En medio de la vorágine de noticias —reales y falsas—, que recibimos a diario sobre la pandemia del coronavirus, resulta difícil discriminar los reportes alarmistas y amarillistas de la información relevante y certera. También se manejan muchos mitos sobre el origen biológico de este virus, su modalidad de propagación y su difusión geográfica. Este ensayo pretende ofrecer algunas pistas para descifrar esta crisis, desmitificar sus causas y medir sus consecuencias para Costa Rica, así como para la región centroamericana.
Desde tiempo atrás se sabe del vínculo entre el cambio ambiental global y la salud de las personas, y se conocía el riesgo inherente de transmisión de enfermedades al incrementarse el contacto entre especies de vida silvestre y poblaciones humanas. Estas epizootias son enfermedades “que acomete(n) a una o varias especies de animales por una causa general y transitoria, y que equivalen a la epidemia en el ser humano” (RAE). Los vínculos existentes entre la biodiversidad y la salud humana son complejos, tienen muchas facetas. Es fácil caer en el primer mito que afirma que el virus fue causado por murciélagos o pangolines (una especie de cusuco). La realidad es, como siempre, más compleja.
En términos generales, las zonas de gran diversidad biológica suelen contener una mayor variedad de patógenos que las zonas donde la biodiversidad es baja. Sin embargo, al mismo tiempo, una mayor diversidad de especies también actúa como amortiguador del riesgo de enfermedades, a través del aumento del número de huéspedes, vectores, reservorios, depredadores y competidores que ayudan a mantener el equilibrio ecológico de los patógenos.
La biodiversidad constituye entonces un poderoso aliado. Es la perturbación de la diversidad de tipos de hábitats la que puede influir de varias maneras en las transmisiones de enfermedades. Ese es el caso de la conversión de hábitats, la cual a partir de la deforestación suele poner a los seres humanos en contacto más estrecho con la biota forestal, por ejemplo, a través de carreteras y nuevos asentamientos. Eso aumenta el riesgo de transmisión de enfermedades infecciosas, directa e indirectamente, por prácticas como la caza de carne de animales silvestres y su consumo.
Las enfermedades forman una parte importante de un ecosistema equilibrado, pues actúan como agentes reguladores en la dinámica de la población de la comunidad. Se ha demostrado que una elevada riqueza de especies reduce el riesgo de brotes de enfermedades y una gran diversidad de comunidades también puede diluir esas transmisiones al aumentar el número de posibles especies reservorios y huéspedes.
El cambio ambiental antropogénico (que incluye entre otros la deforestación y los efectos del cambio climático) también puede dar lugar a una reducción de la diversidad de los hábitats y a efectos de borde, que se producen en la interfaz de los diferentes hábitats y modifican la composición de la población de las especies de depredadores, huéspedes y reservorios. Esas perturbaciones suelen crear nuevos nichos de hábitat para los vectores de enfermedades. Por ejemplo, está bien documentado el aumento en la incidencia del paludismo en África y en la cuenca del Amazonas con el avance de la frontera agrícola y la deforestación (Harvard University Medical School, 2004).
Cada cambio ambiental, ya sea natural o provocado por el ser humano, altera la forma en que los vectores transmiten las enfermedades, así como la resistencia de los ecosistemas y los seres humanos para adaptarse a dicho cambio. La abundancia, competencia y comportamiento de los vectores y parásitos pueden verse afectados por cambios que alteren la estabilidad ecológica.
Algunas de las principales perturbaciones de los ecosistemas que afectan a la salud humana son la deforestación, los proyectos de aprovechamiento de aguas (presas, canales, sistemas de irrigación, embalses), los usos de las tierras agrícolas, los contaminantes químicos, la urbanización, la variabilidad, el cambio climático y la migración humana. Muchas de ellas tienen efectos directos e indirectos que se agravan cuando los ecosistemas ya están alterados.
