¿Si matásemos a todos los malos, entonces quedaríamos los buenos?
No, solo quedaríamos los asesinos
Anónimo
Cada país tiene en su propia historia guerrera, enemigos de la nación a los cuales, en nombre de los más sólidos valores patrióticos, ha “eliminado”. Pero, ¿qué podría suceder si los peligrosos enemigos estuvieran instalados en el propio país, en el barrio o en la casa de al lado?
La metáfora guerrera del enemigo ha sido utilizada por varios países en Latinoamérica con la finalidad de explicar, al ciudadano de a pie, las medidas de estado de excepción que habrían de tomarse por la presencia del COVID-19. Políticos y titulares noticiosos han proclamado a diario frases como “el enemigo invisible”, “esta guerra la ganamos todos” o “al coronavirus lo venceremos”.
¿Quién es pues este enemigo y dónde habita?
La denominación política otorgada al virus ha sido la de entidad en guerra contra el cuerpo humano. Para el escritor español, Alba Rico (2020), ante una situación de catástrofe general, los seres humanos necesitan “humanizar” lo inhumano. De allí que sea frecuente escuchar referencias hacia el virus como si se tratase de un sujeto.
Sin embargo, este virus monocatenario de ARN citoplasmático, no tiene conciencia, no puede ser vencido y no se le puede matar, porque literalmente solo se puede matar aquello que está vivo. El virus cumple un proceso natural vital, desarrolla su ciclo de reproducción dentro de un huésped que le es útil. En esta ocasión, el huésped útil es el ser humano y el desarrollo del ciclo puede serle mortal.
Bajo esta situación de vulnerabilidad pasmosamente real, el servicio educativo presencial en casi todo el planeta ha sido suspendido. A partir de este hecho, instituciones nacionales e internacionales, se organizan, se reúnen, discuten y planifican cómo recuperar las clases y los aprendizajes perdidos en el tiempo de pandemia.
Sin embargo, parece pertinente reconocer que el aprendizaje no se ha detenido. Los niños y jóvenes confinados en casa, sentados en las primeras filas del aula virtual mundial, aprenden sobre la capacidad resolutiva de la generación que se encuentra a cargo. Así pues, sobre las decisiones de hoy tendremos que rendir cuenta, posteriormente, a la generación que atenta nos mira.
Por lo anterior, esta es una reflexión desde el ámbito educativo, especialmente desde la mirada en ciencia y tecnología, sobre el abordaje educativo del tema COVID-19.
Según el teórico italiano Roberto Espósito (2006), la política actual está cimentada en el saber biológico. El lenguaje de la inmunología médica se utiliza ampliamente en la política, por ejemplo, se habla de “repeler” o “combatir” cuerpos extraños o de “atacar” agentes contaminantes, entre otras expresiones.
En medicina, el mecanismo inmunitario es la forma biológica que tienen los seres vivos para lidiar con las enfermedades de origen infeccioso. Consiste en inocular al cuerpo una “parte del mal” que se quiere expeler. A través de las vacunas se introduce en el cuerpo microorganismos atenuados, debilitados o fragmentos de microorganismos, de ADN o de ARN recombinante. Cuando el cuerpo recibe una dosis atenuada de la enfermedad, entonces activa células del sistema inmune, entre ellas los anticuerpos.
Por analogía, para combatir el mal, en el cuerpo social se introduce una dosis del mismo mal que se quiere combatir. De allí que, paradójicamente, para pelear contra la violencia se violenta a los violentos; para defenderse de la delincuencia es necesario armarse más que los delincuentes; para proteger la prosperidad de la vida de unos se impide la vida de otros. Según Espósito, la validación en el cuerpo social de la antinomia entre proteger la vida y a la vez negarla, se explica a través de la categoría de “inmunidad”.
