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Rosaura Chinchilla Calderón

Rosaura Chinchilla Calderón, profesora a.i. de la Facultad de Derecho

Anel Kenjekeeva
Proyecto de Ley de Empleo Público

Voz experta: Una reforma estatal encubierta

Es el engendro más peligroso que se ha gestado en los últimos años
13 jul 2021Economía

Su mente se deslizó por el laberíntico mundo del doblepensar. Saber y no saber, hallarse consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer sin embargo en ambas; emplear la lógica contra la lógica.

George Orwell, 1984

Leo un titular de un medio periodístico local que advierte —recogiendo la voz de quien ostenta la máxima magistratura del país— que, dada la primera consulta de constitucionalidad planteada por la Corte Plena en la historia nacional —desplegada en el marco del trámite sobre el proyecto de ley marco de empleo público, expediente legislativo n°. 21336estamos entrando en un terreno delicado de la institucionalidad y no puedo menos que coincidir con la frase, aunque ciertamente no por las razones de quien la emite que, por el respeto a su propia investidura (una que se le concedió en el marco del Estado Democrático y Constitucional de Derecho que —todavía hoy— nos rige) debería abstenerse de hacer valoraciones jurídicas, las cuales competen al órgano calificado para ello.

En efecto, el citado proyecto de ley representa el riesgo más profundo que ha tenido nuestra maltrecha institucionalidad democrática en lo que va de su longeva existencia. Para evidenciarlo, es importante distinguir la paja del grano: podemos estar de acuerdo en que el empleo público debe regularse; que el funcionariado público requiere mecanismos de evaluación de su desempeño que no siempre han existido o son eficaces; que los puestos públicos deben estar atravesados por los principios de idoneidad, transparencia, rendición de cuenta y publicidad; convenir, también, en que en esta materia se han presentado abusos y, por supuesto, no ignorar que hay una aguda crisis fiscal (respecto de cuyas causas, consecuencias y formas de abordaje sí podríamos diferir). Sin embargo, nada de ello basta para tirar por la borda el diseño de Estado que, valga recordarlo, se plasmó por la Asamblea Nacional Constituyente instalada en 1949, luego de un conflicto bélico que implicó el derramamiento de sangre e incrustó dolor en cientos de familias nacionales. Es decir, el fin no puede permitir legitimar los medios: una democracia se nutre de estos y aquí es donde, justamente, está el “quid” del tema.

El proyecto de ley marco de empleo público desdibuja, por completo, los límites de la independencia de poderes y de las autonomías constitucionalmente garantizadas y modifica sustancialmente el diseño orgánico del Estado gestado por los constituyentes y lo hace a través de un trámite atropellado, confuso, oscuro y propio de una ley, sin seguir el procedimiento de reforma constitucional necesario para un cambio de aquella magnitud.

En esta discusión se han usado eufemísticamente las palabras para esconder que estamos ante el más peligroso intento de totalizar la vida pública en un superministerio que tiene la posibilidad de ajustar, a su antojo, los perfiles de puestos (art. 7 del proyecto); cambiar funcionarios para trasladarlos, por ejemplo, de la asesoría de parlamentarios (partidaria) a la judicatura o fiscalía (art. 19); designar docentes que sigan las consignas de turno (art. 17); estipular mecanismos de evaluación de imposible cumplimiento para poder remover al funcionariado probo pero incómodo…ese que exige cuentas, que denuncia, que lleva controles (art. 21) y hasta hacer reducción forzosa, por ejemplo de servicios de salud, so pretexto de falta de fondos (art. 20e del proyecto). Un superministerio que, en manos de un “cuerdo”, generará una amplia confusión de competencias y, en manos de un demente, dinamitará lo poco que queda de nuestra maltrecha institucionalidad. Un texto que, como el Ministerio del Amor de la novela de Orwell, cuyo epígrafe encabeza estas letras, tiene la facultad de trastocar las cosas para llamar “objeción de conciencia” a lo que, en realidad, es una licencia impune para discriminar y violar derechos humanos establecidos en normas de superior rango.

