Hace unas semanas, en la Global Health Justice Conference, organizada por la Universidad de Oxford y el Independent Resource Group in Global Health Justice (IRG-GHJ), presenté una ponencia en la que, a partir del caso de los pasaportes de vacunación contra el SARS-CoV-2, analicé algunos de los problemas éticos que considero más importantes en el ámbito de la salud global y que han quedado claramente evidenciados en el transcurso de la pandemia de COVID-19. En este breve texto hago una síntesis de esa presentación.
Al inicio de la pandemia algunos líderes y autoridades utilizaron frases motivacionales como “estamos todos en el mismo barco”, “estamos juntos en esto” y “que nadie se quede atrás”. Escuchamos decir, con frecuencia, que la pandemia no se acabará hasta que no esté controlada en todos los rincones del mundo. Sin embargo, conforme la crisis ha ido desarrollándose, ha quedado en evidencia el hecho de que, si bien estamos todos en el mismo planeta, no estamos todos juntos en el mismo barco que navega la pandemia. Algunos van en un yate, otros apenas logran mantener la cabeza sobre el agua agarrándose con todas sus fuerzas de un pedazo de madera flotante, mientras que millones ya sea ahogaron.
Las injusticias estructurales que subyacen a los determinantes sociales de la salud no se descubrieron en el 2020. Es un asunto ya ampliamente conocido. Sin embargo, no ha recibido la atención que merece. El optimismo y frenesí tecnológico acapara la atención. Hay más financiamiento internacional para investigar sobre los aspectos éticos, sociales y legales de la modificación genética en línea germinal humana que para seguir trabajando en el vínculo entre injusticia estructural, salud y enfermedad.
Pero la pandemia puso otra vez el dedo en el renglón de la injusticia encarnada, de cómo las injusticias estructurales producen y distribuyen tanto la salud como la enfermedad. Si bien la enfermedad COVID-19 es causada por una infección viral, el desarrollo fisiopatológico de esa enfermedad depende no solo de nuestros genes, sino de la forma en que la materialidad de nuestros cuerpos ha sido construida y modelada, ya sea por las injusticias, o –si hemos tenido suerte- por la ausencia de injusticias. La obesidad, la diabetes, la hipertensión, el estrés, son todas enfermedades que afectan más a los sectores sociales más desposeídos, explotados, discriminados y excluidos. Las marcas epigenéticas de las injusticias estructurales acumuladas por generaciones se han hecho visibles en esta crisis global.
Pero, además de que el riesgo a enfermar gravemente de COVID-19 se hace mayor conforme mayores sean las injusticias a las que un cuerpo ha estado expuesto a lo largo de su historia de vida; las posibles soluciones a esta enfermedad están también atravesadas por una serie de factores sociohistóricos, políticos y económicos, que las hacen inaccesibles para millones de seres humanos. Justamente, esos millones que son los más vulnerabilizados.
Más aún, el problema no se limita únicamente al acceso a las vacunas. Todo el proceso de investigación, desarrollo, aprobación, escalamiento, distribución de las vacunas y de los medicamentos necesarios para tratar los casos más severos de COVID-19, está inserto en una economía del conocimiento y la innovación que favorece a unos y deja en la exclusión, vulnerabilidad e invisibilidad a muchos. La situación actual de producción y distribución de vacunas, ya lo sabemos, es atrozmente desigual e injusta.
De nuevo, el yate y el tronco flotante. Y amenaza con convertirse en una división más tajante e irreversible que las divisiones que han creado, hasta ahora, el abismo entre los privilegiados y los desposeídos. Algunos lo ven como un futuro de apartheid inmunológico. Ya se ha vivido con las enfermedades olvidadas y los medicamentos huérfanos. Sin embargo, hoy estamos ante un escenario sin precedentes y en este contexto de ensanchamiento brutal de las inequidades, emerge la propuesta de usar pasaportes de vacunación, no solo para controlar las fronteras y los viajes internacionales, sino para todo lo demás: acceso al trabajo, a servicios, a educación, movilidad interna. Todo. ¿Y los millones de migrantes en condición irregular, en Estados Unidos y Europa, que trabajan y viven en las sombras, acaso se arriesgarán a vacunarse, a sabiendas de que ese pasaporte podría convertirse en el mecanismo para su deportación? ¿Qué pasará con los centros de refugiados, con las miles y miles de personas desplazadas climáticas o que huyen de conflictos armados, de la pobreza y la violencia?
Esas son preguntas que no se plantean los optimistas tecnológicos. Ellos han impulsado esta idea con el objetivo principal de reactivar la economía. Y reactivar la economía significa regresar al “business as usual” lo antes posible. Regresar a esa economía que no necesita a los desposeídos y olvidados, que son quienes más probabilidades tienen de enfermar gravemente y quienes menos probabilidades tienen de acceder a una vacuna. El pasaporte de vacunación conlleva otros muchos problemas técnicocientíficos y éticos que no alcanzo a analizar en este breve texto. Por ahora, quiero señalar este punto en particular: en cómo la ansiedad de los optimistas tecnológicos (corazón palpitante de la economía del conocimiento y la innovación) por recuperar su normalidad prepandémica construye la idea de los pasaportes de vacunación como una salida idónea a las restricciones de salud pública que limitan el ritmo de los negocios y, sobre todo, la encuadra como un hecho consumado.
La implementación de este pasaporte en el contexto actual de producción y distribución de vacunas es, a fin de cuentas, un muro, un muro como el que Trump quería construir en la frontera entre Estados Unidos y México. Es un muro tecnoinmunológico para hacer casi insalvable la división entre los que importan, porque producen, y los desechos humanos del sistema económico dominante.
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