Bajo este orden de ideas, la supervivencia de los unos justifica que desaparezcan los otros. En esta confrontación, una parte del cuerpo social será sacrificable. Es evidente que los grupos más vulnerables son los inmigrantes e indocumentados. Sin embargo, bajo la figura de inmunización, se avala incluso el sacrificio de integrantes del propio cuerpo social. Así, el cuerpo social se preserva, pero a costo de reconocer en sí mismo ciertos elementos que desconoce como propios y, por lo mismo, necesita eliminar. La curación e integridad del cuerpo social requiere la muerte de todo aquello que amenaza su salud. De esta manera, se construye políticamente un lazo mortal entre proteger la vida y a la vez negarla. El paradigma inmunitario y su difusión, a través de la terminología médica, construye así un enfrentamiento guerrero entre lo sano y lo patológico.
En concordancia con lo anterior, el paradigma inmunitario podría explicar algunas conductas sociales acaecidas ante la pandemia. Una de ellas es la violencia hacia el personal de salud, en sus espacios de habitación y por parte de sus propios vecinos. Los servidores/as de la salud pasaron de ser percibidos como héroes a convertirse en peligro latente de contagio, en tan solo unas semanas.
Otra conducta reprochable ha sido la expulsión de las personas, mayoritariamente inmigrantes, infectadas o presuntamente infectadas por el COVID-19, de las residencias que alquilaron. El arrendador no tuvo ningún inconveniente en disolver el acuerdo, pues ya no tenía en casa un inquilino sino un foco de infección.
Del mismo modo, se han proferido afrentas, desde la comodidad de una casa abastecida de alimentos, hacia las personas que incumplieron con la cuarentena por motivaciones de necesidad económica, las cuales resultan incomprensibles para quienes pueden pasar los días entre el trabajo remoto y las plataformas de streaming.
Bajo estas situaciones, es frecuente que el padecimiento de la enfermedad sea ocultado. El virus subjetivado, visto como el enemigo e instalado real o imaginariamente en el cuerpo del otro, convierte inmediatamente a ese otro en un peligro que debe ser neutralizado y no en un sujeto de ayuda, de solidaridad ni mucho menos de hospitalidad.
Sin embargo, desde puntos de vista como el de la feminista estadounidense Donna Haraway (1995), la figura de la batalla no es la única forma de representar el proceso vital para la conservación de la salud. Según ella, no es necesario militarizar los discursos sobre la salud. Más bien, una alternativa distinta está en comprender el mecanismo inmunitario como un mediador de respuestas, en lugar de visualizarlo como un pelotón de guerra.
En realidad, ninguna persona sobreviviente del COVID-19 ha logrado “ganarle” al virus. Estas personas han coexistido con el virus hasta que este ha salido de su cuerpo; su organismo ha permitido el ciclo vital del microorganismo y este los ha dejado vivir. En tanto especie, el ser humano, al menos por ahora, solo puede vivir lejos del virus o en una coexistencia breve con él.
De hecho, por lo general, la inmunidad en su forma más básica se construye sobre la tolerancia. El organismo no combate al organismo extraño, sino que, en cierta forma, descifra su lenguaje. Luego de que el virus sale del cuerpo y, con base en el recuerdo que deja, por así decirlo, se desarrolla la tolerancia inmunológica. Cabe aclarar que en el caso del COVID-19, se desconoce todavía si la tolerancia inmunológica permitirá sobrevivir a futuros contagios o por cuánto tiempo será efectiva.
Es necesario entonces repensar el discurso educativo y político sobre la figura del coronavirus como el enemigo a ser combatido. Si preservar la vida implica dejar morir al prójimo sin prestarle ningún tipo de auxilio, olvidar al que no tiene más que la esperanza de solidaridad, entonces, ¡qué humanidad se estaría construyendo! Y, si dejar morir también es en cierta forma matar, ¿cuál sería el valor de tal sobrevivencia?
El coronavirus ha puesto sobre la mesa una oportunidad no buscada ni deseada, pero existente. La oportunidad de salir como mejores seres humanos de esta situación o, en definitiva, salir peor de lo que entramos. Lo que suceda, será responsabilidad exclusiva de cada sociedad y de la forma como esta aborde la pandemia.
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