La población costarricense se encuentra sorprendida y azorada por las recientes revelaciones de una historia que se encuentra en evolución y que ha tocado a todos los Poderes de la República. Se trata, sin duda, de las conexiones de un joven comerciante de cemento con figuras relevantes de la política, del entorno bancario y de gobierno y, como lo revelan las informaciones periodísticas recientes, también del mundo judicial.
Lo acontecido revela la fragilidad institucional, y la receptividad a ciertas prácticas de negocio que no se detienen ante nada para obtener ventaja e influencia. Al mismo tiempo, es notoria la actitud escasamente crítica de los estamentos políticos que han abierto la puerta a prácticas que, por decirlo de manera blanda, son permisivas de usos y costumbres compatibles con la corrupción de la función pública.
Estas circunstancias no pueden pasar desapercibidas para el ojo crítico de los costarricenses y mucho menos para aquellos que desde afuera de las instituciones debemos tener un compromiso de vigilancia con el ejercicio decente de la política y del quehacer público.
Sin embargo, de todo lo que ha sucedido, lo que debería llamarnos de manera más intensa a la reflexión es la llegada de estas prácticas a la judicatura. Como lo decía con razón recientemente la magistrada Nancy Hernández, la democracia no puede permitir que el Poder Judicial caiga, pues es un bastión de confianza institucional, un elemento fundante del Estado de Derecho, que es muy caro a la percepción ciudadana, y un basamento que debe ser inquebrantable cuando se trata de revisar y cuestionar el quehacer de los otros Poderes de la República.
Hemos sido informados de lo que la prensa ha calificado de “red de cuido”, un entramado de relaciones impropias, y de influencias inconfesables que ha permeado las altas esferas de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Explicar el peligro de este tipo de comportamientos resulta difícil, pues para el ciudadano suele ser poco transparente cómo se resuelven los intrincados procedimientos de decisión en materia de préstamos de obra pública, licitaciones y contrataciones con el Estado, no obstante, comparaciones sencillas llevan a nuestra población a pensar que lo que para el ciudadano de a pie es tan difícil, como es conseguir un préstamo de vivienda o para impulsar una pequeña empresa o negocio, para los poderosos resulta no sólo sencillo, sino incluso una oportunidad para llevar vidas opulentas y sin límites, a costa de recursos del Estado. Y es que allí, precisamente donde medra la oscuridad y la falta de transparencia, es donde se abre paso el camino hacia la podredumbre y la corrupción.
Los nublados del día no se deciden a pasar y aun hay muchos detalles y circunstancias que deben conocerse a partir de los diversos procedimientos judiciales y disciplinarios en curso.
Al respecto de todo ello, apenas podemos teorizar. Los nublados del día no se deciden a pasar y aún hay muchos detalles y circunstancias que deben conocerse a partir de los diversos procedimientos judiciales y disciplinarios en curso. Pero la realidad sigue siendo una: nada de lo que ha pasado podrá ser olvidado fácilmente y es obligado un procesamiento de este pasado reciente, lo que introduce la circunstancia del repensamiento de las configuraciones institucionales de nuestro país.
En la búsqueda de las razones de esta crisis, podemos comprobar que un desplazamiento de los temas judiciales, hace ya bastante tiempo aislados en la cúpula y objeto principalmente de disquisiciones teoréticas, hoy se ha convertido en un problema político. El debate de lo judicial es hoy por hoy político, y ya nadie recela del apelativo de que en lo judicial se ejerce poder político y que este tiene un inexorable ingrediente de conexión con las castas políticas.
Casi de manera idéntica a la “politización de la judicatura” vienen unidos temas proclives a la reforma judicial, lo que abarca también los criterios de selección de jueces, la carrera judicial, la distribución de los estamentos judiciales, y la forma de su organización estructural.
En esos debates se abandona lo teorético y se acude a lo inmediato. Se habla del carácter de los jueces, de sus defectos, de sus vinculaciones ideológicas, de su proclividad a la lenidad o al castigo.
