Mis primeras palabras son de gratitud para nuestra querida institución, la Universidad de Costa Rica, que celebra hoy su octogésimo aniversario, para el Consejo Universitario por otorgarme este reconocimiento y, muy especialmente, para las y los colegas de la Escuela de Filosofía, quienes generosamente postularon mi nombre para el premio Rodrigo Facio Brenes que mucho me honra por su significado. Agradezco también a mis compañeras y compañeros con quienes he compartido mi vida profesional, en el Instituto Clodomiro Picado, en la Facultad de Microbiología, y en otras unidades académicas de la Universidad de Costa Rica, así como a colegas, estudiantes y muchas otras personas de nuestro país y de otras latitudes, con quienes he transitado por rutas académicas, sociales y políticas a lo largo de muchos años. Lo que yo haya podido construir ha sido siempre en estos entornos colectivos, con gente muy valiosa. Y, por supuesto, expreso una enorme gratitud a mi querida familia, a mi esposa Irma y mis hijos Mauricio y Alberto, a mi hermana y hermanos y, más allá, a mi madre y mi padre, ausentes físicamente hace tiempo, pero siempre presentes.
La ocasión, y las circunstancias de nuestro tiempo, invitan a la reflexión. Vivimos, sin duda, una crisis que va mucho más allá del trágico escenario sanitario, social y económico asociado con la pandemia de Covid-19. La pandemia se expandió por un mundo que ya de por sí cargaba enormes contradicciones de carácter sistémico; la Covid-19 no ha hecho sino evidenciar y agravar de manera dramática las aristas de esa realidad. Se trata de una crisis generada por las formas predominantes de relacionarnos entre las personas y con el ambiente, una crisis de un modelo hegemónico de concebir el desarrollo y el bienestar. Se nos abre una gran oportunidad de reflexionar a profundidad sobre los rumbos del presente y del futuro, y de construir un entorno que garantice la dignidad de las personas y el bienestar de la vida. Se trata de una coyuntura única que no debemos malograr. Es tiempo de emprender, en palabras de Erich Fromm, una revolución de la esperanza.
Las opciones que han prevalecido en la mayor parte del planeta, sobre todo a partir de la década de 1980, han estado marcadas por una alarmante inequidad entre las personas y los países. Se ha generado una enorme riqueza, pero la misma se distribuye de formas muy desiguales. Un porcentaje minúsculo de personas detenta ganancias que superan lo que reciben millones de seres humanos, y el tejido social, por lo consiguiente, se ha deshilachado drásticamente. Es evidente que un crecimiento económico continuo y acelerado es inviable ambientalmente. La desregulación desmedida del capital transnacional ha venido aparejada del debilitamiento de las instituciones públicas a cargo de las políticas sociales, con el consecuente impacto negativo en las condiciones de vida de millones de personas.
Se le ha conferido un papel protagónico al mercado en la regulación de las interacciones entre las personas y los países y se han consolidado patrones culturales centrados en el individualismo, el mercantilismo y la banalidad. Los bienes comunes han sido privatizados aceleradamente. Los espacios de participación democrática se han estrechado y se han afirmado en muchos países tendencias autoritarias de variado cuño. El entorno natural es degradado por políticas depredadoras, generándose alteraciones ecológicas sin precedentes que ponen en entredicho la misma viabilidad de la existencia humana tal como la conocemos, y la de muchas otras especies. Si seguimos por ese camino no encontraremos salidas que aseguren una vida digna para todas y todos de cara al futuro.
Al mismo tiempo, las fuerzas vivas de la humanidad, centradas sobre todo en las enormes reservas morales, culturales, sociales y políticas que se mueven en la base social, comunitaria e institucional en todo el planeta, disputan la hegemonía global, aunque en condiciones desiguales, con estas tendencias dominantes de carácter regresivo y excluyente. Son esas fuerzas vivas las que, gracias a un permanente espíritu de reflexión, creatividad y solidaridad, mantienen encendida la luz de esperanza de que otro mundo es posible.
