La pandemia del VIH-sida fue (es) un fenómeno multidimensional que, desde los años ochenta, activó (en Costa Rica y en el mundo) la producción de una diversidad de manifestaciones socioculturales. Estas manifestaciones (textos literarios, artículos, campañas publicitarias, notas periodísticas, películas, intervenciones artísticas, fotografías, pinturas, etc.) están cargadas de significaciones que no es sino hasta hace algunos años que se empezaron a estudiar en nuestro país.
Dicho estudio ha sido importante, ya que, como señalara Paula Treichler (1987), el VIH-sida no es solo una “etiqueta” inventada por la ciencia; la “naturaleza” del virus y del síndrome (sobre todo del síndrome) es construida a través del lenguaje y, en especial, a través de ciertos discursos, como los que encontramos en el periodismo y en la medicina, pero también en la literatura. Entonces, si bien el VIH-sida es una “enfermedad” real, que puede matar a los seres humanos, también es una construcción sociocultural, cuyos sentidos se mueven en distintas direcciones.
Con lo anterior, hoy quiero referirme a lo sucedido en el campo literario nacional, el cual produjo, desde la década inaugural, algunos textos “seropositivos” que son importantes de reconocer. Si bien el “tema” del VIH-sida no es común en nuestro ámbito literario (incluso si pensamos en términos regionales, también parece encontrarse en el olvido en otros países centroamericanos, tal vez más que en Costa Rica), los trabajos que aparecieron desde las primeras décadas son importantes para el rescate de la memoria de un hecho histórico que puso en crisis desde nuestra cotidianidad —por ejemplo, nuestra forma de relacionarnos—, hasta la manera de entender nuestros cuerpos en el mundo.
Lo anterior es cierto para la población en general; sin embargo, no hay que olvidar que los discursos que giraron en torno a esta pandemia cambiaron principalmente la vida de sujetos que ya eran marginados en nuestras sociedades. La figura más atacada fue la del homosexual, pero también habría que hablar de los hemofílicos, los consumidores de drogas, las “prostitutas”, los bisexuales e, incluso, los extranjeros.
El “silencio” en torno a este síndrome es patente en la literatura nacional (contrario a lo sucedido en el campo periodístico): solo existe —en las dos primeras décadas y en narrativa— un libro de relatos, una novela y dos cuentos. El libro de relatos se titula Tiempos del sida: Relatos de la vida real (1989), de Myriam Francis (una autora prácticamente desconocida, incluso en el ámbito académico). El siguiente texto es la novela de José Ricardo Chaves, Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1998), la cual refiere las penurias que vivió la comunidad homosexual costarricense en los primeros años de la llegada del virus al país. Finalmente, tenemos dos cuentos de Alfonso Chase que hacen referencia al VIH-sida en otros contextos (los protagonistas son migrantes costarricenses que viven en los Estados Unidos): “Antes y ahora” y “Carpe Diem”, publicados en el libro Cara de santo, uñas de gato (1999).
Como explica Lina Meruane (2012), la literatura “seropositiva” latinoamericana (es decir, la literatura que hace referencia, de forma directa o indirecta, al fenómeno del VIH-sida y sus problemáticas) apareció de forma relativamente tardía. Primero surgió en las historias testimoniales y, luego, en la ficción, la cual estuvo profundamente marcada por las “pesadillas de aislamiento, persecución y exterminio” que sufrió el homosexual de entonces.
El homosexual fue representado como una “subjetividad trágica”, condenada a la reclusión y a la aniquilación por las políticas de higiene social que afianzaron viejas y nuevas categorías patologizantes. En general, los sujetos más relacionados con la “enfermedad” fueron señalados como “peligrosos”, sobre todo para los “valores” de la familia tradicional, pero también para la “moral” y las costumbres sociales defendidas por los discursos conservadores.