A estas perturbaciones locales se le suman los cambios en el clima (aumento de temperatura, cambios en la distribución de lluvias), que impactan directamente en la ecología de los parásitos, los vectores, los huéspedes y las especies que sirven de reservorio y, a su vez, a la incidencia y prevalencia de las enfermedades parasitarias (Patz y otros, 2000).
Sin embargo, los cambios antropogénicos generalizados en el medio ambiente han alterado la ecología de las enfermedades y algunos de los cambios ecológicos han ocurrido por medio de la transferencia de huéspedes, invasiones de nichos, expansión de vectores, huéspedes y reservorios, y disminución de depredadores.
Los efectos de borde, la pérdida de diversidad genética, el hacinamiento y la fragmentación del hábitat aumentan la susceptibilidad a los brotes (Chivian, 2001). Esto puede ocurrir a través de la reducción de depredadores y competidores, y de la concentración de especies huéspedes (Patz y otros, 2000). Entre las enfermedades que pueden verse influidas por las fluctuaciones de las poblaciones de las especies asociadas con la transmisión vectorial figuran la enfermedad de Lyme, la leishmaniasis cutánea, la enfermedad de Chagas y la peste bubónica, entre otras transmisibles por vectores.
El coronavirus es uno de una larga lista de enfermedades así causadas por este complejo entramado entre sociedades humanas y ecosistemas. Estas afecciones de origen animal (zoonóticas), por lo general, se transmiten inicialmente con un contacto o consumo por parte de seres humanos. Luego, la propagación de la enfermedad se realiza por ciclos de transmisiones entre especies hospederas y poblaciones humanas. Este es el caso del virus del Nilo Occidental y el virus de Nipah (Harvard University Medical School, 2005).
La mortalidad de las aves de rapiña podría tener repercusiones ecológicas y contribuir a un aumento de las enfermedades transmitidas por los roedores, así como a la reducción de las poblaciones de aves, lo cual a su vez puede afectar la depredación de los mosquitos, con repercusiones en las poblaciones de insectos, la polinización, la salud y la agricultura.
Los roedores son también consumidores prolíficos de granos en crecimiento y almacenados, y coinciden con altas densidades de población humana, lo cual agrava el riesgo de infección. Sus poblaciones responden a un complejo conjunto de dinámicas ecológicas, pero las sequías seguidas de las inundaciones suelen aumentar sus poblaciones. Los roedores también son vectores y reservorios de un gran número de enfermedades tales como los hantavirus, los arenavirus y la leptospirosis. Parásitos que viven sobre roedores, pero también sobre especies domesticadas por los perros y los gatos, tales como las garrapatas, son transmisores de epizootias como la enfermedad de Lyme, así como de la babesioisis, y las pulgas también son vectores de la toxoplasmosis y la peste bubónica. Todas estas enfermedades están asociadas con la mayoría de los virus infecciosos emergentes y los trastornos hemorrágicos (Harvard University Medical School, 2005).
Ahora bien, es importante relativizar el impacto de la pandemia y compararla con el flagelo que constituyen para muchos países tropicales enfermedades transmisibles como, por ejemplo, la malaria, que contaba con 228 millones de casos en el 2018 y causa anualmente la muerte prematura de 405 000 personas, en su inmensa mayoría habitantes de países en desarrollo.
En suma, como todos los mitos, este primero tiene una parte basada en evidencias y otra en exageraciones propias de fobias humanas. Esta epizootia no es la primera ni la última epidemia causada por la proximidad, interacción o consumo de especies de vida silvestre o domésticas. Es importante recordar que estos episodios de contagio son contraídos por la creciente cercanía de poblaciones humanas con especies hospederas. Al expandirse la frontera agrícola, la urbanización y el turismo, más y más personas se encuentran expuestas y esto aumenta los riesgos de zoonosis. Esas poblaciones humanas, a su vez, se vuelven transmisoras y propagadoras, y en cuestión de semanas pueden afectar a millones de humanos, como bien lo está ilustrando la pandemia del coronavirus.