Si se revisa el art. 1 de la Constitución Política vigente (CPol) se puede constatar que Costa Rica se diseñó como una República, es decir, un sistema que se basa en una división de los cuatro poderes del Estado (pues, a los tres usuales, se sumó el TSE) todos ellos independientes (arts. 99 y 152 CPol) y sin que ninguno pueda delegar el ejercicio de funciones que les son propias (art. 9 CPol), que es lo que todos terminan haciendo en manos del Mideplan según el proyecto comentado. Pero, además, el constituyente llevó a otro nivel el sistema de pesos y contrapesos republicano tradicional, con el fin de repartir lo más posible el poder para evitar su concentración, tal y como, desde vieja data, lo señalaba el ius publicista nacional Carlos José Gutiérrez [(1979). El funcionamiento del sistema jurídico, p. 193] para quien “La Carta Fundamental de 1949 tuvo un propósito básico: debilitar el Poder Ejecutivo” lo que sería contrario a darle potestades a un “superministerio” para que rija este tema en todo el aparato público, como lo plantea el proyecto de comentario.

De ese modo, los constituyentes elevaron a rango constitucional (es decir, superior a otras normas) a las universidades estatales con “independencia para el desempeño de sus funciones y de plena capacidad jurídica para adquirir derechos y contraer obligaciones, así como para darse su organización y gobierno propios” (art. 84 CPol) y establecieron el régimen municipal dotándolo de autonomía (art. 170 CPol); crearon las instituciones que, no por casualidad, denominaron ‘autónomas’ (bancos y aseguradoras del Estado, Patronato Nacional de la Infancia, CCSS y otras creadas por ley) y les dieron “independencia administrativa” (arts. 55, 73 y 188 CPol); establecieron a la Contraloría General de la República como ente auxiliar de un Poder (la Asamblea Legislativa) pero, a su vez, la dotaron de “absoluta independencia funcional y administrativa en el desempeño de sus labores” (art. 183 CPol). A todos esos casos, previstos constitucionalmente, el máximo exponente del derecho público costarricense y latinoamericano, Eduardo Ortiz Ortiz (1966), los denominó “formas muy calificadas de autonomías”. [(1966. La autonomía administrativa costarricense. Revista de Ciencias Jurídicas No. 8, pág. 121]. No en vano, la Sala Constitucional declaró inconstitucional una disposición de la Ley de Planificación Nacional que autorizaba el intercambio de plazas entre una institución autónoma y un ministerio (algo que ahora pretende revivirse en el proyecto en trámite), diciendo: “respecto de su personal, los entes descentralizados son administrativamente independientes para, dentro del marco de legalidad -incluyendo su potestad reglamentaria-, nombrar, vigilar, disciplinar, ordenar la conducta en forma concreta o a través de circulares, controlar la legalidad y oportunidad, revisar, sustituir, avocar y delegar.” (Ver voto No. 495-92; destacados agregados). Asimismo, respecto de las universidades estatales, el viejo, técnico y noble órgano constitucional estipuló: “…están dotadas de independencia para el desempeño de sus funciones (…) Esta autonomía, que ha sido calificada de especial, es completa y por esto, distinta de la del resto de los entes descentralizados en nuestro ordenamiento jurídico (…) significa, para empezar con una parte de sus aspectos más importantes, que aquellas están fuera de la dirección del Poder Ejecutivo y de su jerarquía (…) pueden autoestructurarse (…) decidir libremente su personal (como ya lo estableció esta Sala en la resolución No. 495-92). Son estas las modalidades administrativa, política, organizativa y financiera” (Voto No. 1313-93; se suple el destacado).

Como si lo anterior no fuera suficiente evidencia de la dispersión del poder que se buscaba, debe tenerse en cuenta que la reserva de ley en la regulación de muchas de esas entidades implicó reconocer otros niveles de autonomías a lo interno de algunas instituciones (por ejemplo, en el Poder Judicial, el Ministerio Público, la Defensa Pública y el Organismo de Investigación Judicial gozan de ciertos niveles de autodeterminación respecto de la cúpula institucional; lo mismo sucede con la Defensoría de los Habitantes respecto al Poder Legislativo; la Procuraduría General de la República respecto del Ejecutivo, etc.). La independencia constitucionalmente garantizada para cada una de esas entidades conlleva la posibilidad, en distintos grados, de regularse o administrarse y tiene implicaciones presupuestarias, de nombramientos, régimen disciplinario, determinación salarial, etc.

