Durante la década de 1960 Guanacaste no había conocido la bonanza del turismo ni contaba con la infraestructura actual. Para ese momento era apenas una zona caliente donde se localizaban latifundios ganaderos y pequeñas poblaciones con escasa actividad.
En esas condiciones, pensar en educación artística era un lujo. Pese a las dificultades, la familia Rodríguez Montero contrató al maestro Isidro Fernández, quien acompañado de un violín le impartía lecciones de música a los cuatro hijos de don Jaime y doña Carmen.
Para esos cuatro niños la música era casi genética. Eran bisnietos y nietos de antiguos directores de la Banda de Liberia, hijos de un músico de trío y de una madre que también cantaba.
Esa era la familia en la que creció Ernesto, un niño tímido y retraído que luego de haber recibido toda esta influencia decidió separarse de la música hasta que el destino lo hiciera regresar. Y así fue.
Para asegurarse de no volver a los escenarios, una vez finalizado el colegio Ernesto se inclinó por la Ingeniería en Sistemas. No obtuvo la nota necesaria para ingresar a la carrera pero sí cursó los Estudios Generales.
Durante esa época, en una fiesta familiar su hermano contó una anécdota en que lo había escuchado cantar Luna Liberiana. Le insistieron un poco hasta que cantó la canción y la sorpresa fue mayúscula. “Se asustó mi hermano, se asustó mi familia y me asusté yo”, narra Ernesto.
Luego de esa experiencia, Ernesto debió resignarse a que lo suyo estaba en la música. Se volvió a juntar con sus hermanos -que seguían cantando para llevar serenatas- y armó un grupo con el recorrió todo Guanacaste y hasta realizó un par de visitas a Nicaragua.
Así, en el momento en que tuvo las calificaciones necesarias para ingresar a la carrera que había elegido inicialmente lo que él define como el “veneno del canto” pudo más y fue así como Rodríguez entró a la Escuela de Artes Musicales para completar un ciclo de formación musical que lo había seguido toda su vida -a pesar de los esfuerzos por evitarlo-.
“Es que a mí me amamantaron con boleros y en mi casa la música siempre estuvo presente”, narra.
La educación del hogar, la Etapa Básica de Música y la formación universitaria potenciaron entonces un cantante que tras años de trabajo como músico, como docente y como investigador ha sido designado Premio Nacional de la Música en la categoría de Interpretación.
“Yo el Premio lo recibí muy contento. Antes había recibido el Aquileo Echeverría pero ahora el Premio es más competitivo. La categoría de Intérprete ya ahora no es solo de cantantes, incluye a los músicos y contra las agrupaciones y aquí hay gente muy buena”, explicó.
Aunque el acta del jurado reconoce su técnica y su afinación, la labor musical de Rodríguez incluye también una agenda intensa de lecciones, investigaciones y proyectos artísticos que solo el año pasado incluyeron la publicación de un libro, la grabación de un disco, una gira por Europa y la producción de la primera edición del Concurso Centroamericano de Canto.
“Uno no puede parar. Cuando uno trabaja bajo el sello UCR en todo lo que haga tiene que estar presente la calidad”, indicó. “El aplauso de ayer no sirve, hay que ganarse el de hoy. Eso te compromete a hacerlo mejor la próxima vez. Con el honor se recibe entonces la responsabilidad”, acotó.
En la música costarricense Ernesto ha encontrado su nicho y en colaboración con otros profesores y profesoras de la Escuela de Artes Musicales ha traslado al campo lírico algunas de las canciones populares más célebres. “Pampa”, por ejemplo, puede ser ahora disfrutada en un tono operístico que le da a la música nacional nuevos matices.
En esa búsqueda ha venido también descubriendo nuevos talentos de la música contemporánea. Los ha estudiado como parte sus investigaciones académicas y los ha dado a conocer con el programa que mantiene en Radio Universidad.
Reconociéndose ahora cómo una persona privilegiada por poder desenvolverse en la música, Ernesto ha asumido en la calidad de esta su siguiente desafío.
“La voz es un proceso largo, tiene parte mecánica, parte psicológica y hasta parte familia. Hay parte mecánica, muscular. Intervienen la lengua, las muelas, el velo del paladar. Viene después la parte musical con la lectura, afinación, ritmos… Y sobre todo la parte psicológica. El público paga por verte y tenés que hacerlo bien, no importa si estás con dolor de muela, si tenés a tu esposa en el hospital o si a tu hijo lo atropelló una moto tres horas antes. Eso último me pasó antes de debutar la ópera La Boheme, una de las obras más complicadas que me ha tocado interpretar”, explica.
“Yo sé que dicen que los cantantes somos muy egocéntricos, pero es que llevamos nuestro instrumento por dentro”, concluye entre risas.