Señalaba Abelardo Bonilla (1967) que tanto la poesía como el teatro escritos para la infancia atienden fines didácticos y morales, y no necesariamente son concebidos como expresiones estéticas, detonantes de la imaginación y el libre pensamiento. El debate entre textos que continuamente se enmarcan y se desmarcan de los lineamientos pedagógicos y curriculares de su tiempo puede tener su origen en la limitada investigación.
Las Brebes lecciones de Arismética [sic], del bachiller Rafael Francisco Osejo, es la primera obra impresa en Costa Rica, en 1830, a escasos nueve años después de la firma del Acta de Independencia. Aunque no se trata de una obra literaria, es conveniente señalar que se encuentra dirigida a la juventud y que representa ideales que prevalecieron en la literatura escolar del siglo XIX como el afán didáctico que se imponía sobre el estético, esa búsqueda constante de "la luz del conocimiento" y la recurrencia a preguntas y respuestas que recordaba la redacción de los catecismos que ya se distribuían en la Colonia con su afán doctrinario y moralizante.
Aún pesaba el pensamiento escolástico y los libros dirigidos a la niñez y a la juventud debían ostentar, como un sello necesario, el aval de la licencia eclesiástica. Por eso, esta obrita propicia una discusión que trasciende hasta la actualidad y que contiene la razón de ser de este ensayo: ¿la literatura infantil y juvenil se traslada del encuadre pedagógico al artístico sin encontrar un sitio exacto? Basta leer su Introducción para descubrir que el autor abandona su propósito fundamental de propiciar conocimientos algorítmicos básicos para presentarse como un compañero de sus lectores: "Cesé por ahora mi trabajo y aceptad de buena voluntad, os ruego, mis ardientes votos por vuestro bien y el gracioso afecto con que, gustoso, se sacrifica en vuestro obsequio vuestro mas sincero y verdadero amigo".
Poco serios y menos instructivos habrán parecido a docentes de aquella época los libros que se aventuraran a estimular la fantasía. Al respecto, Sáenz (citado por Ferrero, 1958, p. X) afirma que los escritores de entonces no se preocuparon por recrear a los lectores, pues la instrucción fue más importante. Y aunque son limitados los registros de obras costarricenses, destinadas a la niñez, publicadas en el siglo XIX, se sabe que José María Castro Madriz, en su calidad de secretario de Relaciones Exteriores y Carteras Anexas, se importó libros escolares de España, Francia, Argentina y Estados Unidos, tal como lo expresa Juan Rafael Quesada (2005, p. 15).
Es justo indicar que Joaquín García Monge fue editor de varias obras literarias dedicadas a la niñez con sus sellos editoriales como "García Monge y Cía. Editores", "El Convivio de los Niños" o "Ediciones de Repertorio Americano". Y su labor se vio fortalecida, y alcanzó dimensiones nacionales, gracias a la decidida participación de Carmen Lyra.
García Monge fue el creador de la Cátedra de Literatura Infantil en la Escuela Normal de Costa Rica, institución fundada 1914, que abrió sus puertas en la ciudad de Heredia en 1915 y se distinguió por formar al magisterio con innovadoras tendencias pedagógicas. Por eso, allí se estableció esa cátedra, entre 1917 y 1919, con el objetivo de sensibilizar a las jóvenes generaciones de docentes sobre la importancia de recopilar el folclor nacional y conocer las grandes obras de la literatura escrita dentro y fuera del país.