El movimiento de personas es parte de la historia de la humanidad. Nuestro genoma humano lleva el rastro de nuestros ancestros nómadas y de las enfermedades que encontraron en el camino. Es un hecho profundamente geográfico y nos debe alertar sobre las interpretaciones que privilegian respuestas parciales como el cierre de fronteras. Un país no puede vivir para siempre en aislamiento. El riesgo de contagio está también en función de la densidad de la población y de dinámicas de intercambio y movimiento de bienes y personas. No es una casualidad que el brote del COVID-19 se haya originado en el sur de China, una de las zonas de mayor densidad poblacional en el mundo.
Asimismo, su propagación ha seguido con sorpresiva exactitud los principales corredores comerciales de un mundo globalizado. Empezó en China, Corea del Sur y Japón, para luego propagarse hacia Italia y el resto de Europa y Estados Unidos. En Centroamérica, no es casualidad que uno de los primeros países en reportar casos de contagio con coronavirus haya sido Panamá, que por la presencia del Canal siempre ha tenido una mayor conexión comercial con el resto del mundo. Y tampoco sorprende que África sea el continente que, a la fecha, tiene el menor reporte de casos de contagio, por ser una de las regiones periféricas del sistema mundo y de los parias de la globalización.
La dimensión geográfica de la epidemia del coronavirus parece reflejar los patrones espaciales del proceso de globalización, ya que los primeros afectados son países con mayor interacción con China. Es decir, primero Japón, Australia y Corea del Sur; luego, Europa y, por último, las Américas. A fines de marzo del 2020, el coronavirus había llegado a la isla de Pascua (Rapa Nui, frente a Chile), uno de los lugares más remotos del mundo.
Desde luego, el movimiento de bienes y personas a través del mundo trae consigo considerables beneficios y algunos riesgos. La promesa de la globalización y del libre comercio se basaba en satisfacer las demandas del mundo por bienes de consumo y bienes de capital. Al igual que Inglaterra en el siglo XIX, China se transformó en la fábrica del mundo desde inicios del siglo XXI. El extraordinario auge económico de China de las últimas dos décadas también permitió un movimiento sin precedente de personas y bienes por todo el mundo. Los flujos migratorios a nivel mundial son también determinados en parte por el mercado del trabajo y por las diferentes restricciones al movimiento de personas impuestos por los Estados.
Estas redes comerciales, migratorias y el flujo de turismo a nivel mundial se entrecruzan y se complementan. Si bien el neoliberalismo desde los años de 1990 privilegió el movimiento de bienes y mercaderías sobre el movimiento de personas, estas redes de movimientos humanos constituyó el vehículo ideal para la propagación del coronavirus.
Con la respuesta ante la pandemia, los estrechos vínculos entre China con el sistema mundo también han significado importantes disrupciones en las cadenas de valor y de comercialización de la economía mundial. Ante la expansión del virus, se contrae el comercio del planeta y surgen nuevas barreras sanitarias entre los países.
Sin duda, estamos presenciando una crisis sin precedentes en el mundo. Al escribir estas palabras (29 de marzo del 2020), se estima que un tercio de la población mundial está en cuarentena o confinado en sus casas. La inmensa mayoría de la flota de aviación civil que surca los cielos del mundo día y noche está en el suelo. Como consecuencia del cierre de fronteras nacionales al movimiento de personas en Europa, Estados Unidos y muchos otros países del mundo, el hormiguero humano en nuestro planeta se detuvo. Las calles de ciudades mundiales, como Nueva York, Milán o Londres, están desiertas. Volvieron los cisnes a los canales de Venecia.
Estamos presenciando un congelamiento de la vida humana en el planeta, en un esfuerzo certero y coordinado para detener la propagación de un virus que ya va por 718 685 personas contagiadas, y que ha cobrado 33 881 vidas, con una mortalidad más alta en Italia, España y crecientemente en Estados Unidos (véase: https://coronavirus.jhu.edu/map.html).