Se introduce el tema de las dificultades legislativas, a la obsolescencia de las normas, a la incapacidad de las estructuras judiciales para mantener el ritmo de las reformas y de los retos sociales. Curiosamente se olvida identificar cuáles son las verdaderas funciones que se pretenden atribuir a lo judicial, y de dónde provienen sus miembros y cuáles son sus agendas públicas o privadas.
En las discusiones no suele haber contribuciones de otras ramas del conocimiento. Se espera que los juristas definan cómo y de qué manera debe producirse la justicia, y de qué manera deben proveerse sus servicios. No se esperan contribuciones de la sociología o de la antropología, mucho menos de la economía o de la ciencia política.
Lo cierto es que los problemas que atacan a lo judicial deben ser observados de una manera pluri y transdisciplinaria, donde puedan reconocerse los discursos expresos e implícitos, las formas de justificación y, por supuesto, lo simbólico.
Cuando se habla de “crisis de lo judicial” debe dejarse constancia de lo distante entre el discurso jurídico y el de las consecuencias reales. Esto es tanto o más profundamente cierto en el contexto actual del debate costarricense.
Un ejemplo claro de las distancias discursivas puede observarse cuando se trata de analizar el tema de la “independencia judicial” hoy tan vilipendiada y en peligro, sobre todo cuando se tiene demostración de graves riesgos que provienen de la proclividad y cercanía de la política, y de los usos políticos de lo judicial.
Con todo, la independencia judicial sigue siendo un topos valioso en la discusión de lo judicial. No sólo como referente de medición del grado de democracia interna y de consecución de los fines dichos y predichos constitucionalmente (“justicia pronta y cumplida”), sino también de tranquilidad en el quehacer judicial frente a las graves e importantes funciones confiadas a la judicatura.
Es precisamente hoy donde hay tanto protagonismo de lo judicial en el contexto político, donde hay tantas luces y reflectores dirigidos a las diversas instancias, y la urgencia de muchos medios de comunicación por hacer del acto de justicia un acto comunicativo, que las cuestiones políticas empiezan a tratar de ser entendidas con el lenguaje de las normas y de la justicia.
No hace mucho tiempo, el tema de la jurisdicción constitucional ocupó sendos análisis del Estado de la Justicia, y se trató de verificar el por qué del protagonismo de esa jurisdicción y de sus jueces. Se tematizó ese papel hablando, directamente, de la cercanía entre el juego político y el jurisdiccional, de cómo los problemas que debieron de ser objeto de análisis legislativo se trasladaron al ruedo de los jueces para que se dirimieran en esa sede.
Buena parte de las razones para una jurisdicción constitucional radican no en la necesidad de judicializar la política, sino para poner coto a legislación de emergencia que nace, no de la necesidad sino de la búsqueda de soluciones coyunturales para problemas perentorios. La revisión de ese trabajo legislativo se ha confiado a una jurisdicción que observa las leyes y los proyectos con un lente de análisis de carácter constitucional. El surgimiento de la jurisdicción constitucional bien puede tener una explicación en este fenómeno, mucho más que a una reacción a los regímenes fascistas provenientes de los tiempos de la Segunda Guerra Mundial.
La justicia no es apolítica. Los jueces ejercen un poder enorme de interpretación y de decisión, y desde esa perspectiva ejercen política. Pero no nos llamemos al error, es a veces también colegislador cuando se le confiere la tarea de definir si una ley es o no constitucional, o cuando le dice al Poder Legislativo lo que debe hacer en determinadas áreas.
Vivimos nuevos conflictos, ciertos sucesos de la vida social han puesto en curso de colisión ciertos principios que consideraban inmutables, y es en esa sensación de crisis que se inscribe este nuevo capítulo de la historia costarricense. (Continuará).
Publicado originalmente en: Revista del Programa de Posgrado en Derecho
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