Los versos rítmicos, musicales, pletóricos de metáforas y despertadores de la fantasía llegaron a las aulas. Poetas nacionales ofrecen textos para que se cante, juegue o recite en las aulas, las asambleas escolares y los patios de las instituciones. Pionero del género fue José María Zeledón, el autor de la letra del Himno Nacional de Costa Rica. Dedicó dos obras a las jóvenes generaciones: Jardín para niños (1916) y Alma infantil, en (1928). En uno de sus poemas se percibe la reelaboración de una antigua y anónima rima inglesa:
Por casa tuvo un zapato
ña Ramona Valerín,
vieja y honrada maestra
de costura en el país,
y por hijos una sarta
de chiquillos. ¡Más de mil! (Zeledón, 2014, p. 24)
La pedagoga Emma Gamboa (1969) ofreció una contribución a la poesía infantil; no solo vislumbró la contribución al desarrollo de aprendizajes de la lectoescritura, pues dio lugar al juego, la musicalidad y hasta el sinsentido que, en algunas ocasiones, caracteriza a los versos folclóricos, todo ello con amplio sentido estético. Por ejemplo:
En el viento va volando,
viento viento ventarrón,
el sombrero aventurero,
el sombrero color cielo,
de la niña Rosaflor. (Gamboa, 1969)
Además de recopilador, Fernando Luján fue un creador que ofreció las posibilidades de desligarse de los asuntos educativos para dar lugar a la observación de la naturaleza, los juegos populares o las canciones de cuna. Aunque una de sus obras, Tierra marinera, no apareciera como un libro de poesía infantil, algunos de sus poemas fueron registrados en antologías dedicadas a los más pequeños de distintos países de Latinoamérica. Leemos:
La celeste golondrina
cuenta con dos oficios:
arquitectura y marina.
Del alero hace un castillo,
y en cualquier viga improvisa
su lirico balconcillo. (Luján, 1967, p. 56)
La poeta Eunice Odio, si bien emigró desde muy temprano a Guatemala y México, dedicó algunas tempranas composiciones de su legado poético a la niñez, en las que recurrió a la musicalidad y sonoridad propia de las composiciones vernáculas con las que se otorga sentido lúdico a la palabra. En antologías aparecen poemas como "Sinfonía pequeña", "El grillo dibujante" o "La pájara pinta" en un apartado reservado a "Poemas infantiles". Leemos, por ejemplo:
Lin lan,
Cantaba la alondra,
Lin lan
en torres de albahaca,
La alondra no sube al árbol,
el árbol sueña que sueña
alondras sobre sus ramas. (Odio, 2018, p. 98)
Sin embargo, debe señalarse que a Carlos Luis Sáenz se le ha visto como «el poeta de los niños”, como nos lo recuerda María Eugenia Dengo (2011), epíteto merecido no solo por su extensa obra literaria, su experimentación con diversidad de estilos, métricas y su ostensible musicalidad, sino por la calidad literaria de sus libros.
En la obra de Sáenz no solo reside un sentido de humanidad, justicia, valores patrios, espiritualidad y respeto por la inteligencia de la persona menor. También está el juego como característica predominante que hace a la niñez encumbrarse por las rondas y los versos tradicionales, como lo hizo en Mulita Mayor, (1949). Son las cantigas que no se olvidan, expresadas con gracia, frescura, para entonarse entre risas, en parques y plazas. Evoquemos "Matarilerilerón":
Una tarde de diciembre
se nos fue con Zabulón
a rodar por esos mundos
de los hombres y de Dios.
Capitán con dos estrellas
volvió al tiempo Zabulón.
Pero Matarilerile,
Matarile,
¡no volvió! (Sáenz, 1949, p. 33)
Carmen Lyra le abrió las puertas a una nueva etapa de la literatura infantil costarricense con la publicación en 1920 de Los cuentos de mi tía Panchita. Acude a dos fuentes: los Cuentos de encantamiento de Fernán Caballero, que sirven como material para sus relatos "Uvieta", "El tonto de las adivinanzas" o "La cucarachita Mandinga", y las recopilaciones del tío Remus, de Joel Chandler Harris, en las que se narran las historias del pícaro "Brother Rabbit" (o "Brer Rabbit") que sirven como sustento para dar origen al pilluelo de tío Conejo. Y, mucho más allá de propiciar moralejas y enseñanzas, provoca la emoción, pues la tía Panchita era la que “no sabía de Lógicas y Éticas, pero tenía el don de hacer reír y soñar a los niños” (Lira, 1920, p. 14).
Otra escritora que se fundamentó en la tradiciones antiguas y populares fue María Leal de Noguera con sus Cuentos viejos, publicados en 1923. Fue una obra que se aumentó, con nuevos cuentos, en las reediciones posteriores, que retoman tradiciones de la cristiandad, los relatos orientales de Las mil y una noches o mitos grecorromanos, como ocurre con "La mano peluda", una reelaboración del mito de Eros y Psique.
