Karen Alejandra Calvo Díaz es máster en Literatura Latinoamericana, especialista en estudios de lo fantástico y lo gótico. Actualmente, es docente e investigadora del Instituto de Investigaciones Psicológicas. Además, es profesora de literatura y coordinadora del área de español de la Universidad Nacional. Foto: Laura Rodríguez Rodríguez.
Hasta no hace mucho tiempo, hablar de lo gótico en la literatura costarricense parecía un adjetivo exagerado y siempre cargado de una mueca imitadora que no pocos despreciaron por considerarlo de menor calidad comparada con su homóloga manifestación inglesa. Esa calificación, hecha desde el desconocimiento, no apareció expresada directamente en las polémicas literarias de finales del siglo XIX y principios del XX, antes bien, el silencio de la crítica y de las historiografías oficiales fue suficiente para mostrar que si había gótico en Costa Rica, debía permanecer subterráneo, al menos para la mirada de los intelectuales del momento.
El gótico efectivamente es una corriente invasora, como todas las que llegaron e impregnaron el arte y la escritura en el país, y consiguió pocos adeptos como el mismo romanticismo. La mayoría de escritores se decantaron por el realismo que con exactitud fotográfica dio cuenta de la naciente sociedad costarricense y que años más tarde se retrataría agitada y desigual en tendencias crudas como la literatura bananera y otras de realismo social.
El gótico, que fue más bien una literatura nacional en países como Inglaterra, Escocia y Alemania, y tuvo un desarrollo abundante y celebrado en países del mediterráneo europeo, resultó ser una extrañeza de las más acentuadas en Costa Rica. Esa mirada a las supersticiones medievales, aquella constante desviación a la convención establecida y una violencia intrínseca, acompañada de fuertes estremecimientos y alteraciones al lector, fue quizá una expresión algo grosera para una nación que apenas exploraba maneras propias de representar la literatura.
A todas luces, se entiende que hacer gótico en Costa Rica a finales del XIX e inicios del XX era un acto que implicaba al menos tres condiciones: 1- Conocer de su historia y variantes en los contextos canónicos como el europeo, el estadounidense e incluso el latinoamericano; 2- Concebir la escritura como un hecho más estético que político; 3- Reconocer la literatura como un campo de experimentación a partir del cual se podía rehacer un imaginario de terrores.
Ciertamente la relación que el gótico logró establecer con otras modalidades como el modernismo de los años 20 pudo haber hecho más creciente esta inclinación por las escrituras fantásticas y de terror, pero el registro de escritores que por aquella época publicaron estas raras especies de ficción son pocos y sería arriesgado considerar que hubo una relación explícita entre uno y otro, más bien entendida como un coqueteo.
Si ya se advierte la infrecuencia del gótico en Costa Rica desde los primeros años, cabe preguntarse cómo es que germina esta modalidad y qué tenían en común los autores que, en diferentes momentos, rompieron con la convención literaria del momento. Justamente ese es el punto de encuentro. No existe en Costa Rica una generación como la hubo en Argentina o México tendiente y recurrente a los temas góticos, si no más bien hablamos de una práctica esporádica que derivó en una manifestación infrecuente de relatos que, por encima del carácter fotográfico del realismo, abiertamente se alejó de él con distintos propósitos que a lo largo de los años se fueron explicando.
El primer relato del que se tiene noticia es “La mancha azul”, un cuento que hoy conocemos gracias a la compilación de obras completas hecha por Álvaro Quesada y Luis Gustavo Lobo (2002) sobre Eduardo Calsamiglia. Es una narración única en su especie por reproducir un supuesto manuscrito medieval que cuenta la historia de un asesinato nacido desde los celos maritales y cuyo final recuerda las típicas secuelas de un alma en pena que atormenta el castillo donde se ejecutó el crimen. No solo la trama del relato, cuya publicación data de 1890, lo hace de obligatoria cita, sino aún la forma, comparable con los relatos románticos españoles y que evidencia el conocimiento que de la tradición de terror tenía Calsamiglia, conocido más por su faceta militar y dramatúrgica que la mostrada en el cuento.
Este atípico caso, del que no se tuvo noticia ni en las historiografías de Abelardo Bonilla ni de Álvaro Quesada, es justamente eso, un caso sin réplica al menos en la narrativa de Calsamiglia de quien desconocemos sus razones para no seguir escribiendo en un género que, es sus manos, hubiera generado más discípulos.