Lo anterior lo podemos ver en los primeros textos seropositivos costarricenses. En Tiempos del SIDA: Relatos de la vida real, se reproducen las imaginaciones (sobre todo las provenientes de la “simbólica del mal”: la mancilla, el pecado y la culpabilidad) sostenidas por los discursos dominantes de la época. El libro inicia con un prólogo en el que se plantea una relación entre la “enfermedad” y el Apocalipsis bíblico, por lo que el VIH-sida se explica como un castigo mortal que puede alcanzar a toda la humanidad. Los casos de los enfermos se exponen desde el “Pabellón Sur”, un lugar descrito como un ámbito ameno, pero que no deja de ser un “moridero”. Encontramos dos voces: la del narrador/entrevistador y la de los “enfermos”.
Los relatos revelan —casi en un acto confesional— las circunstancias que llevaron a los pacientes a ese lugar. Son hombres y mujeres que narran cómo terminaron enfermos; en algunos casos, cuentan las historias sin sentir arrepentimiento por su “conducta”; en otros, son muy autocríticos de su vida o simplemente se lamentan por su “mala fortuna”. La voz del narrador/entrevistador no es neutral y, muchas veces, se nota su tendencia a resaltar el valor de la “moral cristiana” y la necesidad de seguir una vida alejada del “vicio”.
Los relatos mantienen, desde mi punto de vista, una finalidad didáctico-moralizante, activada por la exposición (a veces melodramática, a veces centrada en los rasgos “infames” de ciertos personajes, otras veces apesadumbrada por la situación —por el estigma y la segregación que sufren, sobre todo, los individuos concebidos como “inocentes”—) de estos sujetos que, de hecho, son “representantes” de los “grupos de riesgo” definidos por el discurso médico costarricense.
Los textos de Francis ofrecen lo que llamo una “narrativa de la perdición”. Los casos mostrados, especialmente los de quienes se consideran “responsables” por el desarrollo de la pandemia, promueven la idea de que cada uno de los individuos empezó cometiendo un exceso, un “pecado”, que luego fue en aumento, hasta volverse algo incontrolable.
La imagen principal es la de una “espiral de decadencia”, que tiene como consecuencia “natural” a la “enfermedad”, la cual se liga con el recurso del castigo, pero también con el del control (la enfermedad logra dominar la “voluntad desordenada”). Algunos enfermos, por lo anterior, son expuestos como “viciosos”, pero también como “criminales”.
En el caso específico de los homosexuales, estos están planteados en los mismos términos, solo que el “vicio” se explica más claramente a partir de su sexualidad y, en general, de sus “estilos de vida nocivos” (la homosexualidad se metaforiza como un “precipicio”). Su situación en el “Pabellón Sur” tampoco deja de entenderse como un fin expiatorio: la “enfermedad” es una “condena” que se paga por seguir la “moda” de la homosexualidad.
El VIH-sida se describe como una “enfermedad” que lleva a una vejez prematura que, indefectiblemente, acaba en la muerte del cuerpo que la sufre (el cuerpo se torna el verdadero “moridero”). Estamos, por tanto, ante un proceso fisiológico degenerativo, que, según la racionalidad derivada de los relatos, tiene como causa una “degeneración moral”.
Los relatos, por lo anterior, funcionan como una especie de exemplum negativo para los lectores, quienes son llamados a estar vigilantes de sí mismos. Finalmente, en los textos se resalta el “problema” de la promiscuidad, sobre todo en los casos de mujeres “enfermas” (asociadas con la prostitución). La promiscuidad es, por supuesto, otra cara del “vicio”. En este trabajo literario, el “promiscuo” es asumido como un “perverso”, pero también como un “enfermo”, y, según la dinámica discursiva de la época, era señalado como “peligroso” porque ponía en riesgo su existencia y, sobre todo, la de los otros... Así, en estos relatos, el VIH-sida no deja de ser representado como un “mal”, fruto de la “licenciosidad” de los sujetos (no de un virus).
El único texto literario que contradice las narrativas funestas en torno a la “enfermedad” es Paisaje con tumbas pintadas en rosa, de José Ricardo Chaves. En esta novela, las imaginaciones dominantes en torno al VIH-sida y a los homosexuales son expuestas en toda su capacidad siniestra, ya que ellas, en sí mismas, fueron formas de violencia que incrementaron el sufrimiento de aquellos sujetos que no solo padecieron el síndrome, sino, también, la marginación de la sociedad y la injusticia de sus políticas higienistas.
