(…) La autonomía universitaria tiene como principal finalidad procurar al ente todas las condiciones jurídicas necesarias para que lleve a cabo con independencia su misión de cultura y educación superiores. En ese sentido la Universidad no es una simple institución de enseñanza (…), pues a ella corresponde la función compleja, integrante de su naturaleza, de realizar y profundizar la investigación científica, cultivar las artes y las letras en su máxima expresión, analizar y criticar, con objetividad, conocimiento y racionalidad elevados, la realidad social, cultural, política y económica de su pueblo y el mundo, proponer soluciones a los grandes problemas y por ello en el caso de los países subdesarrollados o poco desarrollados como el nuestro, servir de impulsora a ideas y acciones para alcanzar el desarrollo en todos los niveles (espiritual, científico y material), contribuyendo con esa labor a la realización efectiva de los valores fundamentales de la identidad costarricense, que pueden resumirse … en los de la democracia, el Estado Social de Derecho, la dignidad esencial del ser humano y el ‘sistema de libertad’, además de la paz (artículo 12 de la Constitución Política) y la Justicia (41 ídem); en síntesis …que la Universidad, como centro de pensamiento libre, debe y tiene que estar exenta de presiones o medidas de cualquier naturaleza que tiendan a impedirle cumplir, o atenten contra ese su gran cometido (…)” (Voto 2008-013091, la Sala Constitucional de Costa Rica).
Es esta materialización de la autonomía universitaria, la que ha generado consecuencias constatables en el desarrollo de Costa Rica: fueron la formación de una amplia clase media y el impulso permanente para el ascenso social logrado mediante esfuerzo y estudio; los que permitieron que este pedazo de tierra dejara de ser una hacienda cafetalera, y lo que nos permitió, en su momento, el orgullo de poder exhibir algunos de los mejores índices de desarrollo humano, de salud, de equidad en todo América.
¿Adónde estaríamos sin esa libertad que provoca la inclusión educativa, adónde estaríamos sin esa libertad para la discusión de ideas que provoca y permite la libertad de Cátedra? O más importante aún ¿Adónde nos llevaría la disolución de la autonomía, y la aniquilación de la Universidad Pública que se pretendía y pretende, tanto con proyectos de ley, como con actos solapados?
Deben subrayarse entonces, aquellos contextos en que se construyó la autonomía de nuestras universidades públicas, y todo lo que esto potenció; para entender el nuevo contexto, político y económico, en el cual se pretendió y se sigue intentando destruirla.
El reciente fallo de la Sala Constitucional, conocido hasta ahora en su parte dispositiva únicamente; y las múltiples declaratorias de inconstitucionalidad que conlleva respecto del proyecto de ley de Empleo Público —en mucho producto de precedentes como el citado, que obligaban a cierta congruencia del alto Tribunal— no puede, no debe ser leído nunca en clave estrictamente jurídica.
Por el contrario, dicho fallo, deja en evidencia claramente el trasfondo económico y político en el cual se proyectó la ley de empleo público, y las consecuencias que ello hubiese generado. Para esto, basta con leer algunas de las declaraciones dadas por el propio presidente del Constitucional ante la prensa:
Es un tema más que todo de respeto al derecho y a la Constitución de 1949 que estableció un diseño constitucional. El constituyente opta por un modelo de descentralización administrativa, crear entes con grados de autonomía. En el caso de las municipalidades se les dotó de una autonomía política. Ese diseño constitucional es como un plano hecho por un arquitecto, sobre ese plano se edifica -valga la redundancia- el edificio de la institucionalidad costarricense. Sin una reforma a la Constitución, ese diseño no puede ser alterado y la Sala sale en defensa de ese diseño consagrado en la Constitución Política.”
Lo que se optó por defender entonces, fue un modelo de Estado Social de Derecho (creado y establecido en el contexto político y económico al que se ha hecho referencia), con un sólido régimen de autonomías; frente a otro modelo (un Estado Neoliberal centralista) que justamente traslucía, se hacía evidente en la ley de empleo público.