Paralelo a este escritor, Roberto Brenes Mesén en 1896 publica “Doble existencia” y posiblemente sea el autor que, de estos primeros momentos del gótico, tuviera más conciencia de las implicaciones que la literatura no mimética tenía en un país que apenas se formaba y que tenía la literatura como una réplica de la cultura. Aún a sabiendas de ello, como los otros modernistas latinoamericanos, Mesén constituye un ejemplo de escritura más sistemática orientada a temas universales y no localistas como la tendencia costumbrista.
Años más tarde, no por arte de magia, pero sí por arte del ingenio Ricardo Fernández Guardia, cuyos gustos europeos son sobradamente recordados, publica Hojarasca (1894) y La miniatura (1920) en los que se reconoce si no una goticidad evidente como la de Calsamiglia, sí la recurrencia a referencias terroríficas que han sido parte del imaginario universal. Brujas y aquelarres, apariciones fantasmales y maleficios constituyen los cuentos.
Curiosamente, el archienemigo literario de Fernández Guardia, Carlos Gagini, comulgó con su rival en esta tendencia por el gusto de los temas poco ortodoxos como el “Espiritismo”, título del cuento que en 1910 ve la luz junto a “El extraño caso de la señorita Leila” que a modo de segunda parte complementa las experiencias devenidas del primero. El extraño caso aquí, más que el señalado por el cuento, es que pocas veces la crítica hermanó a estos dos autores y más bien se dicotomizó las tendencias de ambos en extremos que, como pueden verse, no siempre fueron distantes.
Al margen de estos roces, en 1929, en plena crisis económica mundial y después de publicaciones como El Primo y La Esfinge del sendero, en las que se hacía una fuerte crítica del contexto costarricense, Jenaro Cardona, en una bella colección de cuentos, Del calor hogareño, rinde tributo a las formas tradicionales del gótico con el cuento “La caja del doctor”. Este no solo es el relato que, en la primera mitad del siglo XX sintetizó las preocupaciones de la época al situarlo en un laboratorio del ahora Museo Nacional, sino que descubrió la mentalidad del momento a partir de un hombre de ciencia que comete un femicidio, carga con la culpa del asesinato y rompe con la promesa hecha a su esposa. La venganza opera nuevamente, como en el cuento de Calsamiglia, con la manifestación de una fémina que trae consigo el poder de la naturaleza en contra del protagonista.
El alcance de este relato fue tan singular como desconocido y preconizó un gótico mutismo que se mantendría por unos 40 años hasta la publicación de un cuentario dedicado, en su totalidad, a los asuntos de lo terrorífico. No obstante, en ese intersticio hubo otros autores inclinados por la escritura fantástica, aunque no gótica en sentido estricto, que como se definió arriba incurre en el horror más que en la vacilación y la incertidumbre intelectual. Los textos recopilados en la ya fundamental antología para el estudio del género Voces de la Sirena (2012), compilada por José Ricardo Chaves, agrega nombres de consulta obligatoria para el entendimiento de estas literaturas exocanónicas: Manuel Argüello Mora, Rafael Ángel Troyo, María Fernández de Tinoco, Joaquín García Monge, Rogelio Fernández, Gonzalo Chacón Trejos y las divas de nuestra literatura Eunice Odio y Yolanda Oreamuno.
De esta colección es particularmente poética una pieza de indefinido género, escrita por María Ester Amador publicada en mayo de 1926 y que por rara y sintética comparto en su totalidad:
Agitan el espacio, alas de cuervos. Entra en los huesos la palabra oscura: abracadabra y serpientes de negro terciopelo rayan el vacío. Sombras abisma les cruzan la alta noche y las ideas se envuelven en mantos dolorosos. Hay manos ultra terrenas agitándose en la sombra y voces macabras brotan en el aire.
Una ronda de perros recorre los caminos aullando extrañamente, hablando quizá con las formas que pululan en la sombra.
Negra la noche y negra también mi soledad en el misterio nocturno... (Chaves, 2012, p. 191).
Como puede notarse hasta este momento, la manifestación gótica en la literatura costarricense devino en la primera mitad del siglo XX de esporádicos ejercicios de escritura que podrían asociarse a experimentaciones temáticas más que a una tarea sistemática y continua: esta sería una propiedad de las publicaciones posteriores. A partir de la segunda mitad del siglo, el registro de textos dedicados a las pasiones góticas formaliza el género y ya no serán infrecuentes colecciones enteras que demuestran la adhesión a terrores desligados de lo folclórico.