La novela para la juventud y la niñez también surgió con las posibilidades de ofrecer el solaz, la reflexión sobre nuestro pasado indígena o de propiciar el pensamiento sobre la trascendencia de la vida y la muerte. Así se publica El delfín de Corubicí, de Anastasio Alfaro, que muestra la aventura de un príncipe indígena de la Gran Nicoya de tiempos precolombinos. Se sirve el autor de sus conocimientos en materia histórica y antropológica para ofrecer una recreación poética que permite conocer la cultura indígena en sus diversas manifestaciones como las organizaciones sociales, la danza, la música, la arquitectura o la indumentaria.
Joaquín Gutiérrez, a la sazón en Chile, obtuvo en 1947 el importante premio de novela infantil Rapa-Nui con su obra Cocorí. Se narra la historia de un niño que habita en un pueblo del Caribe —no se menciona que sea algún sitio de Costa Rica— donde conoce a una pequeña que viene un barco, quien le regala una rosa.
Escrito como un cuento "para hombres-niños con imaginación grande", Yolanda Oreamuno hizo de "La lagartija de la panza blanca" un texto en el que, aparte de concebir un público lector sin distinción de edad, se pregunta sobre la costumbre arraigada de situar los paisajes bucólicos en Guanacaste, tal como lo hiciera también en su ensayo sobre el establecimiento de los mitos tropicales, y crea un texto que se desarrolla “en aquel tiempo", indeterminado para preguntarse sobre la religiosidad, las costumbres o los papeles asignados tradicionalmente a las mujeres: “Las hijas estaban en inminente peligro. Desde luego. No había plata en la casa. Su equilibrio moral… Bueno, su equilibrio moral amenazaba. Ya se ve” (Oreamuno, 1961, p. 144).
También debe mencionarse la versión final de las novelas Zulai y Yontá, escritas por María Fernández de Tinoco (bajo el seudónimo Apaikán), en una primera edición publicada por entregas en 1909; en una segunda edición diez años después; y en la versión definitiva en 1946. En ellas se observa el rescate de la tradición indígena, sustentada con los conocimientos de su autora que también fue antropóloga y funcionaria del Museo Nacional.
Lilia Ramos hizo un aporte significativo a la narrativa destinada a la niñez. A ella se le deben Diez cuentos para ti (1942) y Los cuentos de Nausicaa (1952) reescritos estos en verso por la uruguaya Sylvia Puentes de Oyenard (1979). Y como contribución señera, su novela Almófar, hidalgo y aventurero (1966). En esta obra sintetiza su vasto conocimiento de las culturas populares del extranjero y las de Costa Rica. Lectora pertinaz y profesional de la psicología y la pedagogía, se interna en el mundo de la niñez y le ofrece amplia riqueza léxica y amplitud de datos sobre lo que no suelen observar las personas adultas.
En 1975, la Editorial Costa Rica entregó por primera vez el Premio Carmen Lyra. Las primeras obras premiadas con este concurso se distanciaron de la temática rural, acorde con las migraciones que en la década del setenta empezaban a gestar poblaciones hacia las ciudades, el tránsito de una economía asentada en el agro (principalmente en el comercio del café y el banano) a otras actividades como la industria y el turismo. También se observó la incorporación, si se quiere, tardía, de nuevas concepciones en el concepto de niñez gracias al estudio de pedagogos como María Montessori y Jean Piaget, que abogaron por dar voz a menores, o el psicoanalista Sigmund Freud que abordó la sexualidad infantil.
Fue una renovación acompañada de un proceso cultural que propulsó la irrupción de temáticas que hasta ahora se destinaban, con recelo y exclusividad, al público adulto, como los aspectos relacionados con las diferencias sociales, las guerras, la ecología, nuevas concepciones sobre lo femenino y lo masculino, las diversidades sexuales, los divorcios o la muerte. Debe señalarse, de manera contundente, que muchos de los textos literarios de los últimos veinticinco años del siglo XX abordaron estas temáticas sin perder la búsqueda del sentir estético y que supieron que su papel no era el de convertirse en textos didácticos ni doctrinarios, pues su función fue la de buscar la pluralidad de lecturas, el goce de la palabra y el compromiso con el sentir lúdico de la niñez.