Es cierto que también el propio constituyente estableció, en el art. 191 CPol que “Un estatuto de servicio civil regulará las relaciones entre el Estado y los servidores públicos…” Sin embargo, cuando se aspira a desentrañar un texto constitucional, no puede hacerse referencia solo al sentido literal de los artículos —como algunos, de mala fe (porque saben que no es procedente) lo han pretendido— sino que debe recurrirse a los diferentes métodos de interpretación de las normas jurídicas: el sentido histórico, el sociológico, la interpretación evolutiva, teleológica o axiológica, la sistemática o contextual, la gramatical, textual o literal; la analógica, de sentido contrario, etc.

Así, partiendo de una interpretación sistemática (que implica recurrir a las otras normas constitucionales), quien interpreta la Carta Magna costarricense se enfrenta al problema de ¿cómo conciliar ese estatuto de servicio civil mencionado, en singular, en el art. 191 con las diferentes independencias y autonomías institucionales estipuladas en otras disposiciones si, además, todas son normas con el mismo rango y en apariencia contradictorias? Y aquí, aunque pueden ensayarse diversas estrategias, lo menos que puede convenirse es en que, otorgar la rectoría del Sistema de Empleo Público a un ministerio perteneciente al Poder Ejecutivo (Ministerio de Planificación y Política Económica: art. 6 del proyecto) choca contra las independencias de los “Poderes” y contra aquellas otras autonomías constitucionalmente garantizadas, máxime cuando a aquel órgano se le dan competencias como “7.g) Emitir los lineamientos y principios generales para la evaluación del desempeño (…) m) Establecer un sistema único y unificado de remuneración de la función pública de conformidad con esta ley y especifica del salario y los beneficios de todas las personas funcionarias públicas.” Nótese cómo, por esta vía, una entidad del Poder Ejecutivo evalúa el desempeño y fija una sola política salarial para ocupaciones tan disímiles como un funcionario de salud en época de pandemia respecto de un burócrata del Conavi, docentes de las universidades estatales, de personal de salud de la CCSS, de los entes municipales, de policías judiciales, fiscales y jueces y juezas, entre otros, lo que implica una evidente intromisión en la órbita funcional de cada entidad.

Desde un punto de vista evolutivo también algunos han incurrido en el olvido selectivo de que los tratados internacionales sobre derechos humanos pertenecen al Derecho de la Constitución y se integran al mismo nivel de aquel texto. Así, tanto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH) como en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) se alude a la independencia judicial y, dentro de esta, se regula la administrativa y financiera: “Un aspecto esencial para garantizar la independencia institucional es que el poder judicial, Fiscalías y Defensorías no dependan para su disposición y manejo de otros poderes o entidades y cuenten con recursos suficientes para posibilitar el desempeño adecuado de las funciones que se les han encomendado (…) la Comisión ha precisado que las normas de selección y nombramiento deben asegurar previsiones adecuadas para evitar que otros poderes u órganos del Estado puedan afectar su actuar independiente” (CIDH, 2013. Garantías para la independencia de los y las operadores de justicia pp. 24 y 43). E igual cabe aplicar si existieran instrumentos internacionales vigentes en el país en materia municipal, de salud, de autonomía universitaria, etc.

