Cuando finalizaba la II Guerra Mundial, la humanidad, aterrada, contempló la perversidad de la que puede ser capaz el ser humano: azorada destapó los horrores de los campos de concentración y dijo, en un clamor prácticamente unánime, ¡eso, nunca más!...
El 10 de diciembre de 1948 en París, por una mayoría aplastante y sin un solo voto en contra, con unas escasas excepciones –las de siempre– los políticos del mundo ratificaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos, colocando en el primero de sus artículos la más profunda y radical sentencia que puede abrigar a la humanidad entera: Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.
Si la Oda a la alegría del poeta Schiller fue inmortalizada por Beethoven en su Novena Sinfonía, la sentencia ya dos veces milenaria del amaos unos a otros como yo os he amado, de Jesús de Nazareth, fue puesta nuevamente sobre el tapete del mundo contemporáneo en este primer artículo de la Declaración: la idea es que entendamos, ojalá de una vez por todas, que el valor de la solidaridad es el valor humano por antonomasia y que sin él, simplemente, no hay futuro.
Los tiempos que corren, atizados por los vientos del coronavirus, ponen nuevamente a la humanidad en una encrucijada: ¡o nos unimos, o nos hundimos!, como reza el conocido refrán popular.
Todas las voces autorizadas del mundo, en todos los espacios sociales, nos urgen solidaridad. Sin ella, no saldrá la humanidad adelante en esta experiencia, que aunque dolorosa y de un altísimo costo humano, pues una sola vida que se pierda ya es una tragedia, ha de sacar de lo más íntimo de nosotros la fuerza para que, codo con codo, tejamos el nuevo entramado social del mundo allende egoísmos particulares cerrados, ya sean económicos, políticos, sociales o religiosos, y podamos, a partir de esta enseñanza, otear un mañana mejor, porque, como decía Bertolt Brecht, hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida. Esos son los imprescindibles. Que pasemos, entonces, a formar filas entre estos últimos.
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