Este fenómeno se vio reafirmado por la creación de nuevas instituciones que ofrecieron un sitio a la creación literaria y a la lectura de las jóvenes generaciones. Es el caso de la fundación del Ministerio de Cultura, Juventud y Deportes, en 1971. Debe también indicarse que la Municipalidad de San José fundó la Biblioteca Infantil Carmen Lyra, en el quiosco del Parque Central capitalino, en 1971 y paulatinamente fue desarrollando una red de bibliotecas especializadas en atender a la población en diferentes sectores de la ciudad. Asimismo, en 1979 se estableció el Instituto de Literatura Infantil y Juvenil (ILIJ).
Igualmente, editoriales públicas y privadas crearon colecciones para la niñez y la juventud. Entre esas editoriales públicas se encuentran la Editorial Universitaria Centroamericana, la Editorial de la Universidad de Costa Rica, la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, la Editorial Universidad Nacional, la Editorial Tecnológica y la Editorial Costa Rica. Entre las privadas se encuentran Ediciones Farben (que posteriormente se convirtió en el Grupo Editorial Farben / Norma), Santillana y Club de Libros, entre otras. Se dieron a conocer ilustradores con renovadas propuestas gráficas como Vicky Ramos, Álvaro Borrasé o Félix Arburola.
La literatura anunciadora de un fin fue reafirmada por Lara Ríos, la primera ganadora del Premio Carmen Lyra, en 1975, con el poemario Algodón de azúcar. Sin embargo, el más conocido libro de esta escritora es Pantalones cortos (1983), un diario o acaso un "pormediario", pues Arturo Pol, su protagonista, escribe día de por medio, elaborado desde la perspectiva infantil con un compromiso con las travesuras y el humor que despierta la infancia.
Floria Jiménez también fue galardonada con el Premio Carmen Lyra e inició una prolífica obra de poesía, cuento y novela. Sus libros poéticos se caracterizan por una marcada musicalidad y la ostensible capacidad de compartir la complicidad, principalmente con los más pequeños. Algunas de sus composiciones se complacen en el sinsentido, en la creación de léxico y la travesura, para dar sitio a la sonoridad.
Fábula de fábulas (1978), de Alfonso Chase, es una colección de cuentos que retoma la tradición iniciada años atrás por García Monge (de narrar relatos populares de la tradición extranjera como los cuentos de hadas, de la religión, los de fantasmas o los que encierran alguna moraleja), hecho unido a la recopilación de historias indígenas, principalmente de origen talamanqueño. ¿Dónde reside la innovación? Al igual como lo hiciera Carmen Lyra casi sesenta años antes, utilizar un lenguaje popular lejano a convencionalismos y le deja al lector la capacidad de construir sus saberes sin caer en vanas observaciones didácticas.
Mabel Morvillo supo también renovar el legado histórico de García Monge y Carmen Lyra al escribir libros de poesía, cuento y teatro con personajes que venían de la tradición vernácula de la literatura popular y el folclor. Y con lenguaje poético en el que se muestra absoluto respeto por las capacidades de comprensión de la niñez, trata temas que hasta entonces se encontraban vedados para el público escolar como la tiranía, el trepidante —y a veces inhumano— desarrollo tecnológico o el trabajo infantil.
La segunda mitad del siglo XX también se caracterizó por los adelantos tecnológicos, característica que fue debidamente incorporada a la literatura infantil costarricense por Alfredo Cardona Peña, también ganador del Premio Carmen Lyra con La nave de las estrellas. Supo recoger el legado de los antiguos cuentos de hadas con personajes ya conocidos como reyes, reinas, brujas o princesas y los situó en un contexto en el que se vislumbra la ciencia ficción.
Aunque no publicó sus obras hasta la década de 1980, Adela Ferreto dio a conocer sus páginas escritas mucho tiempo atrás, en las que incorporó cuentos y novelas que no solo invitan a conocer el país, también propician la reflexión y el diálogo sobre los problemas ecológicos y la trascendencia de las tradiciones indígenas o la pérdida de valores, todo ello escrito con una prosa depurada y un sentido de complicidad y entendimiento con la niñez.