La pandemia de Covid-19, que ha agudizado la crisis planetaria y humanitaria que ya vivíamos, ha dado paso a profundos procesos de cuestionamiento, imaginación y génesis de propuestas alternativas de convivencia y existencia, surgidas de múltiples sectores y colectivos, desde ópticas diversas, como una enorme fuente de riqueza solidaria. A manera de ejemplo, en nuestra América Latina un proceso colectivo vigoroso ha dado lugar al llamado ‘pacto ecosocial del sur’, una propuesta para un nuevo consenso social, ecológico, económico e intercultural en nuestro continente. Esfuerzos similares se gestan también en Costa Rica, los cuales promueven la confluencia de amplios sectores para edificar un futuro mejor.
Estas propuestas plantean, entre muchas acciones, la transformación tributaria solidaria y progresiva, la construcción de una nueva arquitectura financiera global, la gestación de sistemas nacionales y locales de cuidado que ubiquen la sostenibilidad de la vida como un eje fundamental de nuestras sociedades, el fortalecimiento de las instituciones del estado social de derecho, el establecimiento de una renta básica universal, la priorización de la soberanía alimentaria, el tránsito hacia matrices energéticas renovadas, desmercantilizadas y democráticas, que pongan freno a las políticas extractivistas y de despojo de la tierra, la defensa de los bienes comunes, el fortalecimiento de dinámicas de comunicación que den voz a amplios colectivos de la sociedad, la procura de la autonomía y la sostenibilidad de las comunidades locales, y la búsqueda de relaciones internacionales centradas en la solidaridad, con formas de intercambio comercial más horizontales y multilaterales. Se trata de agendas centradas en el cuidado de la vida, de las personas y del ambiente en el más amplio sentido de la palabra. Es por esos senderos que debemos transitar.
En esta enorme tarea de hacer virar el rumbo que lleva la humanidad y, en nuestro caso, Costa Rica, tenemos cabida una infinidad de protagonistas, incluyendo las instituciones públicas de educación superior del continente. Desde la histórica Reforma de Córdoba, en 1918, las universidades latinoamericanas se han consolidado y enriquecido, y han asumido roles esenciales en nuestras sociedades. Por un lado, son vías de movilidad social que han nutrido a los sectores público y privado de amplios contingentes de profesionales. Además, constituyen los principales reservorios de generación de conocimiento en la región, mediante la investigación en todos los ámbitos del saber. También mantienen vínculos permanentes con muy diversos sectores de la sociedad, contribuyendo a la equidad y al bienestar colectivos, además de ser centros de análisis crítico de la realidad. Valga la ocasión del octogésimo aniversario de la Universidad de Costa Rica para aquilatar el valor enorme de nuestra institución en el país y la región. Por su misma naturaleza, por los pilares filosóficos y éticos que sustentan su accionar, por ser instituciones que procuran la excelencia y el bien común, las universidades públicas de la región están llamadas a jugar un importante papel en las agendas transformadoras que nos convocan.
Ello conlleva una enorme responsabilidad por parte de nuestras comunidades universitarias, ante lo cual debemos revisar críticamente nuestra labor y transformar diversos aspectos de nuestro quehacer. El conformismo y la autocomplacencia, el débil sentido autocrítico que muchas veces nos caracteriza, y el acomodo a tendencias de carácter mercantil y privatizante que se asoman aquí y allá en el horizonte institucional, nos obligan a repensarnos, a problematizarnos, y a depurarnos, para así a asumir mejor los grandes compromisos que tenemos con la sociedad.