Aunque Paisaje… ofrece una visión apocalíptica en relación con el VIH-sida, es claro que lo hace en tanto, en el momento al que se refiere el texto (la década de los años ochenta), no se vislumbraba más que muerte y estigmatización en el horizonte del “enfermo”. Por su valor documental, pero también artístico y político, esta novela representa un hito dentro de la literatura costarricense y centroamericana.
En este trabajo de Chaves, son centrales las metáforas en torno a la tempestad y el naufragio, las cuales están vinculadas con el tópico del mar (entendido como un ámbito peligroso). La “tempestad”, que presienten los homosexuales al inicio de la novela, es una muestra de la imprevisibilidad del vivir, de su poder anárquico, pero, sobre todo, de su poder destructivo…
El anuncio de la llegada del VIH-sida al país se relata como una revelación. El protagonista es quien la tiene, gracias a unos hongos alucinógenos que consume con un amigo. En la narración de lo visto por Óscar, se describe el valle, en el que se encuentra San José, como un espacio acuático (abundan las metáforas líquidas). El valle/lago/mar rápidamente se transforma en un ámbito tormentoso/monstruoso que pone a “naufragar” las vidas de los hombres jóvenes que habitan en él. La escena central del texto es clara en apuntar la tragedia que “devora” a los homosexuales, quienes son representados como “víctimas inocentes” del “fenómeno natural” —de la “enfermedad”—, pero también de sus hermanos heterosexuales que los dejan morir sin más.
De acuerdo con el texto, los heterosexuales complicaron más la situación de los homosexuales. Actuaron como traidores, como “leones” cargados de odio, un odio que los tornó en asesinos de su propia especie. Los homosexuales fueron sus víctimas, como fueron víctimas del virus. La idea de víctima hay que entenderla en su sentido tradicional/religioso: la víctima es un chivo expiatorio, cuya sangre es derramada con el fin de mantener el orden. Los homosexuales, sin embargo, son expuestos en el texto de Chaves como “víctimas inocentes”, pero no ideales, ya que no dejaron (no dejan) de retar los imaginarios morales heterocentristas.
Otro aspecto primordial de este texto es su crítica a los discursos sociales que satanizaron a los homosexuales. La novela, como lo explican otros investigadores, recoge noticias, comentarios, cartas, sermones, de la década de los años ochenta, y los expone como lo que eran: violencia simbólica (con claras consecuencias materiales). Este texto literario, por lo anterior, es imposible de desconectar de los discursos provenientes de los campos periodístico, político, religioso, médico, jurídico, etc., los cuales dirigieron una narrativa funesta en contra de esos otros a los que se concebía como “nocivos”, hasta el punto de definirlos como una “raza inferior” que se podía (se debía) dejar morir.
No extraña la relación que se establece en el texto de Chaves entre las medidas de “limpieza social” promovidas por los discursos sociales dominantes y el fascismo. Es esta situación general ominosa la que, finalmente, lleva al protagonista a escapar del “paisaje de tumbas”, del país tornado “moridero”. Óscar huye a Roma, donde encuentra cierta calma, la calma después de la tormenta. Él es un “náufrago” que tuvo la suerte de encontrar una tabla de salvación. Por ello, podemos definirlo más certeramente como un sobreviviente de la “tempestad”.
Este texto literario realmente busca cancelar el proceso de borrado que cayó sobre las vidas y las muertes de los homosexuales costarricenses durante la crisis del VIH/sida, un borrado que lamentablemente llega hasta nuestros días.
Las tumbas pintadas en rosa son una conmemoración y, con el texto ficcional como fundamento, cumplen al menos tres funciones: una histórica (traen al presente una parte de la historia nacional que se mantiene en el olvido), una emocional (testimonian el sufrimiento infligido a los homosexuales en ese momento) y una ética (insisten en la necesidad de que la sociedad desarrolle una conciencia responsable por los sujetos vulnerados, que no permita que se repita una catástrofe —social, política, sanitaria, etc.— similar).