Valioso aporte sobre la riqueza de la cultura afrodescendiente ofrece Quince Duncan con dos obras: Los cuentos del hermano Araña (1975) y Los cuentos de Jack Mantorra (1977), por medio de los cuales se divulga, con riqueza poética y habilidad narrativa la cultura del Caribe costarricense. Recientemente, el Ministerio de Educación Pública dio a conocer una compilación con el título Los cuentos de Anansi (s.f.), en la que el autor expresa: “Jack Mantorra se basa para componer sus cuentos, en las tradiciones de su abuelito, que era africano” (Duncan, s.f., p. 11). Valga mencionar también la valiosa compilación, Anancy en Limón, de Joice Anglin Edwards (2002).
La apreciación de la naturaleza del país, principalmente del Caribe, la ofrece Rodolfo Dada, con poesía en la que se ostenta la riqueza metafórica y musical. Así se observa en Abecedario del Yaquí, también ganador del Premio Carmen Lyra. La amplitud de conocimientos sobre la zona del país es presentada con versos en los que el valor literario está siempre por encima de lo didáctico y ofrecen la posibilidad de solazarse, por ejemplo:
Del río vine
a buscar aquí,
algo que darte,
¡ah, Yaoska,
mi princesita
de Wani-Ulí. (Dada, 1984, s.p.)
Con capacidad humorística y un respeto a la inteligencia de la niñez, Fernando Durán Ayanegui preparó libros de cuentos en los que destacan la capacidad de otorgar voz y pensamiento a objetos inanimados como un botón que desea ser frijol o un ratón que anhela convertirse en elefante, como ocurre en Cuentos para Laura (1986).
Con la posibilidad de convertir astros o rayos de sol en personajes, Ani Brenes ha elaborado una prolífica obra a partir de la década del noventa. Obtuvo el premio Carmen Lyra con un libro de cuentos y también ha hecho un trabajo importante con poesía rítmica y musical, en los que el valor estético es más fuerte que el didáctico, tal como puede encontrarse en Cuentos con alas y luz (2001).
El dramaturgo y director teatral José Fernando Álvarez ofreció una renovación temática del género dramático con su obra Caminito del mar, también ganadora del Premio Carmen Lyra, al ofrecer la metáfora de llevar un océano en sus manos. Su labor creadora ha continuado con la elaboración de versiones dramáticas, llevadas a escena con gran calidad, y vinculadas a ofrecer la reflexión sobre situaciones contemporáneas. Debe mencionarse obras como Yo soy Pinocho, Las mil y una noches o Una niña llamada Ana, fundamentada en la historia de Ana Frank.
A finales del siglo XX, Minor Arias renovó la visión de la poesía al presentar obras con verso libre en las que aborda algunos temas que no se trataban antes con la niñez como la situación ecológica, la riqueza ancestral indígena o la relación entre la vida y la muerte, con gran capacidad imaginativa:
Mi abuelo ya no pudo jugar fútbol un día,
y se fue así, de hoy para mañana,
no obstante, me dejó,
su finísimo asombro,
su cuaderno y su sonrisa. (Arias, 2015, p. 43)
Asimismo, a partir de la década del noventa, la autora Évelyn Ugalde hizo propuestas con reelaboraciones de cuentos tradicionales y personajes de películas populares con su libro Cuando los cuentos crecen (2006) y narraciones oníricas con las que se evidencia esmero por sostener el humor.
Se puede así constatar que los caminos trazados por García Monge, Carmen Lyra, María Leal de Noguera, Carlos Luis Sáenz, Adela Ferreto, Lilia Ramos o Joaquín Gutiérrez se enrumbaron a nuevas direcciones a finales del siglo XX y ofrecieron a la niñez y a la juventud el encuentro con la renovación temática y formal, contestaria, sin caer en la creación de textos didácticos ni perder la visión estética, la de creer en el disfrute, el juego, el humor, la picardía y vislumbrar así infinitas posibilidades de lectura.
La literatura infantil costarricense se ha enriquecido durante los últimos veinte años. Debe señalarse la creación de nuevas empresas editoriales como Pachanga Kids o La jirafa y yo, el fortalecimiento de editoriales ya existentes como Club de Libros y la presentación de colecciones de álbumes ilustrados a todo color en instituciones públicas como la Editorial Costa Rica y la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, iluminados por artistas gráficos como Ruth Angulo, Josefa Richards o Lucy Sánchez.