Una tarea urgente en nuestra universidad es abandonar la indiferencia política e ideológica que prevalece en algunos sectores de la institución, indiferencia que con frecuencia desemboca en asumir tácitamente como válidos e inmutables los postulados que sostienen la inequidad. La Universidad de Costa Rica debe ser un nicho de reflexión crítica permanente sobre la sociedad y sobre sí misma. Debe preguntarse constantemente cómo puede contribuir a gestar una sociedad marcada por la equidad, el respeto a la diversidad y la procura del desarrollo de las potencialidades de todas las personas. Y esto implica acciones renovadas en docencia, investigación, acción social, administración y vida estudiantil.
Es imperativo defender la esencia misma de lo que es una universidad pública, que sufre embates aquí y en todo el planeta. Nuestra institución debe reafirmar, en el discurso y en los hechos, la visión de que la educación es un bien público y no una mercancía, lo que implica que su financiamiento debe ser principalmente estatal y tener ese carácter en su filosofía y funcionamiento, y en su proyección a la sociedad. Debe ser genuinamente autónoma y procurar el desarrollo académico integral y la búsqueda del bien común. Debe estar, en suma, al servicio de toda la sociedad y, muy especialmente, de los sectores más vulnerables. Aunque parezcan verdades de perogrullo, lo cierto es que estos valores esenciales están siendo cuestionados y requieren ser defendidos y fortalecidos.
Nos encontramos en medio de un acoso sin precedentes a la autonomía, un valor consustancial al sentido mismo de universidad. La autonomía nos permite establecer nuestra propia estructura y gobierno, así como marcar las pautas del desarrollo institucional. También garantiza la libertad de cátedra y de pensamiento y la potestad de decidir sobre el uso de los recursos que nos provee el estado. Algunos sectores políticos y económicos buscan debilitar este elemento esencial universitario, en asocio con una fuerte campaña mediática de desprestigio. Es imprescindible comprender que, sin autonomía, la misión de la universidad pública se desdibuja radicalmente. La defensa a ultranza de la autonomía universitaria y de lo que esta representa es un espacio de análisis y acción urgentes, no solo por parte de las comunidades universitarias, sino de la sociedad en su conjunto.
El aporte de la universidad a la gestación de un mundo mejor pasa por la reflexión permanente sobre la formación que estamos ofreciendo al estudiantado. La reforma universitaria de los años 50, liderada por Rodrigo Facio Brenes y sus colegas, promovió una enseñanza general amplia, que fomenta el interés por campos del conocimiento variados, lo cual abre las puertas a una visión de mundo más ancha e invita a la interacción productiva con personas de otras disciplinas. La formación humanista tiene también el objetivo de estimular el pensamiento creativo y crítico, un elemento clave en la forja de una ciudadanía reflexiva y participativa en procesos democráticos. El aprendizaje integral del estudiantado también vela por la adquisición de una visión socialmente crítica, comprometida con las necesidades de los sectores vulnerables de la sociedad. Cabe preguntarse si estos valores centrados en la visión humanista y el compromiso social se han mantenido y enriquecido o si, más bien, se han debilitado al calor de corrientes individualistas y mercantilistas. Somos testigos de tendencias globales que empujan hacia una visión universitaria centrada en la instrucción de profesionales técnica y académicamente competentes, pero con escasa impronta humanista y con un débil compromiso social. Esto constituye lo que Martha Nussbaum ha denominado la crisis silenciosa de la educación superior en el mundo.
Debemos asir con firmeza los principios del humanismo, para formar profesionales no solo bien preparados académicamente, sino también críticos, creativos y solidarios, capaces de gestar entornos generosos en su quehacer profesional y ciudadano. Para ello requerimos fortalecer no solo los espacios formales de educación humanista y solidaria, que incluyen actividades de acción social, sino extenderlos a los programas de estudios de las carreras particulares y, más aún, forjar nichos informales en la vida institucional que fomenten esa formación integral, en lo cual el estudiantado desempeña un papel central. En este punto quisiera enfatizar en la importancia de las ciencias sociales y las humanidades como elementos de nuestro universo académico. Estos ámbitos, que sufren embates de quienes consideran que las universidades únicamente deben formar profesionales para determinados sectores del mercado, requieren ser fortalecidos, pues alimentan esa integralidad institucional a la que nos referimos.