Siguiendo a Aleida Assmann (2016), es posible afirmar que la novela de Chaves ofrece la narración de una “memoria traumática”, relacionada con las “víctimas” homosexuales del VIH/sida y de la sociedad costarricense de entonces.
Por su parte, los cuentos “Carpe Diem” y “Antes y ahora”, de Alfonso Chase, reproducen las imaginaciones negativas que, en la década de los años ochenta, se utilizaron para referirse a los homosexuales, a sus “estilos de vida” y al VIH-sida como un resultado “lógico”, producto de sus “excesos”. Aunque pueden parecer trabajos que les dan cierto lugar humano a los personajes (les dan, incluso, voz), ellos no dejan de ser parte de los discursos dominantes que impulsaron las imaginaciones nocivas que aún se mueven entre nosotros.
En “Carpe Diem”, el VIH-sida no se nombra. Los lectores lo podemos reconocer a partir de la caracterización que el narrador hace del personaje principal, cuyo cuerpo es descrito en un proceso de “descomposición”. Pero no solo es el cuerpo el afectado, también se explica un cambio dramático en la situación social, laboral y familiar del personaje, quien ya solo experimenta dolor. Aunque no se pronuncie la palabra “sida”, sabemos que está ahí, y su poder simbólico parece conformarse en el texto a través de “imágenes de transformación” del ser humano en “otro” (a partir, por supuesto, de la “infección”).
La transformación es claramente negativa, ya que nos ofrece una idea general de avería o malogramiento. El cuerpo del personaje es tomado por “algo” que lo va alterando —por el VIH-sida—, y es esta alteración la que conlleva su situación social inferiorizada, la cual se vuelve realmente insoportable, sobre todo por la soledad que implica su “transformación”. Por lo anterior, el personaje decide suicidarse.
Sin embargo, antes de esta escena final, el narrador nos habla de la vida previa de este sujeto. Es en este punto en el que el cuento se vuelve altamente problemático, ya que el discurso se carga de elementos moralizantes, que ponen en entredicho el “tipo de vida” que el personaje disfrutaba. Se dice directamente que tenía una “adicción” por los encuentros furtivos, fugaces y anónimos con otros hombres, una “adición” que finalmente lo “enferma”. Se establece, así, en el texto, una relación entre el síndrome y la promiscuidad y, aunque el narrador no parezca interesado en enjuiciar al protagonista, realmente lo hace, ya que se enfoca en describir su vida anterior como una vida “desordenada”. Finalmente, el cuento presenta la “desgracia” del VIH-sida como un elemento didáctico.
En “Antes y ahora”, el narrador es el mismo protagonista: un homosexual que no está “enfermo”, por lo que no sufre una transformación corporal, como en el anterior caso. Acá, la transformación tiene que ver más con los usos y costumbres de la gente, sobre todo con los de este personaje que se autocaracteriza como un “calenturiento”.
El VIH-sida se entiende como un “hito histórico”, ya que marca un antes y un después. El “antes” se relaciona con la libertad sexual y el “después”, con el miedo que impedía la satisfacción de los deseos, al menos en el caso del protagonista. Este hombre se muestra como un homosexual “pintoresco”, “promiscuo”, pero también “perverso” y hasta “criminal”. Por supuesto, su valoración moviliza las imaginaciones que la lógica conservadora y patriarcal tenía (tiene) sobre los homosexuales, y que fueron “ratificadas” con la llegada del VIH-sida. El protagonista es, por lo tanto, un “infame” que se salva de la “enfermedad” por “milagro”.
El miedo a la muerte es, en realidad, lo que lo obliga a dejar su vida de “promiscuo”, lo obliga a “comer sólo con los ojos”, como se afirma en la narración. El VIH-sida es, por lo tanto, una amenaza de muerte que “pone en regla” a este sujeto. Con lo anterior, este cuento revela la amplitud de acción de la “enfermedad”, la cual afectó no solo a los sistemas orgánicos humanos, sino, además, al sistema social general.
