El año 2019 fue testigo de noticias, discusiones y análisis diversos alrededor del tema de las universidades públicas. Quizá como nunca antes estas instituciones de educación superior estuvieron en la palestra de la opinión pública, la agenda legislativa, los medios de comunicación y diversos sectores de nuestra sociedad. Ese protagonismo permitió que afloraran concepciones variadas y contrapuestas de lo que son, y deberían ser, las universidades públicas en Costa Rica. Por la importancia de estas instituciones, conviene analizar críticamente algunas ‘visiones’ de universidad que se manifestaron el año pasado y proponer otras alternativas de mayor amplitud.
Emerge en este escenario una primera visión, que se podría considerar más bien una ‘anti-visión’. Es la perspectiva de diversos sectores de la prensa y de la clase política, así como de ciertos entornos empresariales. Son quienes no aprecian la relevancia de las universidades públicas en la vida nacional y más bien procuran disminuir a toda costa su dimensión y su aporte. Empujan una agenda tendiente a reducir el presupuesto asignado a las universidades, cuestionan su papel en la vida del país y promueven una ‘minimización’ de las mismas.
En este contexto, se ha gestado una campaña mediática sin precedentes de desprestigio contra las universidades públicas. La educación superior, desde esta perspectiva, debe recibir cada vez menos apoyo del estado y reducir su injerencia en el acontecer nacional. Para esta ‘anti-visión’, el escenario ideal en la educación superior debería apuntar a la reducción de estas instituciones y el consecuente fortalecimiento de la educación superior privada.
Dentro de los sectores que valoran el aporte de las universidades públicas, existe una segunda visión, que se podría calificar de ‘profesionalizante’. Es la perspectiva que comparten quienes ven a estas instituciones básicamente como una fuente de formación de profesionales. Es decir, enfocan en la función docente el eje central del trabajo universitario, de manera casi excluyente.
Es cierto que, desde la fundación de la Universidad de Costa Rica (UCR) en 1940, y de las demás universidades públicas a partir de la década de 1970, el aporte de amplios contingentes de profesionales ha constituido una misión esencial de estas instituciones y un aporte fundamental al país. Las universidades públicas continuarán siendo centros de formación profesional de alto nivel, y requieren depurar continuamente su oferta académica docente para adaptarse a la evolución de las disciplinas, la aparición de nuevas áreas de estudio y las necesidades del país.
Pero esta visión ‘profesionalizante’ se queda corta puesto que, desde el siglo XIX, sobre todo al calor de las reformas académicas impulsadas en las universidades alemanas y luego difundidas en otros países, la función de formación de profesionales se vio complementada por la de generación de conocimiento a través de la investigación. Fue así como surgió el concepto de ‘universidad de investigación’ (research university).
A partir de esos procesos, la investigación científica y tecnológica en todos los campos del conocimiento ha sido una marca indeleble de las universidades públicas y es uno de los principales aportes de estos centros de educación superior a la sociedad. No es casual que las universidades públicas de Costa Rica sean, sin duda, el principal reservorio de ciencia y tecnología del país. Entonces, a la misión ‘profesionalizante’, nuestras universidades le han agregado la de generación de conocimiento original, en todas las disciplinas, como una de sus funciones esenciales.
Esta característica se pierde de vista con frecuencia entre quienes cuestionan el papel y el desempeño de estas instituciones. Lo anterior se hace evidente cuando se efectúan análisis de la ‘eficiencia’ de las universidades en términos exclusivos de cuántos profesionales gradúan y cuál es el costo promedio por profesional graduado, omitiendo que buena parte del presupuesto universitario se dirige a labores de creación y generación de conocimiento, o sea a la investigación. Igualmente resulta paradójico que sectores políticos que repiten la retórica de que el país requiere un desarrollo basado en el conocimiento sean los que cuestionan la asignación de presupuestos a estas instituciones, afectando precisamente los principales nichos de ciencia y tecnología del país.
Además, las universidades públicas han agregado otra dimensión que se suma y complementa la formación de profesionales y la investigación. Se trata del establecimiento de vínculos estrechos con amplios sectores de la sociedad, a través de lo que se conoce como ‘acción social’ o ‘extensión’. En América Latina esta dimensión cobró una enorme vitalidad a partir de la Reforma de Córdoba, en 1918.
Mediante múltiples mecanismos y procesos, las universidades públicas establecen vasos comunicantes con sectores comunitarios, económicos, sociales, culturales e institucionales. Al hacerlo, comparten los saberes generados mediante la investigación y, a la vez, se nutren del conocimiento que emana de la práctica cotidiana en estos sectores, en una auténtica ‘ecología de saberes’. Las universidades han de estar bien sintonizadas con las necesidades variadas y en permanente evolución de la sociedad.
Se tiene, entonces, que la visión ‘profesionalizante’ debe enriquecerse con la generación de conocimiento y la proyección al entorno societario. Se va completando así una perspectiva mucho más rica y compleja de lo que es una universidad pública, lo que se podría llamar una visión ‘integral’.
Ahora bien, cuando se discute esa función de vínculo con la sociedad, emerge, por parte de sectores a lo externo y a lo interno de las universidades, una visión que se podría calificar de ‘económico-reduccionista’. Desde esta perspectiva, el aporte principal de las universidades al país se relacionaría, casi exclusivamente, con la transferencia de conocimiento y la prestación de servicios a determinados sectores del mundo económico productivo, vale decir a las empresas. Aparejado a esto, se promueve que la formación de profesionales se priorice en las carreras que tengan una alta demanda por parte de dicho universo empresarial.