Sin embargo, es importante recordar que antes de febrero del 2020 ya estábamos presenciando cambios geopolíticos importantes en el mundo, con un trasfondo de guerra comercial entre Estados Unidos y China, y con Europa desde el 2016. El nacionalismo económico manifiesto en las políticas de comercio exterior de la Administración Trump, y más recientemente de la Administración de Johnson en el Reino Unido, llevaba al mundo hacia una reorientación profunda del comercio mundial.
El lema de America First del Gobierno Trump en Estados Unidos resume bien este regreso al proverbial aislacionismo norteamericano. Con el Brexit en el Reino Unido y una Europa cada vez más sujeta a presiones nacionalistas, están también en juego estos sistemas políticos de integración económica y política, como la Unión Europea (UE).
La respuesta en Europa ante la pandemia parece reforzar las políticas nacionales. A pesar de una estrecha cooperación operativa entre autoridades sanitarias de la UE, las políticas sanitarias para enfrentar a la crisis sanitaria provocada por la pandemia del coronavirus siguen siendo dictadas a nivel nacional. La falta de abastecimiento de insumos y materiales críticos para hacerle frente a la emergencia (tal como máscaras y respiradores), ya que casi todo se fabricaba en China, reveló un flanco vulnerable de los sistemas de salud pública, no solo en Europa, sino en Estados Unidos y muchos otros más. De ahí, están surgiendo llamados en los países europeos a reorientar la industria farmacéutica y médica para crear cadenas de valor nacionales y locales.
El desplome económico de la mayor parte de las economías de países desarrollados está siendo monitoreado con preocupación en la mayoría de las capitales del G20. Es difícil tener una estimación global del impacto económico de la crisis, ya que la pandemia sigue su curso, y va a depender mucho de cuánto dure y de cuáles países golpeará más.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) indica que China, Japón, Corea del Sur y Australia vivieron por ahora una crisis severa pero de corta duración. Estimaque la tasa de crecimiento anual del Producto Interno Bruto (PIB) de China podría bajar de 6.1 % a menos del 5 % en el 2020. A nivel mundial, la OCDE corrigió su pronóstico para el crecimiento anual del PIB mundial, al pasar de 2.9 % a 2.4 % para el 2020. Pero esto no retrata los impactos muy severos que algunos países europeos, como Italia, en que la OCDE prevé un crecimiento económico del 0 % para el 2020.
Estos impactos geográficamente diferenciados aún se están manifestando, ya que la pandemia sigue su fase expansiva, y la contracción económica de muchos países no ha terminado de ocurrir. Todo parece indicar que las consecuencias económicas de la crisis se vislumbran apenas, y las concatenaciones en materia social para muchas economías de países en desarrollo serán probablemente severas.
La pandemia del coronavirus de 2020 marcará sin duda la historia del mundo. En la primera parte de este ensayo demostramos que esta enfermedad es una entre muchas epizootias que han impactado la salud humana en los últimos años. La degradación de los hábitats, la pérdida de depredadores de los vectores de enfermedades, aunados a los impactos provocados por el cambio climático, están creando condiciones propicias para este tipo de pandemia.
Llama la atención que la propagación rápida del coronavirus a nivel mundial refleja el lugar central que tiene China en la economía mundial, ilustrando la profunda interdependencia entre las principales economías del mundo. En su origen, el coronavirus estaba en condición latente en especies de vida silvestre del sureste de China. Pero fueron las condiciones del contagio inicial que se dieron en China, sumadas a un sistema consumismo instantáneo, que permitieron su propagación veloz y su impacto global a través de las redes del comercio y del turismo mundial. La globalización esta vez cobró en contra del sistema, llevando a su parálisis, tal como el mitológico “Deus ex Machina”.