Vamos, digámoslo en blanco y negro:
La decisión de la Sala Constitucional representa el freno a un intento de reforma (y destrucción) del modelo de Estado Social de Derecho, pensado en función de un proyecto de Estado Neoliberal y mediante todo su andamiaje de leyes (inconstitucionales).
Con ello, se puso freno al más oprobioso intento de acabar con la división de Poderes (base misma de una democracia formal) sobre todo por la injerencia en el Judicial; con la Autonomía Universitaria y de las Municipalidades, y del Tribunal supremo de elecciones; para los cuales se proponía el control centralizado desde un súper ministerio de planificación.
Esa tentativa de destrucción del Estado social de Derecho, se ejecutó mediante mecanismos consabidamente espurios: se quiso modificar la estructura esencial del Estado, consagrada en la carta fundamental, mediante una ley; cuando el único mecanismo de discusión legítimo que existe al efecto es en el contexto de una Asamblea con Poder Constituyente.
En toda la historia de la Segunda República, nunca se había ensayado proyecto autoritario y de concentración de Poder de tal magnitud.
Esto no es poca cosa: estamos hablando del ensayo más fuerte que se ha hecho en la historia de la Segunda República para acabar con pilares esenciales de la organización democrática.
Lo expuesto, también permite entender la propuesta de estructura estatal que subyace en el proyecto de ley de empleo público, dentro de peligrosas tendencias autoritarias que se perfilan en nuestro tiempo, en numerosos países.
Conviene subrayar siempre, que la división de poderes, y su correlato de autonomías institucionales, tienen como objetivo esencial, mantener ciertos “cotos” para la toma de decisiones de interés general; frente a los intereses particulares de ciertos grupos económicos y políticos.
En el caso de las universidades, esa autonomía es condición fundante, básica (aunque se requieren muchas más), para que la formación y difusión de saberes, así como para que la investigación científica, estén perfiladas por una conciencia crítica, y no plegadas o condicionadas a aquellos intereses sectoriales, de grupo, o político partidistas. Eso, precisamente, fue lo que supieron leer los constituyentes del 49.
Eso, nada más y nada menos, es lo que se pierde con leyes como la aludida. Lamentablemente, esa forzosa vuelta de timón que se intentó, esa inclinación, concuerda con lo que se hizo y ha venido haciendo en los más nefastos proyectos autoritarios y totalitarios de la historia.
Muchos han dado cuenta ya, de que para el actual proyecto económico global, estorban, y estorban mucho, las formas y las estructuras institucionales de la Democracia. Pero más importante aún, esas tendencias autoritarias, tienen la capacidad de sobrevivir, camufladas en las democracias formales.
En su conocido libro, “Los orígenes del Totalitarismo”, Hanna Arendt supo distinguir claramente entre el totalitarismo como régimen político, y el pensamiento totalitario. El primero, como forma de Estado o de Gobierno con ejemplos históricos concretos. El segundo, como manera de pensar el ejercicio del Poder, que puede existir y tener una amplia extensión incluso sin que esté consolidada aquella forma de Estado o Gobierno.
De ahí que, desde la conciencia crítica que nos permite la autonomía universitaria, y que debemos ejercer desde ella; nuestra opción debe ser siempre analizar, valorar y cuestionar, cuánto pensamiento autoritario existe ya, en las prácticas y normas de un Estado formalmente democrático; y cuánto abonan en su limitación o en su avance los nuevos proyectos de ley que se plantean.
Ahora, como antes, en este tipo de coyunturas me resulta imposible no recordar las famosas palabras de Unamuno, cuando se encontraba sitiado por las fuerzas franquistas en la universidad de Salamanca… En este momento particular, guardando las distancias, sí, es bueno recordar a Unamuno y saber que quienes defendieron, promovieron y garantizaron aquel proyecto de ley, ni vencieron, ni convencieron.
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