Voces nuevas han nutrido la literatura de este siglo: Héctor Gamboa, Irene Castro, Daniel Garro, Mar Cole de Temple, Paulo Sánchez, Ileana Contreras, Braulio Barquero y se debe hacer una mención especial a la escritora Ana Coralia Fernández, quien realiza una síntesis de su trabajo como narradora oral y escritora, así como al poeta Byron Espinoza que muestra una temática con una visión lúdica:
La Poesía
no es otra cosa
que un Lugar donde la Magia
es el único requisito
que te piden en la puerta. (Espinoza, 2015, p. 3)
Sea la conmemoración del Bicentenario de la Independencia de los países centroamericanos una oportunidad para reflexionar sobre el pasado, presente y futuro de la literatura infantil y juvenil costarricense, pues las tensiones entre los propósitos didácticos y academicistas y la obra artística, enaltecedora de la libertad y el libre pensamiento que ya se esbozaban en las Brebes lecciones [sic] de Osejo, en la actualidad todavía no están resueltas.
Referencias bibliográficas
Alfaro, A. (1923). El delfín de Corubicí. Alsina.
Álvarez, J. F. (1998). Caminito del mar. Editorial Costa Rica.
Anglin Edwards, J. (2002). Anancy en Limón. Editorial Universidad de Costa Rica.
Arias, M. (2015). Mi abuelo volaba sobre robles amarillos. Editorial Costa Rica.
Apaikán. (1946). Zulai y Yontá. Editorial Imprenta Nacional.
Bonilla, A. (1967). Historia de la literatura costarricense. Editorial Costa Rica.
Brenes, A. (2001). Cuentos con alas y luz. Editorial Costa Rica.
Cardona Peña, A. (2014). Festival de sorpresas. Editorial Costa Rica.
Chase, A. (1978). Fábula de fábulas. Editorial Costa Rica.
Dada, R. (1984). Abecedario del Yaquí. Editorial Costa Rica.
Dengo, M. E. (2011). Tierra de maestros. Editorial Universidad de Costa Rica.
Duncan, Q. (s.f.). Los cuentos de Anansi. Ministerio de Educación Pública.
Durán Ayanegui, F. (1986). Cuentos para Laura. San José: Alma Mater.
Espinoza, B. (2015). Algunos sueños y otros paraísos. Editorial Universidad Estatal a Distancia.
Fernández de Montagné, A. (1939). El teatro de los niños, dramatizaciones infantiles. Imprenta Universal.
Ferrero, L. (1958). Literatura infantil costarricense. Ministerio de Educación Pública.
Ferreto, A. (2013). Novela de los viajes y aventuras de Chico Paquito y sus duendes. Editorial Costa Rica.
Gamboa, E. (1969). El sombrero aventurero de la niña Rosaflor. Casa Gráfica.
Gutiérrez, J. (1947). Cocorí. Editorial Rapa-Nui.
Jiménez, F. (2016). Mirrusquita. Editorial Costa Rica.
Leal de Noguera, M. (1992). Cuentos viejos. Editorial Costa Rica.
Luján, F. ed. (1962). Poesía infantil, antología. Lehmann.
Luján, F. (1967). Tierra marinera. Editorial Costa Rica.
Lira, C. (1920). Los cuentos de mi tía Panchita. García Monge y Cía.
Morvillo, M. (2000). Cuentos con dos cielos y un sol. Editorial Costa Rica.
Quesada, J. R. (2005). Un siglo de educación costarricense: 1814 –1914. Editorial Universidad Estatal a Distancia.
Ramos, L. (1942). Diez cuentos para ti. Trejos.
Ramos, L. (1952). Cuentos de Nausicaa. Atenea.
Ramos, L. (1966). Almófar, hidalgo y aventurero. Editorial Costa Rica.
Ríos, L. (1982). Pantalones cortos. San José: Editorial Costa Rica.
Sáenz, C. L. (1949). Mulita Mayor: rondas y canciones. Ediciones Repertorio Americano.
Ugalde, É. (2006). Cuando los cuentos crecen. Atabal.
Zeledón, J. M. (2003). Poesías escogidas de “Jardín para niños” y “Alma infantil”. Editorial Tecnológica de Costa Rica.
© 2024 Universidad de Costa Rica - Tel. 2511-4000. Aviso Legal. Última actualización: noviembre, 2024