Por otra parte, debemos también centrar nuestra atención en la generación de nuevo conocimiento, mediante la investigación, pues este aspecto del quehacer universitario constituye un elemento clave en la comprensión de la realidad y en la búsqueda del mejoramiento de la calidad de la vida. La crisis de Covid-19 nos ha mostrado cuán importante es contar con una base de conocimiento endógeno en nuestras universidades. Pese a que la Universidad de Costa Rica es el principal centro de investigación del país, es necesario ver las sombras y no solo las luces de esta faceta de nuestro trabajo. Existe una gran asimetría en el desarrollo de la investigación entre áreas y disciplinas, con una notoria debilidad en algunas de nuestras sedes institucionales. Buena parte del personal docente, sobre todo el interino, tiene pocas oportunidades de realizar investigación.
Con frecuencia predominan las visiones uni-disciplinares en el abordaje de los temas. La gestación de ideas novedosas alrededor de grandes tópicos y problemas invita al trabajo inter- y trans-disciplinario, en dinámicas de respeto epistémico y de mutuo aprendizaje, en los que prevalezca la generosidad y la cooperación por sobre el individualismo. En este sentido tiene especial valor el hecho de que la candidatura al premio Rodrigo Facio de una persona del ámbito de las ciencias biomédicas y naturales haya sido propuesta por la asamblea de la Escuela de Filosofía, pues refleja los puentes que hemos podido establecer a lo largo de los años. Debo decir que una faceta harto estimulante de mi trabajo universitario ha sido el contacto enriquecedor con colegas de disciplinas diversas, de quienes he aprendido muchísimo.
La universidad debe ver con criticidad las posturas que centran la atención únicamente en temas de investigación que tengan réditos económicos, para dar paso a visiones integrales que fomenten todos los campos del conocimiento, más allá de su impacto de rentabilidad inmediata. Aparejado a lo anterior, la generación de conocimiento pertinente y relevante debe acompañarse del fortalecimiento del posgrado, así como de políticas internacionales renovadas, que fomenten la cooperación con el norte, pero también con el sur global, en un marco filosófico y ético de solidaridad e interlocución horizontal.
Quisiera ilustrar algunos de estos principios con base en una experiencia en el colectivo del Instituto Clodomiro Picado. Recuerdo vívidamente cuando, a inicios de la década del 2000, se nos planteó, por parte del Ministerio de Salud de Nigeria y de colegas ingleses, la posibilidad de producir un antiveneno para dicho país africano, donde existe un serio desabastecimiento de ese producto, lo cual tiene hondas repercusiones en la salud pública. Nuestro instituto atravesaba por diversos problemas en esa época y había suficientes razones para no asumir este reto. Pero se comprendió lo relevante de esta posibilidad y el impacto humanitario que tendría. Mediante un enorme esfuerzo de grupo se asumió la tarea y se logró desarrollar un nuevo antiveneno que hoy día se distribuye a varios países del continente africano, salvando miles de vidas cada año. Al tomarse esta decisión se trascendió los estrechos criterios de rentabilidad económica, pues esta tarea se concibió desde una perspectiva integradora de racionalidad social y académica, en el marco de un ethos de solidaridad. Al cabo del tiempo, este proyecto también ha traído réditos económicos para la universidad, pero la decisión inicial se centró en una lógica humanitaria que dio pie a una cooperación sin precedentes con el África sub-Sahariana. Al recordar hoy este proceso, rindo un sentido tributo al colectivo del Instituto Clodomiro Picado, al cual me enorgullezco en pertenecer.