Pero, también, si se hace una interpretación histórica del texto constitucional (la evolución de la que es producto la norma) y teleológica [o fin pretendido al emitirse la disposición, extraído, en este caso, de las discusiones reflejadas en las actas de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC) y de las mismas disposiciones transitorias] se llega a la conclusión de que el constituyente no pretendió crear un solo régimen de empleo público para todo el Estado, aunque así parezca de la letra del art. 191 CPol esto porque el uso de la palabra “Estado” en todo el texto constitucional es cambiante en su contenido y más bien se infiere que, cuando allí se dice “Estado” se aludía al Poder Ejecutivo (aunque no fuera ese el propósito de quien individualmente hiciera la redacción). En este sentido Mauro Murillo [(1999). Principios constitucionales aplicables al empleo en el sector público, pp. 358-359] sostiene que la Carta Magna no usa “Estado” en un solo sentido, sino que el término es ambiguo pues se utiliza como estado-pueblo; estado-comunidad; Estado-aparato público; Estado-persona y concluye “No hay una intención nítida de que el Estatuto de Servicio Civil rigiera más allá del Estado-sujeto. Si se quiere incluso lo absolutamente indudable es solo que el estatuto regiría al Poder Ejecutivo, que fue el ámbito de vigencia que se le atribuyó en la Constitución de 1871, con la reforma de 1946 (…) el régimen implica una organización por fuerza dependiente del Poder Ejecutivo, a la cual no parecen sometibles los entes con autonomía administrativa garantizada constitucionalmente (instituciones autónomas, municipalidades y universidades estatales), ni los demás órganos fundamentales, por su independencia necesaria.” Además, si se observa el transitorio X de la Carta Magna se nota, con claridad, que la pretensión de regular en un estatuto el trabajo público estuvo pensada para la “Administración Pública” y para servidores bajo la órbita competencia del Ejecutivo. Dice esa disposición en lo que interesa: “X La Ley de Servicio Civil no entrará en vigencia antes (…). Esa ley podrá, además, disponer que sus normas se apliquen gradualmente a los diversos departamentos de la Administración Pública; en todo caso, dicha ley deberá proteger a la totalidad de los servidores públicos incluidos en el inciso segundo del artículo 140, a más tardar el (…) Mientras no entre en vigencia la Ley de Servicio Civil, el Presidente de la República y el respectivo Ministro de Gobierno, podrán nombrar y remover libremente a todos los funcionarios de su dependencia...” (las negritas no son del original).

Adicional a ello, desde una postura contextual de ese entramado jurídico, se ha entendido que la forma de conciliar el art. 191 CPol con los regímenes constitucionales de autonomías (universitarias, municipales, judiciales y de otras instituciones) es visualizando que el constituyente generó allí una reserva legal para desarrollar los principios de eficiencia (art. 191 CPol), idoneidad comprobada, estabilidad (art. 192 CPol) y rendición de cuentas (art. 193 Cpol), pero que esa ley no tiene que ser una sola, única. En el acta No. 167 de la ANC el constituyente Ortiz así lo entendió al decir: “El Licenciado ORTIZ expresó que claramente -como lo ha demostrado el compañero Esquivel- se ha incorporado a la Constitución la ley de Servicio Civil. No votará la moción Social Demócrata sin que ello signifique que sea enemigo del Servicio Civil. Todo lo contrario. Lo que no acepta es el establecimiento de un solo estatuto que cobije a todos los empleados públicos, sin discriminaciones de ninguna clase, creándose con ello más burocratismo. Lo más razonable es que cada institución, o gremio, o departamento de la Administración, cuente con su propio estatuto, tal y como ocurre en la actualidad con los maestros de la República asociados en la ANDE, de este modo, cada uno cuidará lo suyo, con mucho esmero; vigilará las categorías, los ascensos y la inversión de los fondos que, para la buena marcha y justicia de su institución, pueda necesitar. En cambio, si vamos a establecer un solo estatuto civil, se presentan una serie de dificultades, a más del gran crecimiento de la burocracia que fatalmente se operará” y, aunque al final no prosperó su moción, tampoco lo hizo el proyecto socialdemócrata que se pretendía incorporar a la constituyente. La Sala Constitucional se refirió de este modo a tales discusiones: «…a cuáles funcionarios cubre el Régimen de Servicio Civil? Un estudio de las actas de la Asamblea Constituyente revela que los diputados quisieron acoger, con rango constitucional, el régimen especial de servicio público que denominaron servicio civil, y que existía ya en otras constituciones latinoamericanas por aquella fecha. Sin embargo, el constituyente evitó ser excesivamente detallista o reglamentista en esta materia, y se resolvió más bien por incluir en la Constitución sólo los principios fundamentales que habrían de definir dicho régimen, a saber: especialidad para el servidor público, requisito de idoneidad comprobada para el nombramiento y garantía de estabilidad en el servicio, todo con fin de lograr mayor eficiencia en la administración dejando a la ley el desarrollo de la institución (…) El legislador, sin embargo, optó por regular el servicio no de modo general, sino por sectores, promulgando así el Estatuto de Servicio Civil (que se aplica a los servidores del Poder Ejecutivo) y posteriormente otros estatutos para regular la prestación de servicios en los restantes poderes del Estado y en algunas instituciones descentralizadas (…) en la mente del constituyente estaba la idea de que no todos los servidores públicos podían estar cubiertos por el régimen especial, pues la forma de escogencia, las especiales capacidades, las funciones de cada cargo, las relaciones de confianza y dependencia no son iguales en todos los casos, (…) se dejó al legislador ordinario, por medio de la ley, la regulación en detalle de la cobertura del régimen especial, lo cual podía hacer, como lo hizo, en leyes separadas, sin detrimento del mandato constitucional.» (Voto n°. 1119-90; el destacado es suplido).