El “cuerpo social”, entonces, también se transformó a causa del miedo provocado por el “mal”. La cuestión del miedo ante la amenaza constante de la “enfermedad” debe llevarnos a reflexionar sobre el sentimiento de lo siniestro, el cual es activado, en estos casos, por la “enfermedad” misma. La “enfermedad”, entonces, se concibe como una amenaza en la medida en que nos hace conscientes de la carga existencial de nuestra propia mortalidad.
No quiero terminar este comentario, sin mencionar otros textos “seropositivos” que se publicaron a partir de los años dos mil. Resaltan la novela Como una candela al viento (2009), de Sebastián Rojo (seudónimo); el relato “A él” (2018), de David Ulloa; el cuento “El circulante” (2018), de Uriel Quesada; la novela Pensamientos de un seropositivo (2018), de Johan Gilberto Thomas Méndez; y los relatos “Madre”, “Domingo de Resurrección”, “Irina Valentina Barcelona” y “Señora” (2019), de Camila Schumacher.
Estos trabajos conforman un segundo grupo de aproximaciones en relación con el VIH-sida y con los sujetos que más directamente se han ligado con él. Finalmente, hay que decir que la literatura seropositiva nacional ha crecido con el paso del tiempo, hasta conformarse en una narrativa específica, digna de ser reconocida y estudiada.
La enfermedad, en tanto tema, nunca se ha dejado de lado en la literatura, y, en relación con el VIH/sida, es evidente que este se volvió una metáfora altamente productiva. Según Pedro Pérez-Leal (2007), algunas enfermedades tienen la capacidad de tornarse “metáforas epocales” (como sucedió con la peste y con la tuberculosis, pero también con el VIH/sida o, como posiblemente ocurrirá, con la COVID-19).
La enfermedad, en estos casos, ya no es médica sino literaria, y las metáforas que se le asignan son el resultado de una manifestación cultural que ha consolidado con el tiempo un modo de concebir el “padecimiento”. Por ello, las “enfermedades epocales” no solo son el producto pasivo de un conjunto de factores sociales, materiales y biológicos, ellas también catalizan los miedos, las obsesiones y las ansiedades que devienen en una enorme producción de significados, los cuales hacen que estas enfermedades sean capaces, literal y metafóricamente, de dar sentido a su tiempo.
Referencias bibliográficas
Assmann, Aleida. (2016). Shadows of Trauma. Memory and the Politics of Postwar Identity. Traducción de Sarah Clift. New York: Fordham University Press.
Chase, Alfonso. (1999). Cara de santo, uñas de gato. San José, Costa Rica: Editorial Costa Rica.
Chaves, José Ricardo. (1998). Paisaje con tumbas pintadas en rosa. Heredia, Costa Rica: Editorial de la Universidad Nacional.
Francis, Myriam. (1989). Tiempos del sida: relatos de la vida real. San José, Costa Rica: Euroamericana de Ediciones.
Meruane, Lina. (2012). Viajes virales: La crisis del contagio global en la escritura del sida. México: Fondo de Cultura Económica.
Pérez-Leal, Pedro. (2007). Literatura de VIH/sida: Enfermedad, cultura y metáfora. Tesis de doctorado. Washington, D. C.: Georgetown University.
Quesada, Uriel. (2018). La invención y el olvido. San José, Costa Rica: Uruk Editores.
Rojo, Sebastián (seudónimo). (2009). Como una candela al viento. San José, Costa Rica: EUCR.
Schumacher, Camila. (2019). Atrevidas. Relatos polifónicos de mujeres trans. San José, Costa Rica: Perro Azul.
Thomas Méndez, Johan Gilberto. (2018). Pensamientos de un seropositivo. San José, Costa Rica: Edinexo.
Treichler, Paula A. (1987). “AIDS, Homophobia, and Biomedical Discourse: An Epidemic of Signification”. En: Cultural Studies, 1: 3, pp. 263-305.
Ulloa, David. (2018). Cartas a hombres. San José, Costa Rica: Feliz-Feliz.
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