En esta línea, es posible que los cambios sociales, luego de la Guerra del 48, la creación de la Segunda República y la consecuente renovación de diversos campos del saber en el ámbito costarricense originaran una nueva perspectiva literaria que se tornó mucho más creativa, preocupada por la modernidad y expresada a través de diversas exploraciones lúdicas. Con estas variantes contextuales se produjo lo que en palabras de Álvaro Quesada sintetiza la relación compleja entre subjetividad y orden social (2010, p. 9).
Podría hablarse de una segunda fase en la producción de narrativa de terror en Costa Rica que tiene como imperativo cuentarios dedicados a temas espiritistas, con personajes monstruosos desde la óptica psicológica, manifiesta en conductas aberrantes. Alfredo Cardona Peña publica en 1966 su colección Cuentos de magia, de misterio y horror en los cuales ya es innegable un tratamiento consciente de los temas siniestros: fantasmas, vampiros, muertos vivientes, aparecidos y niños perversos son algunos de sus bestiarios góticos. Asimismo, este es uno de los primeros textos en los que se destaca el carácter metatextual y autorreflexivo sobre las narraciones de terror, un elemento que será clave en los cuentos venideros de otros autores y que responde a un fenómeno de la posmodernidad.
Los motivos pesadillescos de Cardona Peña son secundados, años más tarde, por el teósofo e historiador Ricardo Blanco, quien sin la supremacía del personaje del primero, dota de vida los escenarios con espacios típicos del terror como la casona abandonada. “No subas Felipe”, “El cuarto de arriba” y “El cuarto número siete” ofrecen cuantiosa evidencia de una presencia hogareña inarmónica donde ocurren fechorías, horrores e incluso lecturas prohibidas de libros asociados a la superchería y el satanismo. Atavismo diabólico se convierte así en 1980 en un texto que desdobla las fuerzas del mal en personajes, prácticas y espacios a partir de los cuales la transición a la modernidad del género gótico sería más sencilla.
Lo que estaba por venir en nuestra literatura, luego de los años 80, sería favorecedor para estas narraciones poco oficiales. Comenzaría lo que podría denominarse como una manifestación del neogótico en tanto que no puede argumentarse una ausencia de antecedentes en el ámbito nacional, sino una revisión y reconstrucción de las primeras publicaciones, con abierto desinterés en reproducir el carácter leyendístico de algunos autores y transformar el cronotopo inglés en espacios tropicales tan temibles como las usuales atmósferas del medievo europeo.
Esta aparente superación de la tradición no libró, sin embargo, de prácticas literarias apegadas a la versión más ortodoxa del gótico como ciertos relatos de Jacques Sagot en Cuentos mágicos y góticos (1998), Cuentos de plenilunio (2002) y Las muerte que muero (2005), los cuales al borde del siglo XXI se asocian con cierto cultismo en tributo de autores clásicos como los poetas malditos, y cuyo tema central se torna una consideración poética y romántica de la muerte.
Al término de la centuria pasada los Cuentos profanos de Edwin Quesada (1998) comienzan a establecer un vínculo con concepciones más asociadas a lo grotesco y sus relatos, como bien lo indica el título de las narraciones, son más que heréticas: alteración de tumbas, actos necrofílicos y otras formas de crítica a la convención social permiten devolverle al gótico su carácter contracultural.
Por estos años también comienza a circular lo que luego constituiría la trilogía narrativa de José Ricardo Chaves. Cuentos tropigóticos (1995), Jaguares góticos (2003) y más recientemente Gótica orientalia (2021) muestran una importante evolución de lo gótico costarricense al introducir tradiciones poco frecuentadas en nuestra literatura como las religiones orientales —zoroastrismo y el budismo— al tiempo que propone una apertura a la sexualidad en sus formas más particulares y diversas, sin excluir la otra gran tendencia en Chaves, conducente a los inciertos caminos teosóficos y espirituales.
José Ricardo Chaves ha sido uno de los autores que tanto en la crítica como en la ficción ha trabajado las literaturas fantásticas y góticas en Costa Rica. Su más reciente publicación, Gótica orientalia (2021, Uruk) cierra la trilogía de una serie dedicada a los vínculos entre lo sobrenatural, el trópico y el orientalismo.
El éxodo gótico condujo a que hoy la cantidad de autores dedicados al terror haya crecido exponencialmente, más que cualquier otro género en el país, y tome características tan particulares que es imposible definirlo bajo el manto de una sola generación. Estas poéticas individuales, a la usanza vanguardista, tienen, sin embargo, una consigna y es justamente la necesidad de renovación y la idea de conjunto.