Uno podría concluir, como lo ha hecho el geógrafo David Harvey, que esta pandemia “constituye una venganza de la naturaleza por más de 40 años de grosero y abusivo maltrato a manos de un violento y desregulado extractivismo neoliberales. Paradójicamente, la respuesta de las principales economías liberales de la UE y de Estados Unidos ante la crisis del coronavirus ha sido de intervenir con fondos públicos masivos, al igual que durante la crisis financiera del 2008, para minimizar los impactos en las empresas, los hogares y los mercados.Después de tres décadas de discursos neoliberales sobre la necesidad de reducir el peso del Estado en la gestión de la economía, resulta ahora indispensable la intervención de los poderes públicos y de los bancos centrales para calmar a los mercados y mitigar el impacto de la crisis. El debate público que arde en este momento es cómo esta masiva inyección de fondos públicos se irá a distribuir, y si se privilegiarán a los grandes o los pequeños actores económicos.
Entre los sectores más vulnerables ante el desplome económico y el cierre de las fronteras de los países, están los millones de trabajadores inmigrantes, muchos de ellos del sector informal, y que se encuentran cesantes y sin posibilidades de salir del país en donde trabajaban. El desempleo en Estados Unidos subió a 3.3 millones de personas en la semana del 23 al 27 de marzo, y algunos analistas vaticinan que la tasa de desocupación podría alcanzar el 30 % de la población económicamente activa.
Al compensar el lucro cesante por la puesta en cuarentena de casi 2 mil millones de personas, se va a configurar la forma de la nueva economía mundial. Esta reconfiguración del sistema mundo se hará sin duda en un momento de resurgimiento del nacionalismo y del proteccionismo económico. Vamos directo hacia los peores escenarios para la globalización, que es la conformación de un mundo replegado sobre sí mismo: el mundo fortaleza (Fortress World).
Mi reflexión final es sobre las lecciones que nos arroja la respuesta de diferentes regímenes políticos ante la emergencia. Claramente, las políticas de contención de la epidemia en China y Corea del Sur parecen haber dado resultados positivos. Pero estas políticas se aplicaron mediante una drástica reducción de libertades individuales y mediante el uso de tecnologías de monitoreo social y control de movimientos, que serían difícilmente aplicables en las democracias liberales de Europa y América. El empleo abierto de estas tecnologías disruptivas nos ilustra lo que Shoshana Zuboff (2019) en su libro The Age of Surveillance Capitalism ha venido denunciando: el uso de información personal por parte de grandes empresas multinacionales gracias a las redes sociales, para generar análisis de conductas sociales y patrones de consumo de millones de ciudadanos, sin su consentimiento. Aún en las democracias liberales, el uso de tecnologías de la información para fines económicos y políticos socava en buena medida las conquistas sociales logradas desde mediados del siglo XX.En América Latina, estamos presenciando un resurgimiento de gobiernos populistas en los que la tentación de la deriva autoritaria en Brasil, Chile, Guatemala y Honduras obedece a estos nuevos preceptos de un nacionalismo económico con mano dura. Constituiría una terrible lección si la contención de la pandemia del coronavirus se logre a costa de una pérdida de libertades individuales y garantías constitucionales.
El remedio en este caso sería casi peor que la enfermedad, y la pandemia se vuelve pandemonio. Ya vimos, meses antes de la pandemia del coronavirus, a Chile aplicando la figura del estado de excepción a una protesta popular. Las declaratorias de emergencia y la aplicación del estado de excepción para enfrentar la crisis pueden ser un arma de doble filo en las que perdamos muchos derechos sociales y políticos. Elegir entre salvar muchas vidas y condenar a los sobrevivientes a sacrificar sus derechos humanos y políticos sería un desenlace digno de una tragedia griega.
En Costa Rica, gozamos de una larga tradición civilista que, luego de luchas de décadas atrás, ha permitido establecer garantías sociales y ambientales en nuestra Constitución Política. Es importante mantenernos alertas y que esta crisis no nos distraiga de la lucha por defender los derechos humanos, garantizar el estado de bienestar y exigir la gestión transparente de los bienes públicos.
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