Es cierto que en el así conocido “Plan Fiscal” (Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas n°. 9 635, expediente legislativo n°. 20 580) también se partía de una rectoría del Ejecutivo en ciertos temas de empleo público y manejo presupuestario de algunas de aquellas entidades y que ello tuvo un “aval” constitucional. Sin embargo, no debe olvidarse que, antes de la aprobación del anterior texto, se tuvo el compromiso formal del Ejecutivo de no incluir a algunas de aquellas instituciones, gracias al cual “logró” la aprobación sin votación calificada y el aval constitucional. Con todo, este último se emitió en forma condicionada, en el voto mayoritario n°. 2018-19511: “…las calificaciones periódicas del personal judicial, como sería la evaluación anual, (…) Se trata de normas especiales, atinentes en forma exclusiva al Poder Judicial, que se impondrían a las normas generales del proyecto, dado el caso de que entraren en vigor. La Sala resalta que el proyecto de ley no deroga ni modifica de manera alguna las disposiciones anteriormente transcritas, ni ninguna otra del Estatuto de Servicio Judicial (…) la consulta efectuada por la Asamblea Legislativa a la Corte Suprema de Justicia es improcedente, puesto que a la luz del artículo 167 de la Constitución Política, dicho proyecto no viene a afectar la organización o funcionamiento del Poder Judicial, toda vez que mantiene sus competencias constitucionales propias específicamente en relación con los extremos consultados” (se suple el destacado). Luego, la Contraloría General de la República (CGR) se separó de tal tesis e incluyó al judicial y a las universidades públicas en la ejecución de la ley, lo que ha implicado un conflicto constitucional que pende de solución. Esto, no solo denota mala fe, sino refuerza la tesis de pretensiones totalizantes de regulación.

Por ese contexto y por su propio texto, la ley marco de empleo público es el engendro más peligroso que se ha gestado en los últimos años pues no solo propicia un cambio sustancial al Estado —modificando las normas constituciones sin haber realizado el trámite previsto para esto y fomentando la delegación y vaciamiento de competencias que prohíbe la Carta Magna— sino que evidencia el talante antidemocrático y antirepublicano, el nivel de cinismo, irrespeto y tozudez de quienes la han impulsado en esas condiciones y han permitido que llegue hasta donde se encuentre. Un estricto análisis técnico, siguiendo la jerarquía de fuentes del ordenamiento jurídico e, inclusive, partiendo de los mismos antecedentes jurisprudenciales del órgano encargado de ello, implicará, a no dudarlo, una declaratoria de inconstitucionalidad. ¡Ojalá que quienes están llamados a decidir jurídicamente, procedan estrictamente de este modo y no terminen tirando el grano y guardando la paja pues, de ser así, habrán enterrado, junto con el modelo de Estado instaurado en 1949, la legitimidad del órgano que les permite actuar!


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Rosaura Chinchilla Calderón
Profesora a.i. de la Facultad de Derecho, UCR
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