En esta tarea de transformación cito por caso a tres jóvenes autores que han movido sus publicaciones paralelo a la pujanza editorial impresa y digital de los últimos años. Daniel Garro, de un gusto más posmoderno para el lector adulto y con una variante lúdica y mágica orientada a la mirada infantil o juvenil del terror con colecciones como Mi corazón de metal (2013) y el Monstruo de la casa de los gatos (2019).
Ariel Cambronero con narraciones viscerales, grotescas y blasfemas, únicas por su intelectualismo, lenguaje bizarro y contenido rabeliano, ha sabido aprovechar la plataforma digital. Cuentos como “Fiesta de cumpleaños”, “Splatterpunk party”, “Las nueve lágrimas de Loviatar”, “Nosotras somos legión” y “Transmigración licántropa” se hallan en revistas online tanto nacionales como internacionales, lo cual da cuenta de una nueva tónica en la movilización literaria.
Fachada principal del Sanatorio Carlos Durán, lugar que desde la creencia popular alberga actividad sobrenatural y ha constituido un importante referente para la materia literaria de las nacientes narrativas de terror costarricense como en la antología Teman a los vivos. Homenaje al Sanatorio Durán (2017). Foto: May Prado.
Un último ejemplo de estos nuevos autores es Jonathan Córdoba, quien con cuatro recientes publicaciones: El libro de Jönas. Relatos de terror en lugares ordinarios (2019), El libro de Jönas. Relatos de terror, misterio y fantasía (2019), El T3rc3r Libro (2020) y El terror nunca estuvo tan cerca (2021) vuelve sobre los horrores cotidianos y de aquella familiaridad de todos los días torna microterrores que van desde los espacios comunes, las celebraciones, los juegos infantiles, hasta los terrores actuales como la pandemia.
Este recorrido no estaría completo sin destacar que el boom editorial de la antología colectiva condujo a una serie de compilaciones temáticas que prometen, en un solo libro, la experiencia del horror a través de diversos autores.
Editoriales independientes, publicaciones más artesanales y ediciones casi producidas en su totalidad por el autor son parte de las estrategias que han revitalizado el gótico con títulos como Telarañas; Cuentos de terror costarricenses (2011), Aquelarre cuentos de ciencia ficción, terror y fantasía (2011), Penumbras; cuentos de terror costarricenses (2013), Teman a los vivos. Homenaje al Sanatorio Durán (2017), Avenida de lo Insólito. Algunos relatos trágicos (2019) e incluso colecciones digitales como La logia oscura (2021).
En el siglo XXI las cosas han cambiado y ciertamente el fortalecimiento de las casas editoriales, la recepción de los lectores que han reconciliado sus gustos con la literatura costarricense y el acceso de los medios digitales han contribuido a que el terror sea ya una veta en franco crecimiento. Este recorrido, de ajustada síntesis, posiblemente comete injusticias con otras producciones que, pese a lo señalado, aun hoy se mantienen en las sombras: creo que desde ahí el trabajo crítico y la revisión lectora es una urgente y necesaria tarea.
Referencias bibliográfícas
Bonilla, Abelardo. (1981). Historia de la literatura costarricense. San José: Editorial de Costa Rica.
Botting, Fred. (2014). Gothic. (2nd edition). London: Routledge
Chaves, José (2016). Monstruos fantásticos en la literatura costarricense. Revista de Filología y Lingüística. Vol. 42 (Especial), págs. 77-89.
Chaves Pacheco, José Ricardo. (2012). Voces de la sirena. Antología de literatura fantástica de Costa Rica. Primera mitad del siglo XX. San José: editorial Uruk.
Calvo Díaz, Karen. (2017). Terror en el trópico: cómo entender la escritura gótica en el contexto de la narrativa costarricense. En Oscuras latitudes. Una cartografía de los estudios góticos. (Ilse Bussing López y Anthony López Get editores). San José: Editorial de la Universidad de Costa Rica, págs. 75-82.
Calvo Díaz, Karen. (2016). La conceptualización de la narrativa gótica en Latinoamérica: el caso de la literatura costarricense de los últimos cien años. En Pórtico 21. Revista literaria de la Editorial de Costa Rica. N° 6, págs. 43-52.
Cubillo Paniagua, Ruth. (2014). El surgimiento del relato fantástico en la Costa Rica de la primera mitad del siglo XX”. En Brumal Revista de investigación sobre lo fantástico. Vol. 2, N° 2, págs. 161-175.
Quesada Soto, Álvaro. (2010). Breve historia de la literatura costarricense. San José: Editorial Costa Rica.
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