Pareciera estar implícito, en esta visión, que el desarrollo nacional se circunscribe a la esfera económica y que otros ámbitos de la vida del país ocupan una posición subordinada. Se ha llegado a proponer incluso que la eficiencia en el desempeño de las universidades se mida con base en los aportes que las mismas hacen al sector económico-productivo, nada más, omitiendo de esa forma múltiples aportes adicionales que realizan estas instituciones a la sociedad. Llama la atención que esta perspectiva reduccionista sea acogida no solo por sectores políticos y económicos externos, sino también por grupos al interior de las universidades, incluyendo autoridades de algunas universidades.
Esta visión, que parte de un ‘sentido común’ imperante de lo que es el desarrollo, pierde de vista que, si bien el desempeño económico es esencial en la vida nacional y la universidad debe contribuir significativamente a su impulso, el bienestar colectivo y la calidad de vida son fenómenos multifactoriales que incluyen otros aspectos. En última instancia, se trata de crear condiciones en la sociedad que permitan que todas las personas desarrollen sus potencialidades humanas fundamentales. Esto va mucho más allá del crecimiento económico.
Las universidades públicas, en su relación con la sociedad, deben manejar un abanico de interacciones muy amplio. Además de lo económico, se requiere atender muchos otros aspectos de la vida en sociedad, y particularmente prestar atención a las necesidades de los sectores sociales más vulnerables, en procura de la construcción de una sociedad más justa, marcada por la equidad, el respeto a la diversidad y la racionalidad ambiental. Es necesario cambiar la visión estrechamente economicista del vínculo universidad-sociedad por uno de mayor amplitud y sensibilidad.
Esta visión económico-reduccionista con frecuencia se empata con otra de carácter ‘corporativista’ de las universidades públicas, la cual ha adquirido mucha fuerza en la educación superior del primer mundo. Se plantea que, cada vez más, el financiamiento de estas instituciones debe surgir de sus relaciones con el universo empresarial, en sustitución del financiamiento público.
Desde esta perspectiva, las universidades requieren priorizar ámbitos académicos que favorezcan esta interacción y, paralelamente, debilitar espacios universitarios alejados de esta lógica, como las humanidades, las ciencias sociales, las ciencias básicas y las artes. Las consecuencias de esta tendencia han encendido las señales de alarma a nivel global, ya que se está distorsionando la integralidad universitaria al priorizar solo ciertas áreas del conocimiento y debilitar otras muy importantes. Mal haríamos en Costa Rica en caminar por estos senderos.
Hay otro tema que ha estado casi ausente en las discusiones recientes. Se refiere a la visión de que estas instituciones públicas tienen objetivos que van mucho más allá de temas coyunturales y planes de desarrollo vigentes. Esas necesidades inmediatas deben ser atendidas, pero las universidades aportan al país en un ámbito de mayor amplitud y de más largo aliento. Esto incluye la formación de profesionales que, además de ser técnicamente competentes, sean también personas con formación amplia y con la capacidad de pensar y actuar creativa y críticamente. Que cultiven la sensibilidad, la empatía y la solidaridad, que sean capaces de apreciar la injusticia y promover formas de convivencia más generosas y solidarias.
Aparejado con esto, las universidades públicas cumplen un papel fundamental, que a veces deja de apreciarse, y es el de pensar críticamente la realidad y proyectar luces hacia el futuro, apartando la mirada de las coyunturas del momento para alumbrar a la distancia y otear horizontes más plenos para todas y todos. Tener un ojo en la realidad inmediata, y aportar para que esta sea mejor, mientras el otro mira hacia adelante e imagina escenarios más íntegros, con base en el estudio de la realidad, el pensamiento crítico, la discusión permanente y la creatividad.
Una sociedad democrática necesita que las universidades asuman dicho papel. Esta faceta se alimenta de la libertad de cátedra y de investigación, de la existencia de espacios para el debate y la reflexión, para la discusión abierta y respetuosa de formas diferentes de pensar los temas de la sociedad. Dicha función se suma a las de formación de profesionales, generación de conocimiento y proyección a la sociedad, a partir de lo cual surge una visión ‘integral-humanista’ de universidad pública.
Conviene destacar que esa posibilidad la da, en gran medida, la autonomía universitaria, la cual, pese a estar claramente establecida en la Constitución Política y representar un valor esencial del ethos universitario, se encuentra en un terreno de franco cuestionamiento por algunos sectores. La superficialidad con que con frecuencia se visualiza el concepto de autonomía debe dar paso a una comprensión cabal de lo esencial de este precepto constitucional y filosófico. Sólo una institución que funcione con base en la autonomía es capaz de trascender modas coyunturales y presiones de grupos de interés y de poder, para aportar al país desde esta óptica más amplia.
Frente a las anti-visiones, y a las visiones profesionalizante, económico-reduccionista y corporativista, se requiere fortalecer estas perspectivas de corte ’integral-humanista’, que integren responsable y creativamente la docencia, la investigación y la acción social o extensión, que favorezcan el trabajo interdisciplinario y el respeto a todas las áreas del conocimiento, y que se relacionen de manera amplia, diversa y dialógica con la sociedad en la que se insertan estas instituciones.
Que las universidades públicas sean centros de pensamiento libre y de debate amplio, de visión a futuro, formadoras de profesionales competentes que sean a la vez personas críticas y socialmente comprometidas. Y que estos centros de educación superior tengan la capacidad de aportar a las necesidades del presente, pero también de proyectarse hacia el futuro, en asocio con amplios sectores sociales, para imaginar y promover senderos más generosos por donde transite nuestro país.
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