En su relación con el resto de la sociedad, la universidad debe comprometerse con una visión de país y de mundo que emerge de perspectivas centradas en la excelencia y la procura del bien común. En este contexto, la acción social constituye un eje central del trabajo universitario, al cual se le debe dar mayor atención de la que históricamente ha tenido; de los tres pilares académicos, la acción social es sin duda el menos reconocido en el imaginario institucional, algo que debe cuestionarse y transformarse. La respuesta universitaria ante la crisis de Covid-19 ha mostrado el enorme potencial de nuestra institución para responder a necesidades apremiantes del país, pero debemos ir más allá. La universidad requiere renovar y profundizar su relación con muy diversos ámbitos de la sociedad y de maneras muy variadas, y debe hacerlo con una filosofía dialógica, horizontal, de mutuo aprendizaje y en el contexto de lo que Boaventura de Sousa Santos llama la ecología de saberes.
La construcción del conocimiento, y su aplicación al mejoramiento de la vida, es una tarea de carácter colectivo que trasciende el ámbito estrictamente académico. Requerimos forjar sistemas de vasos comunicantes multifacéticos, que nos permitan integrarnos profundamente al entorno colectivo que nos sostiene y al cual nos debemos. Tenemos mucho que aprender. Más allá de lo académico y lo técnico, acá tenemos un elemento ético de enorme significado. En este ámbito, la atención a la mayor accesibilidad de los sectores sociales más vulnerables del país a la educación superior pública es una tarea de primer orden. La institución ha dado pasos importantes en este campo, pero hay que avanzar mucho más.
En la actual coyuntura, y en la época post Covid-19, no podemos dejar pasar la oportunidad histórica de dar un viraje de timón a niveles global, nacional, institucional y personal. El mundo y nuestra universidad no serán los mismos después de la pandemia. La crisis civilizatoria a la que nos enfrentamos nos exige realizar cambios cualitativos y profundos en nuestro accionar, en procura de edificar un mundo donde priven la equidad y la dignidad de las personas.
Las universidades públicas de América Latina debemos, a un tiempo, mantener y fortalecer los valores esenciales de nuestra misión y propósito, a la vez que realizar transformaciones en todos los ámbitos de nuestro quehacer, con sentido autocrítico y con profundo compromiso con un medio social que nos conmina a dar mucho más. Es necesario mejorar nuestro trabajo hacia adentro y hacia afuera. A lo interno, cabe preguntarnos: ¿cómo lograr una verdadera integración entre docencia, investigación y acción social, de manera que estas operen como un todo integrado?, ¿cómo fortalecer cualitativamente los procesos de regionalización para impactar en todo el país?, ¿cómo generar esquemas administrativos que faciliten en lugar de entrabar las funciones académicas esenciales?, ¿cómo dinamizar los cambios curriculares y la creación de nuevas opciones de carreras, en permanente adaptación a los requerimientos de la sociedad?, ¿cómo reducir el interinazgo, a la vez que se ofrezcan condiciones laborales y políticas salariales de mayor equidad?, ¿cómo lograr que la universidad sea más accesible a los sectores sociales más vulnerables?, ¿cómo estimular entornos creativos y no burocráticos en toda la institución?, ¿cómo desterrar prácticas que atentan contra la dignidad de las personas y el respeto a la diversidad?. Estas y muchas otras interrogantes convocan a procesos colectivos de reflexión y creación permanentes para que esta institución sea cada vez mejor.
De cara a la sociedad, entre muchos retos pendientes, es necesario fortalecer nuestro encuentro con el enorme abanico de necesidades, urgencias, angustias, procesos creativos e iniciativas cargadas de imaginación y solidaridad que existen en nuestra sociedad, y nos invitan a formar parte de esa energía transformadora, en el marco de una visión de cuidado de la vida en todas sus manifestaciones. Ojalá sepamos sumarnos a esta efervescencia y continuemos aportando a la construcción de ese otro mundo posible. Se trata, parafraseando a Eduardo Galeano, de enriquecer el horizonte de la utopía, el cual, aunque se nos aleje cada vez que damos un paso, nos ayuda a continuar la marcha.
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